Vivir es un tránsito, un camino en donde todos somos nómadas. Que la travesía merezca la pena, depende de ti.

30 de noviembre de 2018

Tal día como hoy ...

... de hace treinta años comenzaba todo para mí. Fue el origen.

Un treinta de noviembre de mil novecientos ochenta y ocho ponía mis pies sobre las piedras más altas del volcán más alto del planeta, el Ojos del Salado. En aquella época su sugerente nombre sonaba aún a empresa desconocida e incierta, todavía olía a exploración. Hacerlo, hoyar su cumbre, fue el resultado por igual de la suerte y del entrenamiento y experiencia en montaña. Y digo que la suerte jugó un papel fundamental porque cuando en los ochenta y ocho mis dos amigos y yo viajamos a Sudamérica con la idea imprecisa de, además de al Aconcagua, subir al volcán más alto del mundo y segunda cumbre del continente, no encontramos ni la más mínima información de por dónde discurría la ruta de subida, no había croquis, no había reseñas escritas, ni fotos, nada. Nada de nada. Todo lo que sabíamos era que un grupo de Madrid y otro de Canarias habían intentado el volcán los años previos partiendo de un lugar denominado Hospedería Louis Murray, en pleno desierto chileno de Atacama, pero nada más. Eso era todo. Desconocíamos rutas, dificultades, variantes, distancias, desniveles, ...

Pero vayamos por partes, la historia del Ojos el Salado vendrá después. ¿Por qué empezó todo un mes de noviembre de hace treinta años? Porque para mí fue un punto de inflexión que lo cambió todo. A punto de cumplir los veintiséis, sin vehículo que me permitiera moverme libremente, viajaba haciendo autoestop, en transporte público o con otros compañeros que sí disponían de coche particular. Por aquel entonces ni siquiera había subido alguna cumbre de tres mil metros en los Pirineos. Menos aún cuatromiles de los Alpes o el Atlas marroquí. Pero surgió la oportunidad de organizar aquel viaje a Argentina y Chile y la aproveché sin dudarlo. Mi primer gran viaje, mis primeras grandes montañas de la mano de Paco, ya experimentado viajero y escalador con suficiente hábito en aquellas lides. Desde entonces viajar forma parte indisoluble de mi persona. Viajar con mayúsculas, no simplemente ir a ver sitios como hacen hoy en día tantos y tantos turistas, coleccionistas de lugares y países. Porque Viajar, con mayúsculas, puede llegar a ser muy distinto a visitar lugares. Es algo personal, interior, que forma parte de nuestro ser nómada, algo que llevamos grabado en nuestro ADN de humanos.

En aquel viaje le tocaba el turno primero al Aconcagua, que representaba para Paco una espina clavada dentro tras tenerse que bajar unos años antes de su vertical cara Sur. Tras la ascensión previa al Cerro Cuerno como aclimatación, los tres coronamos la cumbre más alta de América un espléndido 14 de noviembre, semanas antes de que la temporada alta de ascensiones comenzara en la Cordillera Central. No había nadie en el campamento base entonces, estuvimos solos los tres durante nuestra estancia allí, con la única compañía de un ratoncillo tuerto que se movía por el viejo refugio de madera de Plaza de Mulas, entonces pintado de amarillo, años después de blanco. No sé si seguirá existiendo hoy en día aquella vieja construcción con olor a humo, cuyas paredes ennegrecidas guardaban los recuerdos de muchos otros soñadores anteriores a nosotros, en forma de muescas que perpetuaban nombres y fechas. La ausencia total de montañeros nos permitió no tener que cargar con las tiendas de campaña para los campamentos de altura; así, el refugio Berlín situado a seis mil metros nos cobijaría a los tres durante la ascensión y el descenso de la cumbre, de la que por desgracia no pudimos hacer fotos, pues las pilas de la cámara se agotaron por el frío terminando la Arista del Guanaco y llegando casi a la misma cima.







Tras la rápida ascensión al Aconcagua (en solo siete días desde que dejáramos Puente del Inca), nos desplazamos a la ciudad chilena de Copiapó, situada a las mismas puertas del desierto de Atacama y ligada para siempre al famoso rescate de los treinta y tres mineros que quedaron atrapados en el interior de una mina en el verano del dos mil diez. Llegar a la base del volcán ya fue toda una odisea en sí misma, pues recorrer doscientos sesenta kilómetros de puro desierto supuso el primer gran escollo a salvar. Ninguna compañía minera quiso llevarnos aprovechando sus movimientos por la región, y alquilar finalmente un 4x4 con conductor fue nuestra única y desesperada alternativa para subir (aunque sí conseguimos regresar de allí gratis). La aclimatación adquirida en el Aconcagua fue fundamental para subir bruscamente los casi cuatro mil metros de desnivel que existen entre Copiapó y la hospedería Louis Murray en apenas seis horas.

Cuatro días después de llegar a aquel rincón inhóspito estamos en condiciones de intentar la cumbre. Salimos muy de noche a la luz de los frontales, pero Paco se ve obligado a regresar al refugio César Tejos al no encontrarse bien. Hasta ese momento él iba, como siempre, muy por delante de mí, y yo a su vez muy por delante de Javier. Tras superar la infame ladera de piedras sueltas que me deposita en el borde del cráter, veo enfrente la cumbre con una ascensión realmente parecida a la del Balaitus por la Brecha Latour (como descubriría yo mismo al verano siguiente haciendo este, mi primer tresmil pirenaico, mucho tiempo antes de que esta ruta contara con anclajes de rápel y cadenas). Atravieso el cráter por un incómodo pedregal y trepo a la brecha que divide su cumbre bicéfala, cuyas dos torres sabemos hoy que tienen exactamente la misma altura. En aquella época, sin embargo, se pensaba que el Torreón Oeste -o Chileno-, que era al que yo estaba subiendo, era ligeramente mayor; aunque claro, todo esto nosotros tampoco lo sabíamos entonces. Supusimos que sí había llegado a la cumbre principal simplemente porque en el Torreón Oeste al que yo me encaramé había una caja con un libro de cumbre y porque desde el cráter sí que parecía de mayor altura. Sea como fuere, una vez hube alcanzado la escotadura entre los dos torreones, gateé con las manos los siguientes quince metros por un terreno expuesto y delicado, más que difícil -que comporta un III grado de dificultad según sabemos hoy en día, también- saliendo a una suave loma que me depositó por fin en la cumbre del Ojos del Salado.

Mi vapuleada cámara compacta se había estropeado hacía ya varias horas y no hay tampoco foto de esta cumbre. Allí de pie, observando el paisaje de Atacama salpicado de volcanes y neveros, yo estoy satisfecho, me siento feliz por la ascensión, por supuesto, probablemente la segunda o tercera española, pero sobre todo estoy nervioso porque el destrepe hasta la brecha con las Koflach de plástico y los guantes puede ser peligroso, ... y estoy solo. Me siento muy vulnerable, tremendamente lejos de todo y de todos. Miro al borde del cráter y sigo sin ver a Javier asomar por él. Escribo los nombres de los tres en el libro de cumbre porque anímicamente ellos están aquí conmigo, porque somos un equipo. Miro a mi alrededor por última vez y salgo de allí pitando, no estaré tranquilo hasta que haya destrepado la brecha que separa ambas cimas. Me pregunto si Javier se habrá dado la vuelta igual que Paco o habrá tenido algún problema. Extrañado por no verlo, desando con mucho cuidado los metros que me separan de la estrecha portilla y una vez abajo, ya más tranquilo, continúo hacia el extremo contrario del cráter. Cuando estoy llegando a él asoma la figura de Javier por su borde. Ya no lo esperaba. Estuvimos quince minutos allí descansando, cambiando impresiones y haciendo las fotos mutuas que veis abajo (éramos parcos haciendo fotos). Javier decide darse la vuelta y se baja conmigo. Llegamos al refugio donde está Paco ya recuperado y continuamos para la hospedería Louis Murray.








Las viejas y decoloridas diapositivas que guardo de aquel viaje son un verdadero tesoro para mí. Son el recuerdo de un viaje iniciático que, por primero, nunca se podrá volver a repetir. Allí comenzó todo, hace hoy treinta años. Son viejas diapositivas en las que aparecen unos personajes que una vez soñaron no dejar nunca de viajar, de explorar los grandes paisajes del planeta y soñaron ser débiles para dejarse seducir por las montañas. Desearon no detenerse jamás. Soñaron no dejar de soñar.

Yo sigo haciéndolo.

Y veo ahora las fotos de Paco y me entristezco de que tan solo un año después de aquel periplo por los Andes él decidiera soñar para siempre con las laderas de un lejano monte del Himalaya y que, además, el destino quisiera satisfacerle un tres de octubre. No pudimos volver a soñar juntos montañas lejanas, pero de su mano germinó en mí la necesidad de no dejar de intentarlo. Gracias Paco.


29 de noviembre de 2018

Nuestro camino (y IV)

Cuando salimos para el Gokyo Ri está clareando muy suavemente un nuevo día, un amanecer rosado inolvidable sobre la pared sur del Cho Oyu, que se torna rápidamente fría y azul. No amenaza ni la más pequeña nube en todo el horizonte; tenemos toda la ascensión para nosotros y el puñado de montañeros que nos hemos dado cita este veinticinco de septiembre en el increíble rincón en donde se asientan los lodges de Gokyo, junto a la morrena del que es considerado el mayor glaciar del Himalaya, el Ngozumpa. Antes de que el sol comience a calentar valles y montañas, la pared helada y vertical del flanco sur del Cho Oyu parece estar formada por merengues de nata. Por ella transcurre la bestial ruta de Denis Urubko, derecha hasta la misma cima; imposible pareciera para cualquier mortal, pero no para él que supo ver en aquella línea un camino hecho poesía hacia las alturas. ¿Qué mejor manera de completar sus catorce ochomiles?



Tal es la atracción que el Cho Oyu y su enorme glaciar de Ngozumpa ejercen en los turistas que subimos a lo alto del Gokyo Ri, que todos nos olvidamos de admirar la presencia inigualable de la que en realidad es la décimo quinta cumbre más alta del planeta; sí, aquella cima prácticamente desconocida que sigue a los catorce grandes y en la que nadie piensa. Los cuarenta y ocho ridículos metros que le faltan para alcanzar la mítica barrera de los ocho mil, han relegado a un injusto segundo plano al enorme Gyachung Kang, que nos otea desde la cabecera del glaciar en el extremo de una larga arista de diez kilómetros de longitud, que la une y la separa eternamente del propio Cho Oyu (arista que, dicho sea de paso, cuenta con otros sietemiles). La silueta del Gyachung Kang es completamente desconocida para el conjunto de montañeros de todo el mundo, pero solo porque cuarenta y ocho metros menos de altura la han relegado inmerecidamente al ostracismo y al olvido.


Y tras las crestas, a veintitrés kilómetros de distancia a vuelo de quebrantahuesos o chova piquigualda, la mole maciza y rotunda de Sagarmatha asoma por encima de todas las demás montañas como queriéndose despedir de nosotros, mostrándonos su inabarcable vertiente norte y la brutal pared oeste. ¡Tan lejos y tan cerca!


Bajo su atenta mirada iniciamos algo más que el descenso del Gokyo Ri, emprendemos aquí arriba el regreso definitivo hacia los bosques verdes y los valles humanizados, hacia los pueblos y aldeas inferiores y hacia el propio Kathmandu, aún tan, tan lejano. Una vez hemos descendido al lodge donde nos hemos hospedado anoche, y después de recoger nuestras mochilas, continuamos valle abajo rememorando todo lo visto hasta ahora. Por
delante tenemos cinco jornadas largas e intensas, hasta llegar a la aldea de Phaplu -a un kilómetro escaso de Salleri-, en donde buscaremos finalmente un jeep para regresar a la capital. Hoy dormiremos en la pequeña aldea de Dhole, y en las siguientes jornadas haremos lo propio en Monjo, Puiyan, Nunthala y el ya mencionado Phaplu.




En nuestra segunda jornada de descenso el paisaje ya ha cambiado radicalmente y pasamos de un ecosistema alpino a un denso bosque de coníferas. Bajamos descubriendo nuevos paisajes y nuevas perspectivas, por senderos cómodos y sencillos de caminar, pisando tierra en vez de piedras, disfrutando enormemente del hecho en sí de caminar, de dar un paso delante del otro mientras las miradas vagan por laderas y recodos, sin tener que estar pendientes de tropezar con piedras o escalones.

Como no podía ser de otra forma, notamos un considerable aumento de turistas, a los cuales vemos avanzar lentamente en sentido contrario al nuestro; ellos suben hacia la montaña mientras que nosotros vamos de vuelta a valles y llanuras, y lo hacemos, además, rápido, a un ritmo constante y veloz, intentando quemar alguna etapa, yendo siempre a dormir a "un pueblo más allá" si se puede.





El aumento de extranjeros se hace mucho más patente aún cuando alcanzamos Namche Bazaar, en donde paramos un rato a descansar y piratear el wifi de una bakery. Namche está ahora repleto de gente y no tiene mucho que ver con el Namche tranquilo y agradable que nosotros conocimos a la subida. Aún así, seguro que dentro de unas semanas -en octubre- lo estará más todavía, cuando comience de verdad la temporada alta para las agencias. Vemos grupos numerosos de porteadores descargar sus grandes petates delante de los hospedajes, mientras que las tropas de turistas cotillean en las tiendas de souvenirs y de venta o alquilar de material de montaña; una pobre señora con una importante obesidad mórbida avanza por la calle central montada sobre un caballo recibiendo todas las miradas de la gente; los tenderos esperan al turista a las puertas de sus negocios; ... El trasiego de personas de un lado a otro es inevitable. Notamos esta diferencia de ambiente especialmente en el barullo que rodea la caseta de policía donde, a la entrada, se paga el permiso de trekking, y donde a la salida el turista se inscribe para que quede así constancia de la conclusión del trek sin percances. Si cuando nosotros subimos no había nadie más, ahora, a la bajada, el jaleo aquí es enorme, con corrillos de turistas, con guías que intentan colarse con un fajo de pasaportes en la mano, unos porteadores esperando, otros pasando de largo sin detenerse, gente riendo, llegando, saliendo, descansando, ... Tras media hora esperando nuestro turno en el puesto de la policía, reanudamos por fin el descenso, proseguimos nuestro retorno con la mente puesta solo en avanzar.





Nos alejamos de Namche escopetados, agobiados de la muchedumbre; hordas que, sin embargo, reconocemos son el sostén económico de infinidad de familias nepalesas. Pero somos unos cicateros interesados y no nos gustan las aglomeraciones, queremos avariciosamente los paisajes para nosotros solos. Nos cruzamos con una retahíla inagotable de grupos de trekkineros que suben, muy ligeros, con pequeñas mochilas en sus espaldas, acompañados de porteadores aplastados bajo dos petates enormes; guiris a los que el guía les lleva hasta la cámara fotográfica; una chica asiática que viaja sola con su guía-porteador y que cuando necesita algo de la mochila se lo pide y es el guía-porteador el que lo busca dentro de ella; gente caminando con abrigos de ciudad de colores chillones, guantes, sombrero y mascarilla cuando todos vamos de manga corta; ... en fin, que cuando hay tanta gente, se acaba viendo de todo, y comprendemos que, no solo es inevitable, sino que además cada uno es muy libre de viajar como quiera. Pero como somos así de egoístas no vemos el momento de alcanzar el cruce del camino que se desvía para Jiri y Salleri, y dejar atrás por fin la ruta que viene de Lukla, atestada de gente de lo más variopinta. Cuando lo logramos, cuando dejamos por fin a nuestras espaldas el masificado camino que desciende de su aeropuerto, volvemos a concentrarnos en el camino y el paisaje, en sus piedras pintadas, en los muros mani, en los chortens, en sus gentes y sus aldeas. ¡Qué acierto esquivar Lukla! Volvemos a estar solos, nosotros y algunos otros mochileros que, como curiosidad, mayoritariamente viajan también por libre y cargan su propio equipo.



Reaparecen las aldeas donde sus pobladores viven de un modo tradicional, sin dependencia del extranjero. Cultivan, cosechan, crían ganado, ... vemos vendedores ambulantes pesando productos y negociando con paisanos del lugar. Vemos una vida cotidiana, rural, indiferente al turista extranjero. Sentimos que volvemos a un Nepal más auténtico, al que vive en gran medida ajeno a nosotros. Los pueblos vuelven a estar llenos de niños, de gallinas y pollitos, de gente a lo suyo. Incluso gran parte de los restaurantes y tiendas que encontramos a los lados del camino no tienen las comodidades que demandamos los turistas, son más humildes y austeros, a veces oscuros y minúsculos, porque no están pensados para nosotros, sino para porteadores, arrieros y viajeros nepalíes. Multitud de recuas de mulas suben cargadas en dirección Namche. Muchísimas más que las que viéramos cuando andábamos estos mismos caminos en sentido contrario. Suben con cargas para abastecer lodges, restaurantes y tiendas más allá de Lukla y Namche.







No se nos habían olvidado estas sendas y estos paisajes, los bosques tropicales, sus pájaros, sus sonidos, sus caminos con escalones interminables, sus laderas compartimentadas en bancales con pequeñas plantaciones de maíz, en estas fechas ya recogido. Nos reencontramos con ellos, con los senderos que a la subida estaban embarrados e infestados de sanguijuelas. Ahora, sin embargo, vemos más allá de las nieblas y las lluvias que nos acompañaron a la subida. Sobre las pendientes se deshilachan las brumas que antaño lo ocultaban todo, y vemos más montañas y más bosques, y muchas más aldeas, colgadas sobre los valles, estas sí que ajenas completamente al turista que por allí nunca pasará.



Las avionetas y los helicópteros retumban en medio de las nubes, aparecen de entre sus huecos y claros y se desvanecen de nuevo dentro de ellas. Pensamos en lo sencillo que resulta tener un accidente aéreo cuando continuamente se vuela en estas condiciones climatológicas. Parece una lotería, pero hay que quitarse el sombrero cuando se para uno a pensar en la habilidad y experiencia de esos pilotos que vuelan reiteradamente en estas circunstancias transportando a los turistas y a los nepaleses pudientes. Hasta veinticinco vuelos diarios aterrizan en el pequeño y peligroso aeropuerto de Lukla en temporada alta si las condiciones son favorables. El minúsculo avión en el centro de la foto así nos lo recuerda.

Mañana será nuestro último día de caminata, se convertirá en nuestra venteaba jornada descubriendo un rincón del Himalaya que los hombres lo hemos vuelto famoso porque en él respira la montaña más alta del planeta, la que es única. Dejaremos atrás los duros caminos que faldean por interminables terraplenes tapizados de espesuras impenetrables, subiendo y bajando centenares de metros de desnivel, a veces incluso muchos más de mil. Veremos las últimas sanguijuelas, las últimas recuas de acémilas, los últimos búfalos para el trabajo en el bancal, los últimos perros sin dueño que nos sigan por el camino. Veremos las últimas brumas.










Y como todo lo que tiene un principio, este viaje tiene también un final. Hemos empezado nuestro retorno a la gran urbe hace apenas cinco días con el magnífico panorama de la sexta montaña más alta del planeta y la cohorte de cimas que la acompañan -incluido el propio Everest-, y lo concluimos en medio de campos cultivados, miles de metros de desnivel por debajo. Lo iniciamos rodeados del blanco inmaculado de los glaciares perpetuos y lo rematamos envueltos por el verde intenso de la vegetación más frondosa. Y sin embargo, entre un sitio y otro no hay más que esos cinco días de caminata. Cinco días que parecen una eternidad entre dos mundos completamente diferentes, como en dos existencias distintas, como si hubiéramos vivido dos vidas opuestas. Termina así una parte importante de nuestro viaje al país del Himalaya, al país de las nieves eternas, un viaje que ha sido sobre todo interior, y que ya se ha convertido, sin duda, en el comienzo del siguiente.