El viento sopla con ráfagas intensas y hace que las nubes pasen veloces, como no podía ser de otra manera. Soporto los últimos coletazos de esta enésima borrasca embozado en mi abrigo de plumas, en un día verdaderamente desapacible, esperando que un rayo de sol se deslice furtivo por un resquicio del cielo encapotado e ilumine de manera precisa el palomar junto al que me encuentro de pie, esperando pacientemente. Veo cómo algunos escuetos rayos de sol intermitentemente iluminan los campos a mi alrededor, mientras pasan los minutos. A veces observo cómo se acercan burlones desde la lejanía hacia mi posición, pero una y otra vez, para cuando quieren alcanzarnos a mi y al palomar la rendija entre las nubes da un cerrojazo y me exige más paciencia todavía.
Entre tanto, paseo alrededor de mi, ya amigo, palomar, y ubico mentalmente desde dónde voy a poder hacer la siguiente foto: cuando llegue el rayo que tanto se hace desear, tendré apenas dos o tres minutos para aprovechar su luz, e intentar al menos un par de tomas distintas de la construcción de adobe. Cuando uno de esos claros parece ser más amplio de lo normal, me anima incluso a correr todo lo rápido que el trípode desplegado y la cámara me permiten y alcanzo fatigado por las rastrojeras blandas y semiencharcadas un nuevo palomar. ¡Premio! he llegado a tiempo y el cielo plomizo ha sido condescendiente conmigo y me ha dejado realizar una nueva foto de otro palomar diferente. Soy feliz. Me lo he merecido. Ahora me voy a por otro, ya con más calma, aprovechando que se ha vuelto a nublar.
10 de marzo de 2014
28 de febrero de 2014
Las muescas de los años
Sus manos sujetan el escoplo y la gubia con la naturalidad y la sabiduría que da haberlo hecho durante toda una vida; con la pericia y la maestría que se consigue a lo largo de gran parte de sus ocho décadas de existencia. De la punta afilada y cortante de sus herramientas aparecen rayas sinuosas, líneas paralelas, rebajes, hendeduras, muescas e incisiones. Todas estas marcas, juntas, descubren el semblante de seres imaginarios, engendrando las caras de personajes que cobran profundidad y vida propia con barnices y betunes. Sus manos traducen sobre el hueso de la res o la madera los personajes que bullen en la materia, y de ella ven la luz rostros que nos miran, facciones con expresiones frías que los diferencian.
21 de febrero de 2014
Cuerdas
Entra en el coche, cierra la puerta tras de sí y antes incluso de ponerse el cinturón de seguridad ya ha pulsado el botón del aparato de música. Yo arranco el vehículo al tiempo que lo hacen los primeros acordes de una canción de James Marshall Hendrix, el gran Jimi. Son las ocho de la mañana y la música rabiosa, eléctrica y psicodélica del músico estadounidense penetra en nuestros oídos mientras atravesamos, como cada mañana, las avenidas de nuestra ciudad rodeados de conductores tan somnolientos y meditabundos como nosotros. Las cuerdas vibran con "Voodoo Child", de finales de los sesenta, y penetran en mi cerebro imaginando al guitarrista zurdo en alguno de aquellos conciertos míticos, como el de Woodstock, con sus ojos cerrados viviendo y sintiendo su canción hasta la médula, moviendo ágiles los dedos sobre los trastes; o recordándolo en el histórico concierto de Monterrey, poseído por "Purple Haze", de rodillas quemando su guitarra en el escenario, y destrozándola a golpes y entregando los restos a un público alucinado. Sus cortos veintisiete años, los mismos fatídicos años con los que nos dejaron Janis Joplin, Brian Jones o Jim Morrison, fueron suficientes para legarnos genialidades que arrastraban a la juventud de aquella década irrepetible desde la punta de sus dedos, moviéndose frenéticos sobre las cuerdas metálicas que le permitían llegar al éxtasis. Suenan los solos y los riffs de "Red House" y "Fire" estridentes en mis sienes mientras comenzamos un nuevo día. Amanece para nosotros una nueva mañana al ritmo de la guitarra brutal del mito.
20 de febrero de 2014
El Comevidas
No tiene ni dimensiones concretas ni forma definida. Cambia y muta de aspecto a lo largo y ancho del globo terráqueo, y lo alimentamos nosotros con nuestros actos y nuestra vida. Devora seres humanos y el aliento del planeta que habitamos. Engorda con el dolor y la destrucción, con el sufrimiento y la desolación, con el despilfarro y el holocausto planetario. Lo parimos nosotros cuando nos creímos superiores, cuando nos pensamos a nosotros mismos como propietarios de la tierra que pisábamos y de los seres que por ella deambulábamos. Lo creamos sin pensar, y ahora sin pensar lo alimentamos. Con llantos, lágrimas y sangre. En Kiev, en Alepo o en Sudán del Sur, pero también en nuestros barrios y nuestras ciudades a través de la opulencia de unos cuantos, de la corrupción y de la depravación social de nuestro Estado del Malestar. Sí, el Comevidas carcome nuestra sociedad desde dentro y quizás habite en cada uno de nosotros, engordando con nuestro propio sufrimiento, canibalizándonos, putrefacto, envilecido y desbocado.
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16 de febrero de 2014
Las dos miradas de una misma especie
Últimamente me está resultando complicado sacar tiempo para el blog, e incluso para salir al campo a hacer fotos, algo que, por otro lado, con la climatología que estamos teniendo, tampoco hubiera sido muy productivo. Así que, para no parar ya más voy a subir dos miradas de una misma especie, como ya adelantaba el título de la entrada. ¡Quién lo diría observando sus ojos! ¿no?, pues sí, son macho y hembra de porrón pardo (Aythya nyroca), especie de anátida catalogada en España como en peligro de extinción. Preciosos los ojos del macho, sin duda, pero extraños, ¿no creéis?.
Fotografías tomadas en condiciones controladas
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