Nuestro calzado cede ante la persistencia de la nieve y ya ascendemos con los pies mojados. Ganamos altura entre escobonares cubiertos de blanco y canchales desagradablemente camuflados por unos pocos centímetros de nieve. Con cuidado para no tener un accidente entre las piedras resbaladizas y los huecos escondidos entre ellas, vamos subiendo hasta ponernos a la altura del rebaño. Abajo, muy abajo, queda la carretera que remata en la plataforma.
Buscamos los machos grandes que adivinábamos con los prismáticos desde la loma situada ahora del otro lado del valle. El rebaño sigue con sus tareas cotidianas y se desplaza a tirones. Nosotros lo seguimos sin prisas, buscando piedras planas que nos hagan más cómoda la fotografía. Poco a poco nos vemos inmersos por fin entre las cabras. Nos centramos en los encuadres y las luces. Y cuando sale el sol intentamos aprovecharlo.
Cuando ya se alejan demasiado para andar corriendo detrás de ellas, Pablo escucha no muy lejos nuestro el ruido de un testarazo. Paramos y escuchamos. Un segundo testarazo nos indica la dirección a seguir. A no mucha distancia aparecen dos ejemplares grandes que se han alejado del rebaño. Están solos. A lo suyo. Midiéndose. Empujándose. Uno rojizo y el otro negro. Ambos muy oscuros. No encuentro lugar para situarme a suficiente distancia. No me entran en el encuadre con el potente objetivo que he traído, y aunque voy de un lado a otro, me resulta imposible. La orografía me impide separarme lo suficiente, y si me alejo se ocultan. Aunque no consigo hacer ni una sola foto realmente atractiva de la pelea, los observo de muy cerca a través de los prismáticos y disfruto como nunca observando su respiración cansada, los golpes secos de sus cornamentas, fatigados, extenuados. Uno presenta la nariz ensangrentada. En el otro vemos sus defensas manchadas de la savia roja del contrincante. Pasan los minutos y se acercan a nosotros hasta poco más de diez metros de Pablo. Impresionante. Abandonan definitivamente la arena de la contienda y van subiendo la ladera. Parece que uno no ha resistido más y el otro lo sigue, apabullándolo y expulsándolo.
Más de media hora de confrontación, no ha estado mal. Y como queriendo despedirse la sierra de nosotros, dos ejemplares de águila real nos sobrevuelan tranquilos a unos quince metros de nuestras cabezas. Puedo mirarles a los ojos según planean y nos observan. ¡Qué más se puede esperar de un día como hoy en el que, como un mal presagio, desde que salimos de casa a las cinco de la mañana no había dejado de llover durante todo el viaje en carretera! Con la mirada de aquel inmaduro de águila real guardada en nuestras retinas nos despedimos de Gredos una vez más, hasta que también una vez más podamos regresar. ¿Podremos hacer un nuevo intento al celo de las monteses esta temporada?
Yo cruzo los dedos.
Podéis ver fotos de la lucha de estos dos titanes en el blog LaculpanoesdePablo.com