El aleteo de las palomas retumba en el espacio hueco y diáfano del derruido palomar. Por el techo roto y semicaído se filtran rayos de sol que proyectan su vivificante calor sobre las toscas paredes de adobe. Entro en el interior y piso tablas de madera y tejas que resuenan bajo mis pies cuando se quiebran. Veo cómo algunos pichones resecos, prácticamente momificados, yacen en los rincones entre plumas y guano. También veo egagrópilas de diversos tamaños que delatan la presencia más o menos habitual de la sempiterna lechuza y del cernícalo. La atmósfera me envuelve con un olor acre y caliente producto de la amalgama de excrementos, huevos rotos y cadáveres.
Sin prisas, me paro en el centro del habitáculo y observo a mi alrededor. Me tomo mi tiempo. Veo composiciones, detalles, rincones que me atraen y me inspiran. Que me hablan pidiéndome que los fotografíe. Pausadamente reflexiono sobre lo que me rodea, hasta que asiento el trípode entre los cascotes y comienzo a mirar a través del ocular de la 5D. Cable disparador, diafragma, velocidad. Mientras los minutos pasan, compongo fotografías que me cuenten cosas, que narren sensaciones, que expliquen la esencia del lugar, su alma. Finalmente, cuando siento que he capturado lo que el entorno me ha ofrecido, decido que es hora de devolverle la tranquilidad cotidiana, permitiendo que las pocas palomas que aún habitan este peculiar edificio de apartamentos sin vistas, vuelvan a sus domicilios. Salgo y me marcho, dejando de nuevo en el olvido al viejo palomar de barro y paja, cerrando tras de mi con su cuerda de empacar su puerta rota.
15 de marzo de 2013
11 de marzo de 2013
Jugando
Suben, trepan, bajan cabeza-abajo. Se paran, se mueven, se vuelven a parar. Serpentean. Se pegan a la superficie, por lisa que esta sea. Se arremolinan al calor de la bombilla; del farol que ilumina el oscuro callejón. Sacan la lengua, pero no a ti, no te enfades, si no a los mosquitos y a las polillas nocturnas. Un disparo y para adentro. La vertical es su residencia. Se camuflan. O lo intentan, a veces sobre el ventanal de un edificio de Doñana. Es la Tarentola mauritanica, el perenquén o santorrostro. Nuestra conocida salamanquesa.
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10 de marzo de 2013
Mis árboles
Las gotas de agua echan entre ellas sinuosas carreras por el cristal de mi ventana. Llueve del otro lado.
Miro el chaparrón sobre la superficie del río y contemplo cómo algún cormorán intenta pescar su sustento con las últimas luces de la tarde, en una masa de agua realmente crecida y desbordada, que salta sin contemplaciones a borbotones sobre la aceña de cemento; la misma aceña que normalmente desvía el agua hacia el molino y por la que se podría caminar. Masas de diversos tamaños de juncos y carrizos bajan sobre la superficie como balsas a la deriva, arrancados de las orillas. El martín pescador va río abajo, río arriba; no sé cómo se las apañará con estos caudales de aguas turbias.
Mientras esto sucede afuera, yo me arrebujo cerca de la calefacción y abro sobre mi mesa una carpeta azul de la que extraigo decenas de dibujos y bocetos, recuerdos de mi juventud. Separo de entre ellos mis árboles, y los apilo en un montón aparte. Viejas encinas enroscadas, de corteza rugosa, y algún roble o algún haya. Hoy no puedo salir a caminar bajo sus copas, pero revivo su presencia sobre el papel, en mis manos. Con su tinta negra, con su trazo fino. Sobre el cuaderno cuadriculado o sobre el folio limpio.
Viejos apuntes sobre árboles retorcidos. Mis árboles.
Miro el chaparrón sobre la superficie del río y contemplo cómo algún cormorán intenta pescar su sustento con las últimas luces de la tarde, en una masa de agua realmente crecida y desbordada, que salta sin contemplaciones a borbotones sobre la aceña de cemento; la misma aceña que normalmente desvía el agua hacia el molino y por la que se podría caminar. Masas de diversos tamaños de juncos y carrizos bajan sobre la superficie como balsas a la deriva, arrancados de las orillas. El martín pescador va río abajo, río arriba; no sé cómo se las apañará con estos caudales de aguas turbias.
Mientras esto sucede afuera, yo me arrebujo cerca de la calefacción y abro sobre mi mesa una carpeta azul de la que extraigo decenas de dibujos y bocetos, recuerdos de mi juventud. Separo de entre ellos mis árboles, y los apilo en un montón aparte. Viejas encinas enroscadas, de corteza rugosa, y algún roble o algún haya. Hoy no puedo salir a caminar bajo sus copas, pero revivo su presencia sobre el papel, en mis manos. Con su tinta negra, con su trazo fino. Sobre el cuaderno cuadriculado o sobre el folio limpio.
Viejos apuntes sobre árboles retorcidos. Mis árboles.
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8 de marzo de 2013
La ciudad dorada
Paseo como cientos de veces sintiendo los adoquines de la vieja ciudad dorada bajo mis pies, mientras el bullicio de una nueva jornada envuelve cada rincón de su casco antiguo.
Algunos personajes que forman parte de la vida de esta vieja ciudad se cruzan en mi vagabundear por sus calles peatonales. Van y vienen de sus quehaceres. Con sus prisas, con sus pensamientos, con sus preocupaciones. Gente peculiar. Gente normal. Gente importante para el devenir de la ciudad, a los que pongo nombres y apellidos. O, simplemente, gente importante para mí. En esta pequeña y acogedora urbe no es difícil encontrarse con personas conocidas, y yo lo hago esta mañana de domingo con un gran fotógrafo y viejo amigo, mientras exprimo con mi cámara una fachada histórica, probablemente única e irrepetible. Dejo que repose la cámara sobre el trípode, pues tiene sobradamente merecido un buen descanso, y charlamos. Para él, la cámara fotográfica ha sido siempre una prolongación de sí mismo y le acompaña a donde quiera que va, casi desde que tiene uso de razón. Su conversación me enriquece. Sobre fotografía y sobre la vida misma. Pienso que soy afortunado, que soy rico porque tengo amigos. De él aprendo. Me motiva. Me dejo influir. Me estimula su estilo personal retratando la vida cotidiana de esta ciudad y de sus gentes.
Mientras escribo estas líneas sobre mi ciudad dorada, pienso en él, en su trabajo y en lo que a mi me ha aportado. Y por todo ello, a él le debo mi más sincera gratitud. Gracias amigo.
Algunos personajes que forman parte de la vida de esta vieja ciudad se cruzan en mi vagabundear por sus calles peatonales. Van y vienen de sus quehaceres. Con sus prisas, con sus pensamientos, con sus preocupaciones. Gente peculiar. Gente normal. Gente importante para el devenir de la ciudad, a los que pongo nombres y apellidos. O, simplemente, gente importante para mí. En esta pequeña y acogedora urbe no es difícil encontrarse con personas conocidas, y yo lo hago esta mañana de domingo con un gran fotógrafo y viejo amigo, mientras exprimo con mi cámara una fachada histórica, probablemente única e irrepetible. Dejo que repose la cámara sobre el trípode, pues tiene sobradamente merecido un buen descanso, y charlamos. Para él, la cámara fotográfica ha sido siempre una prolongación de sí mismo y le acompaña a donde quiera que va, casi desde que tiene uso de razón. Su conversación me enriquece. Sobre fotografía y sobre la vida misma. Pienso que soy afortunado, que soy rico porque tengo amigos. De él aprendo. Me motiva. Me dejo influir. Me estimula su estilo personal retratando la vida cotidiana de esta ciudad y de sus gentes.
Mientras escribo estas líneas sobre mi ciudad dorada, pienso en él, en su trabajo y en lo que a mi me ha aportado. Y por todo ello, a él le debo mi más sincera gratitud. Gracias amigo.
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6 de marzo de 2013
Recuerdos
Recuerdo llevar los pies mojados al caminar sobre la hierba, empapada por aquella ligera nevada nocturna, arrastrándolos por un "no camino", por mi campo a través. Recuerdo que bajo las ramas comenzaban a pingar las primeras gotas de agua, de nieve deshelada, fundida, derretida, guardando un delicado equilibrio hasta que una suave brisa las precipitaba todas sobre mi. Me bombardeaban. El recuerdo se vuelve presente. Y me detengo en las telarañas. Se han transformado en collares de perlas, con insignificantes esquirlas líquidas, con minúsculas cuentas de brillantes bolitas de agua. La chopera parece haber descolocado los árboles desde la última vez que caminé bajo ellos. Están desordenados los fresnos y los álamos en un barullo, en un revoltijo, que ahora reconozco bien. Zigzageo. Camino sin rumbo fijo. Miro sin buscar nada preciso. Busco sin dejar nada al olvido. Sin olvidar nada merecido. Me detengo en lo pequeño. Cortezas. Hojas. Ramas. Penetro en el túnel del tiempo. Recuerdo. Retrocedo. Decrezco.
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