Vivir es un tránsito, un camino en donde todos somos nómadas. Que la travesía merezca la pena, depende de ti.
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14 de junio de 2019

La anilla

Un centenar de buitres leonados dan cuenta de los despojos peleándose como macarras de barrio en la puerta de un garito. Los vemos y los observamos con el asombro que siempre provocan sus tumultuosos ágapes, llenos de bullicio, amenazas, peleas, picotazos, aleteos y saltos. No sabemos a dónde mirar; en frente nuestro se simultanean broncas en abanico. Pero entre todos ellos hasta seis buitres negros hacen acto de presencia. Son diferentes, sin dejar ningún lugar a la duda. Observan parados la gresca, parecen meditar la situación, deciden cuál va a ser su próximo objetivo y solo entonces avanzan con un movimiento ritualizado que aparta a los leonados a un lado. Su presencia se hace notar. Tras las primeras cortas ráfagas de mi cámara persiguiéndolos entre medias del maremagnum, observo que uno de ellos está marcado en una pata. Me vuelvo loco intentando fotografiar la anilla de PVC que porta en su tarso derecho, acompañando a la metálica que adorna el izquierdo, pero la hierba alta y seca del lugar me lo pone verdaderamente difícil. Solo disparando cuando camina tengo alguna opción, y desde luego olvidándome de que en el encuadre entre su cabeza, está demasiado cerca para sacarlo de cuerpo entero. Me olvido momentáneamente y de forma deliberada de retratar escenas o individuos, hasta que finalmente consigo pillar la numeración de la anilla amarilla después de un rato. Siempre podría ser más relevante la información que estas lecturas de marcas pueden aportar en el conocimiento de la especie que el uso que unas bonitas fotos pudieran conllevar.

Casi sin darnos cuenta se ha pasado el tiempo; la mesa se ha vaciado y los comensales, tras unos momentos de sosiego, levantan el vuelo despidiéndose de nosotros. Ha merecido la pena aunque haya sido muy rápido esta vez: bajaron demasiados al principio para repartirse lo que para ellos habrán sido únicamente unos "entrantes". En las tarjetas solo se han acumulado unos centenares de retratos. Sin duda un pequeño puñado que aún habrá de disminuir más cuando lo cribe en el ordenador y quede reducido al par de decenas de imágenes que finalmente se sumarán al archivo. Una pobre cosecha pudiera parecerle a alguno, pero lo cierto es que, aún volviéndote de vacío, siempre habrá compensado haber sido mudos testigos de estos momentos de verdadera vida salvaje.

Esperamos aún un rato dentro del chajurdo hasta que todos los buitres que planean por encima nuestro desaparezcan en el horizonte y solo entonces salimos del escondite con la sonrisa dibujada en nuestras caras. Ha estado bien, muy bien. Yo no lo olvidaré.





30 de junio de 2018

El monje

Cuando los fotógrafos nos escondemos frente a una carroñada solemos esperar con especial expectación a un señor de aspecto serio y orgulloso, de genio rudo y trato difícil; bronco, huraño. El buitre negro (Aegypius monachus) es un carroñero escaso que no cuenta ni con la décima parte de parejas reproductoras que su compañero de fatigas, el buitre leonado. Mientras que de este último contamos en la Península Ibérica con una población cercana a las diez y ocho mil parejas, del buitre negro rondan solo las mil trescientas, aunque afortunadamente parece que en franca recuperación. Sin lugar a dudas este aspecto de su estado de conservación le confiere una notoria relevancia para el naturalista, que siempre presta más interés a aquellas especies que precisan de una mayor protección. Pero es que, además, ostenta otros atributos peculiares que se vienen a sumar a su precaria situación poblacional. Por un lado, es el mayor ave voladora de Europa y una de las más grandes del mundo tras albatros y cóndores andinos, alcanzando casi los tres metros de envergadura. Resulta ser mucho menos gregaria que el leonado, apareciendo en las carroñas en menor número que aquel (exceptuando allí donde una gran colonia de buitre negro está cercana). Tiene unos hábitos alimenticios algo diferentes a los del leonado -digamos que es un poco más exquisito a la hora de sentarse en la mesa, escogiendo con preferencia la carne a las vísceras-, alimentándose a menudo de carroñas muy pequeñas. Se agrupa en dispersas colonias de cría en densas masas forestales de algunas serranías sobre todo del Centro-Oeste peninsular, donde construyen enormes plataformas sobre la copa de los árboles. Por si fueran poco sugestivas todas estas particularidades, exhibe un porte sobrio y elegante, propiciado en gran medida por las plumas que adornan erizadas la parte posterior de su cuello y que le otorgan ese cariz a la vez aristocrático y severo. Todo ello hace que para un fotógrafo el buitre negro sea una verdadera tentación. Personalmente los considero unos animales realmente bellos, en especial los jóvenes del año, con su cabeza prácticamente negra.

Todo esto se me agolpa en la cabeza cuando a lo largo de varias carroñadas en dos ubicaciones diferentes busco encuadres y gestos que inmortalizar. Sigo y persigo a los ejemplares con el objetivo, los espío y los vigilo, esperando una pose, un gesto o un comportamiento. Caliento el sensor de la cámara con continuas ráfagas desde el escondrijo intentando plasmar en bits digitales ese empaque de personaje duro que siempre transmite esta especie y que a mí tanto me engancha; ese semblante ceñudo y áspero, sí, como de señor serio y orgulloso.
















28 de marzo de 2018

Rojo sangre y marrón mierda

El caballo cometió un grave error al partirse una de las patas y tuvo que ser sacrificado. Ni que decir tiene que los buitres estuvieron encantados de ello, pues no hubo pasado mucho tiempo desde que mi amigo Rober y yo nos escondiéramos a esperar, hasta que se dejaron caer sobre el lugar los primeros ejemplares de buitre leonado (Gyps fulvus), con sus trenes de aterrizaje desplegados, como pesados "cazabombarderos".

Cinco horas después salíamos del lugar saturados de la frenética actividad que casi cuatrocientos kilos de comida metida en un pellejo duro dan de sí para medio centenar de aves hambrientas, y que nosotros habíamos tenido la fortuna de observar y fotografiar. Las peleas, el bullicio de su griterío, las poses amenazantes, su comportamiento agresivo y acaparador, su actitud belicosa, la furiosa jerarquía impuesta a golpe de picotazo; todo se agolpa en nuestras cabezas y en las tarjetas de nuestras cámaras. Es tal el nerviosismo y la tensión que impregna la atmósfera en esos momentos, que al menos en cinco ocasiones el gran bando de abusones levanta el vuelo espantados por sí mismos, para volver a posarse a los pocos minutos con la urgencia desaforada de atiborrarse el buche hasta rebosar de carne y vísceras. Cuando el iracundo grupo arremolinado sobre la caballería muerta se dispersa momentáneamente por algún motivo que lo pone en alerta, tenemos la oportunidad de ver cómo algún ejemplar especialmente hambriento no espera a que la confianza reine de nuevo entre sus congéneres y, aprovechando la oportunidad que le brinda la ocasión, introduce la cabeza y todo su largo cuello con ansias desmedidas por el ano del cadáver. Una y otra vez bucea impetuoso en su interior y emerge comiendo satisfecho, manchado de un mejunje marrón, antes de que el grupo se apriete de nuevo alrededor de la mesa, cerrándose ante el banquete entre empujones e impidiéndonos nuevamente ver lo que sucede en el meollo de la escena. Abierto también el estómago, los que lo consiguen comen atropelladamente con agonía y fruición bajo la piel de la caballería; y lo consiguen aquellos que se han abierto paso entre feroces picotazos y agresiones a base de, cómo no, propinar ellos mismos peores picotazos y agresiones. A más hambre más fiereza. A más necesidad más bravuconería. A más estómago vacío más violencia. Mientras algún individuo posa para nosotros sobre los flácidos despojos del caballo y come con glotonería de su interior tirando con fuerza y desgarrando trozos de tejidos vitales para su propia supervivencia, el cadáver se mueve mullido y blando, como si de un colchón de agua se tratara.

Al final, tras varias horas de tumultuoso ágape, los ánimos y la adrenalina se van relajando y nosotros podemos suspirar, con una sonrisa de oreja a oreja:

- ¡No ha estado mal, eh!.
- No, nada mal. Podían ser así de vez en cuando.

Observar el comportamiento de estas aves gregarias mientras se alimentan es todo un espectáculo en sí mismo, pero también una lección de etología animal "in situ"; no cabe duda de ello.

Pocas veces en una carroñada hay posibilidades de contemplar escenas tan impactantes como las que pudimos ver en esta ocasión (para desgracia del pobre animal que sirvió de alimento), pero es que en contadas oportunidades tenemos la fortuna de disponer de unos restos tan recientes -con la savia roja aún líquida- y de estas dimensiones, proporcionándonos la eventualidad de plasmar un festín de estas características, color rojo sangre y marrón mierda.





















NOTA: Todas las imágenes se presentan en su formato original, sin ningún tipo de recorte o reencuadre. Sesión realizada con los permisos pertinentes.

17 de noviembre de 2017

Retratos

Siempre me han sorprendido estos animales; por muchas veces que los tenga delante, no dejará de asombrarme su presencia masiva y fuerte, su poderío, pero sobre todo la eficiencia de su modo de vida. Mi entrañable amigo Roberto me brinda la oportunidad -gracias por ello, compañero- de buscar retratos cercanos con los que poder apreciar cada detalle tanto de su anatomía como de su mirada, penetrante y severa, hosca. Sus ojos de color miel se clavan en todo lo que les rodea, como si tuvieran la capacidad de atravesar la materia. Escuchan los disparos de nuestras cámaras solo cuando la pitanza se ha acabado, porque hasta ese momento todo ha sido bullicio, reyertas y escaramuzas, prisas por comer en medio de la trifulca, por engullir atropelladamente, por robar, en una urgencia desaforada por tragar precipitadamente para seguir comiendo, por continuar atiborrándose hasta el atragantamiento con materia pútrida. Solo los más fuertes, los más belicosos, los más descarados y atrevidos se hacen un hueco en medio del tumulto y consiguen llenar el buche.Y para ser buitre inevitablemente hay que ser pendenciero y luchador. Agresivo y valiente. Beligerante, combativo y tenaz.

Son perfectos, están construidos para desgarrar y consumir lo que a nosotros nos haría vomitar, para limpiar de cuerpos descompuestos y en putrefacción los campos. Con sus picos y su potencia son capaces de despedazar los cueros más duros, y su falta de escrúpulos les permite tragar las vísceras más malolientes y desagradables de los cadáveres. Así son los buitres leonados (Gyps fulvus), consumadas máquinas de limpiar el paisaje, de despejarlo de posibles transmisores de enfermedades, de reciclar la materia muerta en energía. Imprescindibles. Su seducción radica en esa perfección, en su adaptación, en la inapelable necesidad de su existencia.

Terminado el banquete -algo que con ellos siempre sucede con prontitud- levantan el vuelo y desaparecen con la misma rapidez con la que llegaron. Con sus enormes alas desplegadas se convierten en cometas mecidas por el viento. La belleza hecha planeo.