... lo sois vosotros.
Vivís insignificantes vidas en un planeta inapreciable, dentro de un sistema solar de lo más normalito en una vulgar galaxia y dentro de un universo inabarcable y gigantesco, casi infinito. En él vivís y morís como quien pestañea, como quien hace chascar los dedos. Os matáis entre vosotros con la soltura que da la experiencia; y hay que decir que de las formas más variadas e imaginativas. Decapitados, tiroteados, ahorcados, electrocutados, lapidados, gaseados, quemados, ... con inyecciones letales. A machetazos. Bueno, a lo que iba, desde que tenéis uso de razón -y esto es solo una forma de hablar, pues ya sabéis que del sentido común es de lo que menos podéis enorgulleceros - las guerras, la crueldad y la muerte han formado parte de vuestra patética existencia. Guerras por ambición, por envidias, por la egolatría de unos pocos, por la complacencia de la mayoría, por el afán de tierras, de materias primas, de mercados globales, de dinero, de poder. Por el poder que otorga el dinero. Hombres que matan a sus mujeres. Gobernantes de cuello almidonado que mandan a sus súbditos a morir en embarrados campos de batalla. Generales endiosados que se creen estar delante de un tablero de ajedrez. Venganzas por honor. Venganzas por odio. Genocidios planificados por descerebrados. Terroristas. Asesinos. Sicarios. Psicópatas enfermos. Mafias. Dictadores que masacran a sus pueblos. Inquisiciones que torturan y asesinan en nombre de sus dioses. Coches bomba que explotan en mercados atestados de civiles inocentes. Hermanos contra hermanos. Niños con piedras en las manos que caen bajo la opresión uniformada en la Palestina ocupada. Países poderosos que se anexionan pueblos indefensos. Ricos contra pobres. Diamantes, oro, coltán, petróleo, una salida al mar, una posición estratégica en un mapa político, rivalidades religiosas, ... cualquier disculpa ha sido buena en cualquier momento de vuestra triste historia para guerrear, para mataros, para acabar con el de enfrente, y a veces también con el de al lado, con los iguales y los diferentes.
En fin, que morís y os matáis desde que existís. Y lloráis, y sufrís, y os destrozáis.
Entonces, ¿por qué a mi me llamáis Muerte?
No, yo no soy ella, La Muerte sois vosotros, la especie humana.
31 de octubre de 2014
30 de octubre de 2014
En mi ciudad
El inquisitivo visón americano se me acerca al trípode mientras yo me concentro en los azulones (Anas Platyrinchos) que nadan pausadamente con los primeros rayos del sol de la mañana. Se zambulle en el agua de un salto para volver a arrimarse a mí en varias oportunidades más, husmeando, curioso como todos los mustélidos. No le presto ninguna atención ni cuando me olisquea a escasos treinta centímetros de la rodilla, hincada en la tierra para intentar bajar al máximo posible el punto de vista de la cámara.
Estamos a finales de octubre y aún no hace frío. Nos abraza un otoño suave y tibio que invita a pasear al borde de nuestros ríos, teñidos ya de los reflejos dorados de choperas pintadas de amarillo. Los azulones también me observan curiosos de la misma forma que el visón. Están acostumbrados a la presencia de la gente, aquí, a orillas del Tormes, junto a la ciudad del Lazarillo, una burbuja de naturaleza entre puentes, barrios y tráfico. Un corredor de gran biodiversidad pero maltratado por quien debería velar por su conservación. Pienso en los destrozos que se han venido provocando en los últimos meses en las márgenes y pequeñas islas del río a su paso por esta Salamanca que han calificado de "Culta y Limpia" quienes no comprenden que no hay cultura si se vive de espaldas a la naturaleza. Esta culta ciudad ha talado indiscriminadamente árboles grandes y pequeños, y eliminado importantes cantidades de vegetación, desde juncos a zarzales, mimbreros y sauces. El refugio de una gran cantidad de fauna ligada al río ha sido literalmente arrasado sin contemplaciones, dejando sin ningún miramiento expuestas las orillas desnudas al posible ímpetu de las crecidas. Durante semanas y meses las motosierras han acallado el canto de los pájaros y las hogueras no han parado de quemar enormes montones de materia vegetal apilada en hogueras que a veces han tardado varios días en apagarse, destruyendo de un modo sistemático la cubierta vegetal de una parte de las márgenes e islas del río. El sinsentido se ha adueñado de la ciudad una vez más, y en vez de proteger y cuidar esa explosión de naturaleza que el Tormes nos brinda y nos regala, se destruye.
No hemos aprendido nada, seguimos viviendo de espaldas al río.
Pienso en todo esto mientras disparo ráfagas de fotos a los ánades reales que, desde una distancia prudencial, me animan esta bonita mañana de otoño.
Estamos a finales de octubre y aún no hace frío. Nos abraza un otoño suave y tibio que invita a pasear al borde de nuestros ríos, teñidos ya de los reflejos dorados de choperas pintadas de amarillo. Los azulones también me observan curiosos de la misma forma que el visón. Están acostumbrados a la presencia de la gente, aquí, a orillas del Tormes, junto a la ciudad del Lazarillo, una burbuja de naturaleza entre puentes, barrios y tráfico. Un corredor de gran biodiversidad pero maltratado por quien debería velar por su conservación. Pienso en los destrozos que se han venido provocando en los últimos meses en las márgenes y pequeñas islas del río a su paso por esta Salamanca que han calificado de "Culta y Limpia" quienes no comprenden que no hay cultura si se vive de espaldas a la naturaleza. Esta culta ciudad ha talado indiscriminadamente árboles grandes y pequeños, y eliminado importantes cantidades de vegetación, desde juncos a zarzales, mimbreros y sauces. El refugio de una gran cantidad de fauna ligada al río ha sido literalmente arrasado sin contemplaciones, dejando sin ningún miramiento expuestas las orillas desnudas al posible ímpetu de las crecidas. Durante semanas y meses las motosierras han acallado el canto de los pájaros y las hogueras no han parado de quemar enormes montones de materia vegetal apilada en hogueras que a veces han tardado varios días en apagarse, destruyendo de un modo sistemático la cubierta vegetal de una parte de las márgenes e islas del río. El sinsentido se ha adueñado de la ciudad una vez más, y en vez de proteger y cuidar esa explosión de naturaleza que el Tormes nos brinda y nos regala, se destruye.
No hemos aprendido nada, seguimos viviendo de espaldas al río.
Pienso en todo esto mientras disparo ráfagas de fotos a los ánades reales que, desde una distancia prudencial, me animan esta bonita mañana de otoño.
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13 de octubre de 2014
Tras la carrera
Hoy es uno de esos melancólicos días de otoño donde se respira a otoño. Llueve suave a ratos durante la mañana. Los cielos están grises, blanquecinos. Mortecinos, más bien. No hace frío, pero la ligera brisa que se levanta a rachas va desprendiendo ya las primeras hojas de los chopos. Nosotros, como en un ritual, nos cambiamos de ropa, nos calzamos las zapatillas y nos ajustamos los relojes con sus cronómetros. Salimos a la calle y la temperatura nos anima a empezar a trotar sin esperar a llegar a la isla, desde el mismo portal. Corremos por senderos mojados y blandos, esquivando los charcos y el barro suave que se viene formando desde hace una par de días de fina lluvia. Huele a otoño. Llueve a ratos sobre nosotros. A veces suave, a veces más intensamente. Da gusto correr hoy. Los senderos están vacíos. La gente no pasea por ellos, se queda en sus casas al abrigo de las ventanas, mirando desde detrás la mañana desapacible. Nosotros estamos fuera, del otro lado del cristal, aquí, en la isla que hoy parece nuestra, corriendo bajo la lluvia suave del otoño. Hoy es uno de esos maravillosos días de otoño donde se respira a otoño.
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30 de septiembre de 2014
Retrato de un asesino en serie
Tan letales como bellos, los felinos son unos de esos animales que no dejan indiferente a nadie. Parece que con ellos la hermosura se inventó para convertirse en eficaces armas de matar. Salvo en el caso de los leones donde parece que la bestia pura y su fuerza bruta prevalecen sobre la sutileza, en el resto de las especies de félidos la especialización predatoria les ha configurado un carácter y un aspecto físico cautivador, hipnotizante y sugestivo. Magnético. Silenciosos, siempre acechando, misteriosos, sigilosos y furtivos. Fantasmas nocturnos que han ocupado muchos de los grandes ecosistemas del planeta, desde desiertos a selvas, taigas y altiplanos. Siempre salvajes, nunca han podido ser domesticados del todo, y hasta el gato doméstico más urbano (generalmente aceptado como Felis catus) encierra ese espíritu indómito y libre que otros animales han perdido a nuestro lado.
Tengo al cachorrillo de gato doméstico frente a mí. Su pelaje es del color de la arena cálida del Sahara. Sus profundos ojos de pupilas verticales, absorbentes, transpiran ya una personalidad independiente y fuerte. Brava como la de todos los felinos. Observo su seductor atractivo y se me vienen a la mente los estragos que llegan a ocasionar cuando se mueven libremente -asilvestrados o no- por nuestros campos compitiendo por el alimento con los depredadores de pequeño y mediano tamaño existentes en el medio y ejerciendo a veces una altísima presión sobre la fauna que depredan, provocando serios desequilibrios ambientales en los ecosistemas. Su carácter autónomo les permite, además, alejarse de pueblos y granjas muchos kilómetros, lo que sumado a su instinto cazador les posibilita la supervivencia en plena naturaleza sin ningún problema, alimentándose de micromamíferos, pequeñas aves y reptiles. En contacto con el gato montés (Felis sylvestris) llega a hibridarse con él, provocando en esta especie una notable degeneración genética que a la larga puede influir en la propia supervivencia de la especie; aunque en este punto los estudiosos no se ponen de acuerdo respecto en qué medida este problema llega a ser recurrente o no. Por si todo esto fuera poco, pueden ser transmisores de enfermedades contagiosas propias de los félidos a sus parientes silvestres, tanto gatos monteses como linces.
Sea como fuere, nuestro pequeño matador de ratones, ignorante de estas cuestiones, se arrebuja contra alguno de nosotros en el sofá buscando el calor de la compañía. Le pesan los ojos y se le cierran poco a poco, amodorrado en un ligero duermevela, quién sabe si soñando con una vida salvaje y libre en un lejano monte, como en aquel en donde hace más de nueve mil años sus ancestros comenzaron a ser casi casi domesticados, casi casi amansados.
Tengo al cachorrillo de gato doméstico frente a mí. Su pelaje es del color de la arena cálida del Sahara. Sus profundos ojos de pupilas verticales, absorbentes, transpiran ya una personalidad independiente y fuerte. Brava como la de todos los felinos. Observo su seductor atractivo y se me vienen a la mente los estragos que llegan a ocasionar cuando se mueven libremente -asilvestrados o no- por nuestros campos compitiendo por el alimento con los depredadores de pequeño y mediano tamaño existentes en el medio y ejerciendo a veces una altísima presión sobre la fauna que depredan, provocando serios desequilibrios ambientales en los ecosistemas. Su carácter autónomo les permite, además, alejarse de pueblos y granjas muchos kilómetros, lo que sumado a su instinto cazador les posibilita la supervivencia en plena naturaleza sin ningún problema, alimentándose de micromamíferos, pequeñas aves y reptiles. En contacto con el gato montés (Felis sylvestris) llega a hibridarse con él, provocando en esta especie una notable degeneración genética que a la larga puede influir en la propia supervivencia de la especie; aunque en este punto los estudiosos no se ponen de acuerdo respecto en qué medida este problema llega a ser recurrente o no. Por si todo esto fuera poco, pueden ser transmisores de enfermedades contagiosas propias de los félidos a sus parientes silvestres, tanto gatos monteses como linces.
Sea como fuere, nuestro pequeño matador de ratones, ignorante de estas cuestiones, se arrebuja contra alguno de nosotros en el sofá buscando el calor de la compañía. Le pesan los ojos y se le cierran poco a poco, amodorrado en un ligero duermevela, quién sabe si soñando con una vida salvaje y libre en un lejano monte, como en aquel en donde hace más de nueve mil años sus ancestros comenzaron a ser casi casi domesticados, casi casi amansados.
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24 de septiembre de 2014
Mi barrio
Sigo recorriendo mi ciudad y sigo encontrándome con extraños personajes que poco tienen que ver con mi Salamanca monumental, aunque quizás sí con la cotidiana, con la vulgar que vive el día a día.
Por las calles de mis barrios de toda la vida paseo. Calles tristes, de trabajadores, estrechas, donde casi no entra la luz, de edificios humildes, donde la clase obrera lucha por salir adelante. Calles olvidadas por regidores y ediles, con asfaltos parcheados, sin árboles ni bancos para sentarse. Casi sin bares ni tiendas, donde ya hace una eternidad cerraron el ultramarinos de siempre y la pequeña panadería familiar donde Juaqui y Matías nos vendían la leche, todavía en aquellas bolsas de plástico que siempre había que revisar por si estaban picadas. Recuerdo con claridad el carromato gris de tres ruedas con el que Matías repartía el pan y la leche, bajando por mi calle, anunciando su llegada con el petardeo escandaloso de su tubo de escape y los sempiternos ladridos de aquella perra de color marrón y orejas caídas llamada Ola, que cada mañana corría junto a él y que tanto nos asustaba a algunos críos. Ante la llegada inminente -y para algunos de nosotros, temerosa- de la perra calle abajo, más de uno nos escondíamos dentro de cualquiera de los portales, en los que aún no existían los modernos porteros automáticos que nos permiten en la actualidad mantenerlos cerrados. Por aquellas calles los niños íbamos solos al colegio y a la salida jugábamos a las chapas y a las canicas. Las niñas lo hacían al pati, a la comba y a la goma. Y desde las ventanas las madres llamaban a sus hijos a voces cuando había llegado la hora de la merienda o de subir a cenar. Calles llenas de bullicio entonces, de vida. Alegres.
Calles donde años más tarde rasgaban el aire las canciones de Los Chichos y Los Chunguitos y hoy se escucha hip-hop y rap callejero emergiendo de alguna ventana abierta, con mensajes sociales que nos atraviesan las sienes aunque no interesen a ningún político. Calles donde hoy la juventud deambula zombie sin futuro, fumando unos petas, con los cascos de música en el cuello y los móviles en la mano. Pantalones caídos, piercings y enormes gorras ladeadas. Anestesiada, generación perdida que deja pasar el tiempo apoyada en los rincones. Rincones de mi barrio, antes llenos de vida y hoy olvidados, donde los chavales firman con sus grafitis, reclamando nuestra atención: "hey, que estamos aquí, no lo olvidéis, existimos".
Por las calles de mis barrios de toda la vida paseo. Calles tristes, de trabajadores, estrechas, donde casi no entra la luz, de edificios humildes, donde la clase obrera lucha por salir adelante. Calles olvidadas por regidores y ediles, con asfaltos parcheados, sin árboles ni bancos para sentarse. Casi sin bares ni tiendas, donde ya hace una eternidad cerraron el ultramarinos de siempre y la pequeña panadería familiar donde Juaqui y Matías nos vendían la leche, todavía en aquellas bolsas de plástico que siempre había que revisar por si estaban picadas. Recuerdo con claridad el carromato gris de tres ruedas con el que Matías repartía el pan y la leche, bajando por mi calle, anunciando su llegada con el petardeo escandaloso de su tubo de escape y los sempiternos ladridos de aquella perra de color marrón y orejas caídas llamada Ola, que cada mañana corría junto a él y que tanto nos asustaba a algunos críos. Ante la llegada inminente -y para algunos de nosotros, temerosa- de la perra calle abajo, más de uno nos escondíamos dentro de cualquiera de los portales, en los que aún no existían los modernos porteros automáticos que nos permiten en la actualidad mantenerlos cerrados. Por aquellas calles los niños íbamos solos al colegio y a la salida jugábamos a las chapas y a las canicas. Las niñas lo hacían al pati, a la comba y a la goma. Y desde las ventanas las madres llamaban a sus hijos a voces cuando había llegado la hora de la merienda o de subir a cenar. Calles llenas de bullicio entonces, de vida. Alegres.
Calles donde años más tarde rasgaban el aire las canciones de Los Chichos y Los Chunguitos y hoy se escucha hip-hop y rap callejero emergiendo de alguna ventana abierta, con mensajes sociales que nos atraviesan las sienes aunque no interesen a ningún político. Calles donde hoy la juventud deambula zombie sin futuro, fumando unos petas, con los cascos de música en el cuello y los móviles en la mano. Pantalones caídos, piercings y enormes gorras ladeadas. Anestesiada, generación perdida que deja pasar el tiempo apoyada en los rincones. Rincones de mi barrio, antes llenos de vida y hoy olvidados, donde los chavales firman con sus grafitis, reclamando nuestra atención: "hey, que estamos aquí, no lo olvidéis, existimos".
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