Vivir es un tránsito, un camino en donde todos somos nómadas. Que la travesía merezca la pena, depende de ti.

23 de septiembre de 2015

Entre caozos y marmitas IV: aguzanieves

Hay ocasiones en las que dentro del hide las horas llegan a ser verdaderamente tediosas ante la ausencia de movimiento. La fauna salvaje se muestra recelosa o simplemente el número de especies y de ejemplares es escaso. Como para compensar, en otras oportunidades la acción es incesante, y como ya habréis adivinado por las entradas anteriores y confirmaréis en las próximas, esta es una de ellas. Arrebujados contra el talud del recóndito cauce fluvial, el entretenimiento está asegurado. La actividad de las aves que habitan este lugar es frenética durante las primeras horas de la mañana y, aunque se relaja algo a última hora de la misma con el aumento de temperatura, nunca llega a detenerse. Cuando no son los cuervos, los zorros o los andarrios grandes y algún que otro chico, son las lavanderas blancas (Motacilla alba), las "aguzanieves" como se las conoce en muchos lugares, las que nos animan algún que otro rato. Su presencia intermitente nos mantiene atentos y, a ratos, ocupados. Disparamos nuestras inofensivas cámaras y las perseguimos con las lentes al tiempo que caminan nerviosamente por la orilla del agua. Su plumaje, afeado no obstante por la muda, le confiere un aspecto atractivo, con ese contraste entre el blanco y el negro, y sus tonos intermedios de grises limpios y suaves. Simpáticas, sin duda. Me gustan. Siempre me han gustado. Las podemos observar muy a menudo ligadas a ambientes humanos, por campos y ciudades, andando a paso ligero por humedales y praderas, pero también por parques y aceras, siempre buscando pequeños invertebrados de los que alimentarse. Graciosa, se posa sobre una piedra delante nuestro, recoge su patita izquierda y decide descansar. Se atusa el plumaje y nos regala un posado gratificante.








21 de septiembre de 2015

Entre caozos y marmitas III: el desayuno

Mucho antes de que los rayos de sol penetren en el fondo del valle, una pareja de cuervos (Corvus corax) ya dedican su tiempo a trasegar por el cauce fluvial buscando una primera comida fácil, a la que sin duda ya están muy acostumbrados. Se van posando de piedra en piedra a lo largo de la rivera haciendo resonar sus profundos graznidos entre las laderas del pequeño cañón. No tarda mucho uno de ellos en localizar un cangrejo junto a la orilla y, con la tranquilidad con la que uno se sirve en un buffet libre, se baja, lo pinza con su pico y se lo lleva en un vuelo corto hasta una piedra, a no mucha distancia. No hay lucha, no hay persecución, ni forcejeo. El desayuno está servido. Las dos pinzas del crustáceo todavía se mueven en un intento desesperado de defenderse, pero el pobre animal está sentenciado. Lo deja sobre la piedra y sujetándolo con la ayuda de sus fuertes patas y uñas, lo divide en dos, comenzando directamente a comer del interior de su exoesqueleto. No deja el inteligente cuervo de observar a su alrededor, desconfiado, por si algún peligro lo acechase; es la ley de la naturaleza: comer y no ser comido. Él hoy, de momento, come. Observa. Vuelve a comer. Y vuelve a mirar -cualquier precaución es poca-. Acaba con el cangrejo rojo como si de un primer pincho en la barra de un bar se tratara, y regresa al arroyo en busca de más, desapareciendo valle arriba.

Y también arriba, pero sobre la piedra, quedan los restos de su pitanza: dos pinzas de cangrejo, los segmentos de un abdomen, unas pequeñas patas alargadas y la parte exterior de un robusto cefalotórax. Pequeños restos que se secarán al sol, igual que antes lo hicieron los de otros congéneres y que ahora reposan blanquecinos sobre otras piedras de este recóndito lugar.







19 de septiembre de 2015

Entre caozos y marmitas II: el andador de orillas

Desaparecidos como por arte de magia al sentarnos dentro del hide, comenzamos a espiar la fauna del río al tiempo que clarea un nuevo amanecer, acomodados tras unas grandes piedras y al resguardo de un talud arenoso y un pequeño fresno que ya barrunta el otoño. Casi sin luz todavía, nuestro martín pescador pasa de largo mientras emite su característico reclamo. Entre tanto el modelo se digna a posar para nosotros, a tiro de nuestros clicks, disfrutamos de las andanzas, río arriba, río abajo, del modesto andarríos grande (Tringa ochropus), elegante, discreto como todos los limícolas, sin colores chillones ni patrones de actividad que reclamen la atención del público en general. Cansados del largo viaje migratorio desde la lejana Laponia donde se reproducen, un par de ejemplares de esta especie han recalado en este río solitario, en donde sin duda encontrarán la tranquilidad suficiente para recuperarse y alimentarse. Acostumbrados como estamos nosotros en el sur de Europa a observarlos alimentándose en el suelo, nos resultaría muy curioso verlos anidar en las ramas de los árboles, allí, en sus baluartes del gran norte, utilizando viejos nidos de otras especies, o incluso de ardillas. Aquí, por el contrario, observaremos a estas delicadas aves siempre caminando por orillas fluviales y lacustres, dejando las huellas de sus patitas de color verde aceituna en el fango y el limo blando, picoteando en lodazales y arenales en busca de invertebrados y alevines de peces, haciendo lo que mejor saben hacer: andar ríos.

Los disparos de las cámaras se suceden, animando la mañana. Cada poco tiempo levantan el vuelo, desplazándose por las orillas en un ir y venir constante, con sus largos ratos de aseo y de descanso, intercalados con sus paseos "culinarios" a lo largo de la ribera, entre los caozos y las marmitas en donde, una mañana más, furtivamente nos hemos hecho desaparecer.






10 de septiembre de 2015

Entre caozos y marmitas I: aquel zorro de la carretera

Voy quemando kilómetros por la carretera mucho antes de que por un extremo del horizonte comience a perfilarse ese tenue cambio de color que nos viene a indicar que por aquel lugar dentro de un buen rato amanecerá. Muy de noche aún observo a un zorro que a las luces de mi vehículo desaparece escurridizo por entre las hierbas altas de la cuneta. Y apenas unos pocos minutos después, mientras en mi mente seguía recordando el fugaz encuentro con el raposo que había tenido lugar unos instantes antes, veo otro más en el medio de la carretera. Me acerco veloz con las largas esperando su reacción, pero a medida que la distancia se reduce comprendo que está enfrascado en lo que probablemente es la captura de algún ratón, justo sobre las marcas blancas discontinuas que marcan el centro de la calzada. Levanto el pie y aminoro la velocidad convencido de que se apartará, pero, muy por el contrario, sigue revolviéndose con su hocico sobre algo que no alcanzo a ver y que tiene entre sus pezuñas. Comienzo contrariado a pisar el freno y no parece percatarse ni de mi presencia, ni del peligro que supone esa luz cegadora que se acerca a gran velocidad. Instintivamente asumo que el atropello va a ser inevitable y freno con ímpetu la furgoneta. Todo lo que en el interior de la misma no está sujeto se desplaza bruscamente: los trípodes y los dos hides que duermen apoyados sobre el suelo, así como algún que otro objeto que va en la parte de atrás del vehículo. Una cámara compacta, con la que jugueteo en los ratos de aburrimiento en el interior del hide y que llevaba en el asiento del copiloto, acaba rebotando por los suelos. El animal por fin se vuelve consciente del peligro, mucho más que inminente, cuando los metros que todavía nos separan parece que se han reducido a la mínima expresión, y se desplaza hacia la izquierda intentando esquivarme justo por donde lo iba a evitar yo. Aprieto aún más el freno sin que suponga un peligro de accidente para mí, y, sujetando fuertemente el volante, lo sobrepaso justo a su lado a poco más de un metro perdiéndose en la oscuridad de la noche, en una carretera olvidada, rodeada de campos adehesados.

Suspiro. Por los pelos. ¡Qué ... poquito ... le ha faltado!

En todo esto pienso unas horas más tarde cuando, ya tranquilamente sentado en el interior del hide, observo con entusiasmo a otro ejemplar de esta especie deambular por entre los caozos y marmitas de gigante que ocupan el cauce seco de un arroyo de cañones arribeños. Hasta aquí regresaremos en varias ocasiones más y siempre  nos amenizarán el amanecer el par de zorros residentes que os muestro debajo. Ellos solos se han bastado para mantener la emoción de cada mañana, en aquel rincón apartado, rodeados de pozas de agua estancada, teñida de algas verdes, mientras mi hijo y yo pasábamos las horas intentando fotografiar algunas de esas especies de nuestra fauna que obtienen su sustento en estos reductos de vida, y principalmente al siempre espectacular martín pescador, esa flecha azul que hipnotiza a quien lo observa de cerca. Nuestro martín pescador, sí, pero eso será ya otra historia. 



21 de agosto de 2015

Inspiración

Que el arte urbano me inspira lo sabéis todos los que visitáis este Cuaderno de un Nómada. Con la costumbre que da la cotidianidad, sus páginas se nutren sistemáticamente de fotos de naturaleza y viajes, pero también, y cómo no, de pintadas y murales que invaden mi ciudad. Centenares de ellas se archivan en mi ordenador en varias carpetas a la espera de que un impulso interno me obligue a aflorarlas. Historias que tengo la necesidad de contar, o relatos que tienen la imperiosa urgencia de que alguien los narre. Yo, sumiso, les obedezco y los transmito a través de este espacio virtual. A veces -a menudo- unos ojos me esperan durante días o semanas desde el enfoscado de una pared a que un buen día me decida a tomar la cámara, cargar con ella y acercarme al lugar donde reposan y me reclaman, y los fotografío, guardando su mirada para siempre, para que ya el tiempo no haga mella en ella. Y lo siento, me da vergüenza reconocerlo pero a veces son en realidad meses de espera, en ocasiones puntuales incluso años -ellas me esperan allí, fieles, pacientes sabedoras de que no faltaré a la cita antes o después-. Las miradas de Caín Ferreras han aparecido varias veces en este blog, lo mismo que las del colectivo Alto Contraste, Jorge Nego y las de muchos otros artistas, urbanos los unos, callejeros los otros. Como ejemplo, yo os recomendaría que no os perdáis un parsimonioso recorrido por la galería urbana que es en realidad el barrio del Oeste, en Salamanca. A menudo, la pintada te inspira una imagen, frontal, limpia y directa: un muro bidimensional no da para muchos excesos fotográficos, generalmente. Pero hay ocasiones excepcionales en las que una obra se sale del muro donde la crearon. Y te inspira diferentes lecturas, variados puntos de vista; distintas historias, en definitiva. Esas las disfruto, las saboreo una y otra vez, y lo hago no solo con la propia observación, reconociendo el valor mismo del grafiti como la obra artística que es, sino también con la cámara fotográfica, explorando las posibilidades plásticas de la pintura y su contexto. No sé a vosotros, pero a mí cualquiera de las siguientes opciones me transmite algo diferente, aunque si me tengo que quedar con algo es, cómo no, con la expresión de su mirada.