Vivir es un tránsito, un camino en donde todos somos nómadas. Que la travesía merezca la pena, depende de ti.
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6 de noviembre de 2020

A vueltas con la caza










Valgan las imágenes anteriores para hacer notar que somos muchos los ciudadanos (sin duda, mayoría) que no comprendemos cuál es la diversión que se puede encontrar en pegarle un tiro a animales tan bellos como los de las mismas, y que nos parece incomprensible que el mismo ser humano que se vanagloria de sus valores morales sea el que justifique el sufrimiento gratuito del resto de seres vivos de La Tierra para su simple diversión. Es obvio que el modelo de relación que tenemos con el propio planeta tiene que cambiar si queremos sobrevivir a la terribles consecuencias que nuestra desafección está provocando, algo que incluso en estos tiempos de pandemia muchos negacionistas no acaban de comprender. Disfrutar matando y haciendo sufrir a nuestros compañeros de viaje no tiene justificación moral alguna en nuestros días para una gran mayoría de la sociedad.

Pero hoy no voy a hablar de las disyuntivas morales que implica esta afición en la actualidad. Tengo que reconocer que en mis años de juventud era mucho más permisivo y condescendiente con la caza deportiva que en la actualidad, no sé muy bien si por la patente falta de información al respecto en aquellos años, o por la numerosa que ahora recabo. Si lo normal es que con la suma de los años los seres humanos nos volvamos más tolerantes que en aquella dorada juventud cuando nos queríamos revelar contra el mundo y contestar sus superficialidades, sus formalidades, sus normas establecidas y sus costumbres, en este tema suele pasarle a muchos naturalistas justamente lo contrario. Nos hemos vuelto mucho más contestatarios con los años. Una buena explicación a este curioso hecho lo podemos comprender leyendo entre líneas en aquella entrada que ya realizara en su momento (28/junio/2017) sobre los aspectos negativos de esta actividad, socialmente considerada por muchos como "deportiva" y que titulé Caza y biodiversidad. En aquel post hacía un repaso a los motivos por los cuales la actividad cinegética deportiva tendría que ser regulada de un modo mucho más restrictivo, con importantes limitaciones y muchas más prohibiciones si queríamos luchar contra la pérdida de biodiversidad del planeta, por una parte, y contra las nuevas problemáticas sociales que nos plantea en la actualidad, por otro lado. En una de estas últimas cuestiones nos vamos a fijar en este nuevo capítulo, pues nos afecta de un modo directo a muchísimos ciudadanos que hacemos uso y disfrute de la naturaleza mediante otras muchas prácticas, esta vez sostenibles, debido a la coacción que supone el desarrollo de la caza para nuestras propias actividades, y de un modo mucho más directo aún cuando el resultado del encuentro se salda con lesiones o muertos. 

Vamos a hablar de los accidentes de caza.

En aquella entrada utilizaba apenas el párrafo que transcribo a continuación para hablar de esta cuestión: 

"También podríamos mencionar los propios peligros que para cualquier persona implica que miles de armas potencialmente mortales se paseen por nuestros campos en manos de gente a la que no se les exige una rigurosa cualificación para portarlas. Así lo demuestra la media de fallecidos por arma de fuego durante la práctica de la caza que nos ofrecen las estadísticas en España, y que es superior a los 20 muertos anuales, a los que habrá que sumar los centenares de heridos que se producen cada temporada. Se vuelve incuestionable la peligrosidad de esta actividad que afecta no solo a los propios cazadores sino, en muchos de los casos, al resto de usuarios de la naturaleza. Somos mayoría los que también nos preguntamos por qué no se aprueba por Ley la prohibición de ingerir alcohol para todo aquel que vaya a empuñar un arma de caza y por qué no se generalizan de una vez por todas rigurosos controles de alcoholemia a los practicantes de esta actividad de riesgo, para preservar así la integridad física de todos los usuarios del medio natural, incluida la de los propios cazadores -recordemos que varios miles de ellos, además, son menores de edad de entre 14 y 18 años (en España algo más de 13.000 niños tienen licencia de armas). Si a la sociedad le parece lógico hacerlo para alguien que tiene un volante entre las manos, ¿qué problema habría para quien sujeta un arma cargada?"

Sin embargo, este año 2020, y a pesar de los meses de confinamiento domiciliario, las estadísticas se han disparado: 605 personas víctimas de un disparo por arma de fuego durante la práctica de la caza, 51 de las cuales fallecieron. Resulta una verdadera barbaridad que nos debería hacer reflexionar como sociedad si tenemos en cuenta, además, primero, que estas cifras se han alcanzado en solo 9 meses -desde el 1 de enero al 6 de septiembre-, segundo, que no todo el año ni en todo el territorio se puede cazar y, tercero y último, que no están incluidos en esos números los siniestros ocurridos en Cataluña o el País Vasco. 

Estas devastadoras cifras las sabemos gracias a una pregunta que el senador de Compromís, Carles Mulet García formulara al gobierno a finales de agosto, y que fue respondida con el correspondiente informe. Es una lástima que en este documento no se explique con números también cuántas de esas víctimas eran igualmente cazadores (obviamente la mayoría) y cuántas eran ciudadanos que en su libre derecho de disfrutar del medio ambiente o durante la realización de actividades profesionales o de otro tipo, coincidieron desafortunadamente en el espacio y en el tiempo con una partida de caza, lo que les resultó fatal. Estoy convencido que se pueden obtener interesantes respuestas del análisis de los datos de dicho documento, pero me centraré solo en unas cifras que me llaman poderosamente la atención. Por un lado, el hecho de que algunas provincias acumulen un número de siniestros significativamente superior al del resto. Por ejemplo, las más de dos decenas de víctimas de un disparo ocurridas en Albacete, Asturias, Badajoz, Cáceres, Córdoba, Cuenca, Jaén, Sevilla y, sobre todo, Ciudad Real con medio centenar, y Toledo con 67 personas tiroteadas. No menos llamativa es la barbaridad de 4 fallecidos en Orense, 5 en Asturias y 6 nuevamente en Toledo. También me llama la atención que en ninguna de las provincias haya habido 0 siniestros, en todas ellas han ocurrido al menos algún accidente de caza. No menos llamativo es el que las mujeres víctimas de un disparo durante la actividad cinegética representen un número significativamente pequeño -15, de las cuales 3 de ellas lo fueron también en Toledo- respecto al de los varones accidentados (590), algo que tiene mucho que ver con el machismo y la supuesta virilidad que para el género masculino representa el uso de las armas y la propia violencia como medio de diversión o de resolución de problemas. De todos estos accidentes en 2 ocasiones el autor del disparo ha sido un menor de edad, una de las cuales tuvo lugar nuevamente en Toledo, provincia que se despega de las demás como "especialmente peligrosa". Además, 17 fueron los menores que recibieron algún disparo accidental durante la práctica de la caza -1 de los cuales falleció en Valladolid-, lo que no debería dejar de hacernos reflexionar en profundidad. Todavía me enervo cada que vez que recuerdo las jornadas escolares que la Junta de Castilla y León subvencionó para fomentar la caza entre nuestros chavales fruto de un convenio con la Federación de Caza Castellano-Leonesa, cuyo Presidente criticó duramente lo que él consideraba restrictivas normas relativas a la concesión del permiso de armas a menores.

Por poner solo algunos ejemplos, a amigos míos y a mí nos ha silbado alguna bala muy cerca, segundos antes de que un jabalí cruzara corriendo en medio de un robledal, perseguido por varios perros a escasísimos metros de nuestro grupo de excursionistas, y sin que mediara señalización de caza alguna. Me han sonado escopetazos a escasas decenas de metros mientras yo permanecía escondido en mi hide haciendo fotos de fauna. O me han llegado los perdigones a los pies, clavándose alrededor mío como flechas en el limo de un pantano cuando cazadores desde la orilla contraria han disparado sus escopetas contra unos patos. He recibido desairadas palabras de cazadores malhumorados que con sus perros de muestra atravesaban jarales inmensos solo porque mi compañero y yo le espantábamos la caza hablando en alto (precisamente para que nos oyera con tiempo de evitar un accidente). ¿Y quién no ha visto cazadores con el arma cargada caminando junto a autovías o carreteras, o a distancias relativamente cortas de algún núcleo habitado?

Sinceramente, y aún siendo un convencido de que la libertad personal debe primar por encima de cualquier cosa, no puedo por menos de plantearme la necesidad de limitar en cierta medida este pseudodeporte responsable cada año no solo del sufrimiento de tantas familias españolas, sino además de la generación de tantísimas secuelas medioambientales. Lo cierto es que su libertad personal, la de los cazadores, choca en multitud de ocasiones con la del resto de usuarios de la naturaleza. Quien salga de modo habitual al campo y no haya tenido alguna vez un encuentro "delicado" con la caza se debe dar por afortunado. Así, entre mi equipo de campo durante la temporada cinegética siempre va un chaleco reflectante y algún gorro de color llamativo para evitar entrar a formar parte de esas estadísticas odiosas que tanto miedo nos dan. Y me pregunto cómo nos hemos llegado a acostumbrar a salir al campo con estos temores, cómo hemos llegado a normalizar esta situación de peligro en pleno siglo XXI. ¿Es lógica esta situación?, ¿es justa?, ¿o puede ser en gran medida evitada?. Yo creo que sí, que una legislación mucho más restrictiva respecto de la adquisición del permiso de armas y la tenencia de las mismas, una vigilancia mucho más directa y estricta de las actividades cinegéticas en general, y la directa prohibición de ciertas modalidades de caza en particular, así como una reducción tajante de los lugares en los que esa actividad se puede seguir practicando es, no solo posible, sino necesaria y muy urgente en nuestros días, para evitar que los peligros inherentes a este mal llamado deporte nos sigan afectando a todos, incluidos, además, a los que no comulgamos con él. No podemos permitirnos seguir sumando cada año docenas de muertos y centenares de heridos por armas de fuego en siniestros similares. Son tragedias humanas que destrozarán familias y amigos y que afectarán, además, a mucha gente de alrededor de la propia víctima, sean o no del mundo de la caza.

Vista la evidente peligrosidad inherente a esta práctica comienza a ser normal que muchos ciudadanos nos hayamos ido volviendo menos tolerantes con el paso de los años respecto de lo que, al final, no es sino matar animales por diversión, y porque cuando peinamos canas muchos de nosotros dejamos de admitir su insostenibilidad en nuestros campos. Nuestra sociedad no puede por menos de alegrarse de que el número de licencias de armas de caza que cada año se expiden en nuestro país se venga reduciendo en cada ejercicio, como no podía ser de otra manera en una sociedad que quiera mirar hacia adelante. Si en 2017 hubo un total de 2.603.569 licencias de armas de tipo D -caza mayor- y E -escopetas de caza y armas de tiro deportivo-, al siguiente año se bajó a 2.596.547 (7.022 licencias menos) y el año pasado se redujo de nuevo a 2.576.495 (20.052 licencias menos). Poco a poco vamos en el buen camino, es cierto, pero ... muy despacio.

Demasiado despacio para un planeta que se desmorona ambientalmente con nuestro insostenible modo de vida y la suicida relación que mantenemos con él. Dos millones y medio de armas campando por nuestra geografía siguen siendo demasiadas y demasiado peligrosas para todos.

10 de septiembre de 2015

Entre caozos y marmitas I: aquel zorro de la carretera

Voy quemando kilómetros por la carretera mucho antes de que por un extremo del horizonte comience a perfilarse ese tenue cambio de color que nos viene a indicar que por aquel lugar dentro de un buen rato amanecerá. Muy de noche aún observo a un zorro que a las luces de mi vehículo desaparece escurridizo por entre las hierbas altas de la cuneta. Y apenas unos pocos minutos después, mientras en mi mente seguía recordando el fugaz encuentro con el raposo que había tenido lugar unos instantes antes, veo otro más en el medio de la carretera. Me acerco veloz con las largas esperando su reacción, pero a medida que la distancia se reduce comprendo que está enfrascado en lo que probablemente es la captura de algún ratón, justo sobre las marcas blancas discontinuas que marcan el centro de la calzada. Levanto el pie y aminoro la velocidad convencido de que se apartará, pero, muy por el contrario, sigue revolviéndose con su hocico sobre algo que no alcanzo a ver y que tiene entre sus pezuñas. Comienzo contrariado a pisar el freno y no parece percatarse ni de mi presencia, ni del peligro que supone esa luz cegadora que se acerca a gran velocidad. Instintivamente asumo que el atropello va a ser inevitable y freno con ímpetu la furgoneta. Todo lo que en el interior de la misma no está sujeto se desplaza bruscamente: los trípodes y los dos hides que duermen apoyados sobre el suelo, así como algún que otro objeto que va en la parte de atrás del vehículo. Una cámara compacta, con la que jugueteo en los ratos de aburrimiento en el interior del hide y que llevaba en el asiento del copiloto, acaba rebotando por los suelos. El animal por fin se vuelve consciente del peligro, mucho más que inminente, cuando los metros que todavía nos separan parece que se han reducido a la mínima expresión, y se desplaza hacia la izquierda intentando esquivarme justo por donde lo iba a evitar yo. Aprieto aún más el freno sin que suponga un peligro de accidente para mí, y, sujetando fuertemente el volante, lo sobrepaso justo a su lado a poco más de un metro perdiéndose en la oscuridad de la noche, en una carretera olvidada, rodeada de campos adehesados.

Suspiro. Por los pelos. ¡Qué ... poquito ... le ha faltado!

En todo esto pienso unas horas más tarde cuando, ya tranquilamente sentado en el interior del hide, observo con entusiasmo a otro ejemplar de esta especie deambular por entre los caozos y marmitas de gigante que ocupan el cauce seco de un arroyo de cañones arribeños. Hasta aquí regresaremos en varias ocasiones más y siempre  nos amenizarán el amanecer el par de zorros residentes que os muestro debajo. Ellos solos se han bastado para mantener la emoción de cada mañana, en aquel rincón apartado, rodeados de pozas de agua estancada, teñida de algas verdes, mientras mi hijo y yo pasábamos las horas intentando fotografiar algunas de esas especies de nuestra fauna que obtienen su sustento en estos reductos de vida, y principalmente al siempre espectacular martín pescador, esa flecha azul que hipnotiza a quien lo observa de cerca. Nuestro martín pescador, sí, pero eso será ya otra historia. 



15 de junio de 2014

Ingenuos adolescentes

El río, adornado todavía con las últimas flores blancas del ranúnculo acuático, serpentea por el campo charro entre viejas encinas y ganado bravo. El viejo talud fluvial que proporciona un toque de diversidad a la ondulada homogeneidad de la dehesa, esconde en su interior el descanso y la tranquilidad de tres cachorros de zorro (Vulpes vulpes) que estos días se despiertan a la vida y al mundo que les rodea. Observan con curiosidad a los pajarillos que se posan cerca de ellos, y a las vacas y terneros que abrevan a escasos metros de su hogar. Se quedan petrificados escuchando el reclamo insistente de un mochuelo, o intentan cazar al vuelo las moscas que les molestan. Juguetean con restos de un espinazo endurecido y se duermen plácidamente al sol de media tarde.





Nos acomodamos Pablo y yo en un rincón enfrente, soportando el calor de esta sofocante tarde de junio. Cubiertos sólo por las redes de camuflaje (para no delatar la ubicación de la madriguera con voluminosos hides, imposibles de recoger con premura si fuera necesario) y ocultos tras el vallado de piedras que cerca a las reses bravas, con las cantimploras entre las patas del trípode, nos disponemos a retratar a estos pequeños adolescentes curiosos. Como en días anteriores, a las cinco de la tarde ya están fuera de la madriguera dos de los cachorros, menos prudentes que su tercer hermano. Es más, después de las pocas observaciones realizadas, tenemos la sensación de poder diferenciar el carácter de los tres zorreznos. 


Uno de ellos siempre es el que sale primero tras algún susto. Se tumba tranquilo en la puerta del cubil y se solaza al sol, mordisqueándose las pulgas y cerrando los ojos somnoliento. Solo un tiempo después un segundo hermano asoma su hocico por la boca de la hura y emerge para hacerle compañía. Juegan, se tumban uno junto al otro, o quizás directamente encima el uno del otro, formando una amalgama de patas y orejas. Sin embargo, el tercer cachorro solo aparece muy de cuando en cuando, no permitiéndonos hacer muchas fotografías del grupo al completo. Sus pelajes nuevos y lustrosos, sus caras con trazos aún de la infancia que se les acaba y sus juegos nos alegran la tarde. ¡Qué felicidad! ¡Qué ingenuidad! 


Dentro de menos tiempo del que desearían -y del que nosotros desearíamos- se verán forzados a enfrentarse a la dureza de la supervivencia en un entorno especialmente cruel para con su especie. La esperanza de vida de la misma en algunos territorios españoles y según algunos estudios realizados, ronda los dos años. Y como si los hechos quisieran así demostrarlo, en el entorno en el que más me moví yo personalmente durante el año 2013, a lo largo de los meses posteriores al verano encontré dos ejemplares muertos, ya muy resecos por el paso del tiempo pero cuyas dentaduras impolutas hacían adivinar que bien pudiera tratarse de dos de los ejemplares inmaduros nacidos aquella primavera al abrigo de una encina y a no mucha distancia de ambos hallazgos, grupo familiar que yo había tenido la fortuna de observar batiendo los campos todos juntos, como si de una manada de lobos se tratara.

Ahora veo a estos tres mozalbetes jugar juntos, atentos en ocasiones a los clicks de mi cámara y siguiendo a lo suyo, y me invade un sentimiento agridulce, pues a la felicidad que supone poder ser testigo de su comportamiento sin interrumpir su tranquilidad, se contrapone el pesar de imaginar el futuro que les puede deparar el destino, más pronto que tarde. 

Espero no ver en las próximas semanas y meses por estos encinares del sur de la provincia los restos de algún zorro, y así tener la esperanza de que mis nuevos tres amigos habrán sabido sobrevivir a su primer año de vida.


12 de mayo de 2014

El eufemístico control de predadores

Dice el diccionario de la Real Academia de la Lengua Española que "astuto" es aquel que es "Agudo, hábil para engañar o evitar el engaño o para lograr artificiosamente cualquier fin". ¿Cuántas veces habremos oído este epíteto para describir la adaptabilidad del zorro? Sin duda, innumerables. E innumerables serán las veces que lo volveremos a escuchar en el futuro. Cuando yo oigo, sin embargo, que se adjetiva de este modo al zorro (Vulpes vulpes), sólo pienso en lo injustos que somos los hombres con él y para con el resto de los animales. Tener astucia implica picardía, consciencia de que lo que se hace está mal, que causa un perjuicio a otro o le lleva a una nueva situación; ser astuto entraña conocimiento de que una acción propia provoca una consecuencia directa en otro individuo, generalmente no deseada; significa, en definitiva, tener conciencia del bien y del mal, y eso, con todos los respetos, es algo de lo que solo podemos presumir los hombres, para lo bueno y para lo malo. Somos, efectivamente, la única especie de este planeta que, a sabiendas de que nuestras acciones pueden causar perjuicios o dolor a otros seres vivos (incluidos nuestros congéneres), nos afanamos egoístamente en ellas o, incluso, nos deleitamos y complacemos con ellas (entiéndase: caza, festejos taurinos, maltrato animal en general, destrucción del medio ambiente, actividades industriales relacionadas con los animales, esquilmación de recursos naturales, guerras, delincuencia, etc).

Yo, por el contrario, cuando veo un zorro (que no zorra, nombre con el que se le nombra habitualmente en ámbitos rurales y cinegéticos) no veo a un ser astuto, deseando acabar con la población de caza menor que pueda haber por la zona, sino a un animal inteligente y adaptable, capaz de aprender de las experiencias que le afectan, y de hacerlo incluso con rapidez, algo de lo que nosotros deberíamos tomar buena nota, pues siempre tropezamos en la misma piedra y hemos continuado cometiendo reiteradamente los mismos errores durante toda la historia de la humanidad. Y veo, desde luego, un ser de una belleza incuestionable. Cercano a mi afectivamente, en cuanto que es como un perro, pero sin domar, libre, que no rehúye la presencia humana allí donde no se le persigue, y capaz, por el contrario, de pasar desapercibido donde el ser civilizado se ensaña con él. Veo un depredador necesario en el ecosistema, como lo son los meloncillos, las ginetas o las garduñas, cuya base alimenticia ha sido, desgraciadamente, apropiada por y para el hombre, lo que ha provocado no solamente el desequilibrio de los ecosistemas sino, además, el eterno conflicto entre este ser expoliador y el resto de los seres que comparten con él el planeta.

Veo zorros a menudo, y siempre que lo hago pienso en cuántos años durará ese animal que cruza por la dehesa o por la tierra de labor, perseguido y odiado, demonizado a traves de fábulas que le han colgado adjetivos y etiquetas que solo nos corresponden a nosotros. Cuando tengo la rara oportunidad de mirar de cerca a los ojos a uno de estos animales no puedo por menos de sentir tristeza. Tristeza por su más que probable trágico destino y tristeza por la enorme pobreza del alma humana.









21 de agosto de 2013

El raposo

¿Pero qué diablos es eso que está ahí, bajo la encina? ¡valla arbusto más raro que ha crecido de golpe, de ayer para hoy! ¡Y es enorme! Esto no me lo ha contado el zorro de mi padre.

Me voy a acercar a cotillear, a ver qué puede ser. El caso, es que aparte del olor a oveja muerta que hay detrás de mi, sólo huelo por aquí a humano.


No sé, no sé. Como que no me fío del todo. Huele, pero no hay gente, solo ese repetitivo click, click, click que suena desde dentro del extraño matorral. Casi mejor que sigo camino y a la oveja ni la miro.


Caminito, caminito, ... me largo.

Nada, sigue allí la cosa esa debajo de la encina, no se ha movido, ni ha hecho nada raro. Pero claro, si es un arbusto ... no se puede mover. Aunque ... no sé, sigo dándole vueltas al asunto, y estoy segura que ayer no había crecido aún. No estaba. Bueno, yo a lo mío que tengo que picar todavía algo antes de encamarme. Me voy.



¡Huy! ¿qué es eso? voy a olerlo también. Parece una cosa no comestible, inerte. Algo blanco, parecido a una piel o a una corteza muy delgada, que han dejado por aquí los humanos, que lo dejan todo lleno de objetos incomestibles, que no sirven para nada. Paso, no me interesa, sigo ruta.



Una miradita para atrás, que siempre hay que estar atento a la retaguardia.


¡Uf! ¿pero cómo corre el tiempo? Es media mañana y no son horas de andar a campo abierto, así que voy a acelerar el paso para llegar al menos a aquella tierra arada con árboles dispersos, en donde seguro que pasaré más inadvertida en caso de que algún ser humano se deje caer por este territorio.


Bueno, me despido de todos por el momento. Adiós, al menos por unos días. Ya veremos si nos volvemos a ver.