Vivir es un tránsito, un camino en donde todos somos nómadas. Que la travesía merezca la pena, depende de ti.

24 de noviembre de 2020

Luces de invierno

Un año más nos acercamos al encuentro de uno de los espectáculos naturales que marcan como un reloj la llegada del frío. Un imprescindible de cada invierno. Este año tan extraño me ha impedido disfrutar plenamente de algunos de los momentos más intensos que nos regala la naturaleza, y que cada año marco en mi calendario con una cruz, pero este al menos no lo podíamos dejar pasar por alto. A media tarde los bandos gigantescos de grullas revolotean nerviosos de unos campos a otros impregnando con su sonido inconfundible la tarde. Charlan entre ellas, ruidosas, elegantes, formando una algarabía inconfundible. Su trompeteos, que a mí me recuerdan a un llamativo burbujeo, invaden la atmósfera decadente de otro atardecer más en el azud. ¡Qué mejor disculpa para disfrutar de las delicadas luces que nos brinda el ocaso!, cambiantes, tenues, con suaves degradados. El cielo despejado nos indica que esta noche volverá a helar. 

Son los sonidos y las luces del invierno.

























NOTA: todas las imágenes se presentan con los encuadres originales, sin recortes y sin clonados de ejemplares en los bordes u otras manipulaciones.

6 de noviembre de 2020

A vueltas con la caza










Valgan las imágenes anteriores para hacer notar que somos muchos los ciudadanos (sin duda, mayoría) que no comprendemos cuál es la diversión que se puede encontrar en pegarle un tiro a animales tan bellos como los de las mismas, y que nos parece incomprensible que el mismo ser humano que se vanagloria de sus valores morales sea el que justifique el sufrimiento gratuito del resto de seres vivos de La Tierra para su simple diversión. Es obvio que el modelo de relación que tenemos con el propio planeta tiene que cambiar si queremos sobrevivir a la terribles consecuencias que nuestra desafección está provocando, algo que incluso en estos tiempos de pandemia muchos negacionistas no acaban de comprender. Disfrutar matando y haciendo sufrir a nuestros compañeros de viaje no tiene justificación moral alguna en nuestros días para una gran mayoría de la sociedad.

Pero hoy no voy a hablar de las disyuntivas morales que implica esta afición en la actualidad. Tengo que reconocer que en mis años de juventud era mucho más permisivo y condescendiente con la caza deportiva que en la actualidad, no sé muy bien si por la patente falta de información al respecto en aquellos años, o por la numerosa que ahora recabo. Si lo normal es que con la suma de los años los seres humanos nos volvamos más tolerantes que en aquella dorada juventud cuando nos queríamos revelar contra el mundo y contestar sus superficialidades, sus formalidades, sus normas establecidas y sus costumbres, en este tema suele pasarle a muchos naturalistas justamente lo contrario. Nos hemos vuelto mucho más contestatarios con los años. Una buena explicación a este curioso hecho lo podemos comprender leyendo entre líneas en aquella entrada que ya realizara en su momento (28/junio/2017) sobre los aspectos negativos de esta actividad, socialmente considerada por muchos como "deportiva" y que titulé Caza y biodiversidad. En aquel post hacía un repaso a los motivos por los cuales la actividad cinegética deportiva tendría que ser regulada de un modo mucho más restrictivo, con importantes limitaciones y muchas más prohibiciones si queríamos luchar contra la pérdida de biodiversidad del planeta, por una parte, y contra las nuevas problemáticas sociales que nos plantea en la actualidad, por otro lado. En una de estas últimas cuestiones nos vamos a fijar en este nuevo capítulo, pues nos afecta de un modo directo a muchísimos ciudadanos que hacemos uso y disfrute de la naturaleza mediante otras muchas prácticas, esta vez sostenibles, debido a la coacción que supone el desarrollo de la caza para nuestras propias actividades, y de un modo mucho más directo aún cuando el resultado del encuentro se salda con lesiones o muertos. 

Vamos a hablar de los accidentes de caza.

En aquella entrada utilizaba apenas el párrafo que transcribo a continuación para hablar de esta cuestión: 

"También podríamos mencionar los propios peligros que para cualquier persona implica que miles de armas potencialmente mortales se paseen por nuestros campos en manos de gente a la que no se les exige una rigurosa cualificación para portarlas. Así lo demuestra la media de fallecidos por arma de fuego durante la práctica de la caza que nos ofrecen las estadísticas en España, y que es superior a los 20 muertos anuales, a los que habrá que sumar los centenares de heridos que se producen cada temporada. Se vuelve incuestionable la peligrosidad de esta actividad que afecta no solo a los propios cazadores sino, en muchos de los casos, al resto de usuarios de la naturaleza. Somos mayoría los que también nos preguntamos por qué no se aprueba por Ley la prohibición de ingerir alcohol para todo aquel que vaya a empuñar un arma de caza y por qué no se generalizan de una vez por todas rigurosos controles de alcoholemia a los practicantes de esta actividad de riesgo, para preservar así la integridad física de todos los usuarios del medio natural, incluida la de los propios cazadores -recordemos que varios miles de ellos, además, son menores de edad de entre 14 y 18 años (en España algo más de 13.000 niños tienen licencia de armas). Si a la sociedad le parece lógico hacerlo para alguien que tiene un volante entre las manos, ¿qué problema habría para quien sujeta un arma cargada?"

Sin embargo, este año 2020, y a pesar de los meses de confinamiento domiciliario, las estadísticas se han disparado: 605 personas víctimas de un disparo por arma de fuego durante la práctica de la caza, 51 de las cuales fallecieron. Resulta una verdadera barbaridad que nos debería hacer reflexionar como sociedad si tenemos en cuenta, además, primero, que estas cifras se han alcanzado en solo 9 meses -desde el 1 de enero al 6 de septiembre-, segundo, que no todo el año ni en todo el territorio se puede cazar y, tercero y último, que no están incluidos en esos números los siniestros ocurridos en Cataluña o el País Vasco. 

Estas devastadoras cifras las sabemos gracias a una pregunta que el senador de Compromís, Carles Mulet García formulara al gobierno a finales de agosto, y que fue respondida con el correspondiente informe. Es una lástima que en este documento no se explique con números también cuántas de esas víctimas eran igualmente cazadores (obviamente la mayoría) y cuántas eran ciudadanos que en su libre derecho de disfrutar del medio ambiente o durante la realización de actividades profesionales o de otro tipo, coincidieron desafortunadamente en el espacio y en el tiempo con una partida de caza, lo que les resultó fatal. Estoy convencido que se pueden obtener interesantes respuestas del análisis de los datos de dicho documento, pero me centraré solo en unas cifras que me llaman poderosamente la atención. Por un lado, el hecho de que algunas provincias acumulen un número de siniestros significativamente superior al del resto. Por ejemplo, las más de dos decenas de víctimas de un disparo ocurridas en Albacete, Asturias, Badajoz, Cáceres, Córdoba, Cuenca, Jaén, Sevilla y, sobre todo, Ciudad Real con medio centenar, y Toledo con 67 personas tiroteadas. No menos llamativa es la barbaridad de 4 fallecidos en Orense, 5 en Asturias y 6 nuevamente en Toledo. También me llama la atención que en ninguna de las provincias haya habido 0 siniestros, en todas ellas han ocurrido al menos algún accidente de caza. No menos llamativo es el que las mujeres víctimas de un disparo durante la actividad cinegética representen un número significativamente pequeño -15, de las cuales 3 de ellas lo fueron también en Toledo- respecto al de los varones accidentados (590), algo que tiene mucho que ver con el machismo y la supuesta virilidad que para el género masculino representa el uso de las armas y la propia violencia como medio de diversión o de resolución de problemas. De todos estos accidentes en 2 ocasiones el autor del disparo ha sido un menor de edad, una de las cuales tuvo lugar nuevamente en Toledo, provincia que se despega de las demás como "especialmente peligrosa". Además, 17 fueron los menores que recibieron algún disparo accidental durante la práctica de la caza -1 de los cuales falleció en Valladolid-, lo que no debería dejar de hacernos reflexionar en profundidad. Todavía me enervo cada que vez que recuerdo las jornadas escolares que la Junta de Castilla y León subvencionó para fomentar la caza entre nuestros chavales fruto de un convenio con la Federación de Caza Castellano-Leonesa, cuyo Presidente criticó duramente lo que él consideraba restrictivas normas relativas a la concesión del permiso de armas a menores.

Por poner solo algunos ejemplos, a amigos míos y a mí nos ha silbado alguna bala muy cerca, segundos antes de que un jabalí cruzara corriendo en medio de un robledal, perseguido por varios perros a escasísimos metros de nuestro grupo de excursionistas, y sin que mediara señalización de caza alguna. Me han sonado escopetazos a escasas decenas de metros mientras yo permanecía escondido en mi hide haciendo fotos de fauna. O me han llegado los perdigones a los pies, clavándose alrededor mío como flechas en el limo de un pantano cuando cazadores desde la orilla contraria han disparado sus escopetas contra unos patos. He recibido desairadas palabras de cazadores malhumorados que con sus perros de muestra atravesaban jarales inmensos solo porque mi compañero y yo le espantábamos la caza hablando en alto (precisamente para que nos oyera con tiempo de evitar un accidente). ¿Y quién no ha visto cazadores con el arma cargada caminando junto a autovías o carreteras, o a distancias relativamente cortas de algún núcleo habitado?

Sinceramente, y aún siendo un convencido de que la libertad personal debe primar por encima de cualquier cosa, no puedo por menos de plantearme la necesidad de limitar en cierta medida este pseudodeporte responsable cada año no solo del sufrimiento de tantas familias españolas, sino además de la generación de tantísimas secuelas medioambientales. Lo cierto es que su libertad personal, la de los cazadores, choca en multitud de ocasiones con la del resto de usuarios de la naturaleza. Quien salga de modo habitual al campo y no haya tenido alguna vez un encuentro "delicado" con la caza se debe dar por afortunado. Así, entre mi equipo de campo durante la temporada cinegética siempre va un chaleco reflectante y algún gorro de color llamativo para evitar entrar a formar parte de esas estadísticas odiosas que tanto miedo nos dan. Y me pregunto cómo nos hemos llegado a acostumbrar a salir al campo con estos temores, cómo hemos llegado a normalizar esta situación de peligro en pleno siglo XXI. ¿Es lógica esta situación?, ¿es justa?, ¿o puede ser en gran medida evitada?. Yo creo que sí, que una legislación mucho más restrictiva respecto de la adquisición del permiso de armas y la tenencia de las mismas, una vigilancia mucho más directa y estricta de las actividades cinegéticas en general, y la directa prohibición de ciertas modalidades de caza en particular, así como una reducción tajante de los lugares en los que esa actividad se puede seguir practicando es, no solo posible, sino necesaria y muy urgente en nuestros días, para evitar que los peligros inherentes a este mal llamado deporte nos sigan afectando a todos, incluidos, además, a los que no comulgamos con él. No podemos permitirnos seguir sumando cada año docenas de muertos y centenares de heridos por armas de fuego en siniestros similares. Son tragedias humanas que destrozarán familias y amigos y que afectarán, además, a mucha gente de alrededor de la propia víctima, sean o no del mundo de la caza.

Vista la evidente peligrosidad inherente a esta práctica comienza a ser normal que muchos ciudadanos nos hayamos ido volviendo menos tolerantes con el paso de los años respecto de lo que, al final, no es sino matar animales por diversión, y porque cuando peinamos canas muchos de nosotros dejamos de admitir su insostenibilidad en nuestros campos. Nuestra sociedad no puede por menos de alegrarse de que el número de licencias de armas de caza que cada año se expiden en nuestro país se venga reduciendo en cada ejercicio, como no podía ser de otra manera en una sociedad que quiera mirar hacia adelante. Si en 2017 hubo un total de 2.603.569 licencias de armas de tipo D -caza mayor- y E -escopetas de caza y armas de tiro deportivo-, al siguiente año se bajó a 2.596.547 (7.022 licencias menos) y el año pasado se redujo de nuevo a 2.576.495 (20.052 licencias menos). Poco a poco vamos en el buen camino, es cierto, pero ... muy despacio.

Demasiado despacio para un planeta que se desmorona ambientalmente con nuestro insostenible modo de vida y la suicida relación que mantenemos con él. Dos millones y medio de armas campando por nuestra geografía siguen siendo demasiadas y demasiado peligrosas para todos.

30 de septiembre de 2020

El lobo y el conflicto de las cifras


El lobo ibérico (Canis lupus signatus) a mediados del siglo XIX se distribuía todavía por la práctica totalidad de la península ibérica, a pesar de los siglos de persecución a la que el hombre había sometido a la especie. Las trampas loberas usadas desde tiempos inmemoriales, los cepos y los lazos, así como las armas de fuego de la época solo habían conseguido hasta entonces mantener aquella vieja guerra en "tablas". No había ni vencedores ni humillados. Un Real Decreto, de 3 de mayo de 1834, ya amparaba legalmente la eliminación de los animales considerados "dañinos" para la caza, la pesca o la ganadería mediante recompensas, y el lobo era la especie más cara de la lista, la más codiciada y perseguida: "...se pagará a las personas que los presenten muertos por cada lobo 40 rs -reales-; 60 rs por cada loba, y 80 si está preñada; y 20 rs por cada lobezno;..." La persecución que ancestralmente se hacía de la especie comenzaba a estar incluso regulada y organizada por Ley.


Así las cosas, la llegada del siglo XX ya apuntaba maneras, y la práctica totalidad del litoral mediterráneo había dejado de contar con la presencia estable del gran carnívoro del Paleártico. El hombre había puesto el pie en el acelerador y se generalizaba el uso del veneno como método de control de predadores, aunque ya históricamente se había usado untado en las puntas de flechas, saetas y lanzas, y regulado incluso en 1542 por las Cortes de Valladolid, durante el reinado de Carlos I, constituyendo su uso una excepción únicamente permitida para el abatimiento de lobos, quedando expresamente prohibida para cualquier otra especie, lo que da una idea del encono que de siempre ha sufrido este cánido. El uso generalizado del veneno fue autorizado finalmente por la Ley de Caza de 1879, uso que no se prohibió de manera total y definitiva hasta 1995!!!! a través del artículo 336 de la Ley Orgánica 10/1995 del 23 de noviembre del Código Penal. Un Reglamento de 3 julio de 1903 desarrollaba la Ley de Caza de1902, y en su sección VII enumeraba las especies dañinas a perseguir y la recompensa que se debía abonar a quien las abatiera. Por cada lobo macho los ayuntamientos debían abonar 15 pesetas, y 20 si era hembra; los lobeznos, por su parte, solo suponían 7,5 pts de bonificación, lo mismo que los zorros. Un lince, por ejemplo, se pagaba a 3,75 pts. El citado Reglamento obligaba a través del art. 67 a los Gobernadores Civiles a destinar partidas presupuestarias municipales para este fin ante las continuas quejas de muchos ciudadanos de que los ayuntamientos no reservaban dinero para estos pagos. 


Se produjo entonces un cambio radical en la enconada persecución que del animal veníamos haciendo. El desembarco y generalización del uso del veneno desde décadas atrás como medio de exterminio, combinado con la proliferación y mejora de las armas de fuego consiguió que en las primeras décadas del nuevo siglo la superficie ocupada por el lobo en la península se hubiera reducido ya a menos de la mitad.


Y tan solo otros pocos años más fueron suficientes para acantonarlos en el cuadrante noroccidental de la península ibérica. Lo que había parecido imposible durante siglos de persecución ancestral, era una ansiada realidad para gran parte de la geografía ibérica. El acoso obsesivo del hombre hacia todos los depredadores, especialmente el lobo, marcó un antes y un después con la creación en 1953 de las Juntas Provinciales de Extinción de Alimañas y Protección de la Caza, organismo público dependiente del Ministerio de Agricultura franquista que se fundó para perseguir todo ser vivo que pudiera competir con el hombre por los recursos cinegéticos, y que durante ocho años hasta su disolución en 1962 permitió recompensar la muerte de 1.470 lobos, junto con 1.207 águilas reales, 22.861 ejemplares de otras rapaces, 153 linces, 3.479 gatos monteses o 53.754 zorros, por poner solo algunas cifras. La estricnina asociada a la gestión ganadera y cinegética hacía estragos, no solo entre los lobos, sino entre otras especies que fueron llevadas al borde mismo de la extinción, como en el caso del quebrantahuesos. Sin duda fueron décadas nefastas en nuestro país. Ya no eran necesarias las viejas y monumentales trampas loberas de fabulosos muros convergentes en un pozo, que movilizaron durante siglos y hasta mediados del siglo XX -que es cuando se tiene constancia de la última batida- a centenares de paisanos de los pueblos de la comarca batiendo el terreno para empujar al temido depredador a aquel callejón sin salida, algunas de ellas construidas y mantenidas en activo desde, por lo menos, la Edad Media. Loberos y alimañeros con un zurrón lleno de cebos envenenados sembraban de muerte nuestros campos. El uso indiscriminado y constante de las escopetas hicieron el resto.


Entonces se produjo un nuevo punto de inflexión en este desencuentro entre los dos grandes superdepredadores de Europa: un cambio de actitud y de mentalidad en la sociedad española, que se paralizaba absorta delante de los televisores cada semana, viendo y sintiendo los programas del Hombre y la Tierra. Nos enamoramos de lo que teníamos fuera de nuestras ciudades y pueblos, aquella naturaleza increíblemente bella y salvaje estaba ahí mismo, a nuestro lado. Los cinco capítulos dedicados al lobo ibérico consiguieron convencer a la España de la incipiente transición de que el lobo debía ser protegido y conservado. Este cambio de mentalidad consiguió que se cambiaran leyes (en 1970 se prohibió tímidamente la utilización "no autorizada" del veneno, al tiempo que el lobo pasa a ser considerado "especie cinegética" lo que prohibe por fin que se le pueda matar en todas las épocas del año, en cualquier circunstancia y con todos los métodos posibles, incluidos venenos, lazos, cepos, ...) y que el desenlace fatal del definitivo exterminio del lobo se alejara cuando su población debía rondar mínimos históricos, con unos escasos 200 lobos (Valverde, 1971) ocupando una superficie de apenas 80.000 kilómetros cuadrados de los casi 600.000 que tiene la Península Ibérica. El Decreto 2122/1972, de 21 de julio, que regulaba el empleo de veneno y la concesión de las preceptivas autorizaciones, no fue derogado hasta la llegada del Real Decreto 2179/1981, de 24 de julio, que publicaba el nuevo Reglamento de Armas. Sin embargo, se siguieron concediendo permisos para envenenar nuestros campos hasta 1983, último año en el que los Gobiernos Civiles otorgaron autorizaciones.

La disminución del uso del veneno (que no su erradicación, ya que nunca se dejó de utilizar de manera ilegal, e incluso está viviendo en las últimas décadas un repunte importante, calculándose que solo en los últimos 25 años hasta 2017 murieron envenenados en nuestro país más de 200.000 animales), el aumento de presas derivado del éxodo rural y el abandono del campo, y el cambio de percepción social que se produjo en aquellos años fueron aspectos fundamentales en la recuperación del gran cánido. Había quedado arrinconado, sí, pero el lobo es un superviviente.


Es cierto que aunque sus efectivos y la salud general de su población han mejorado respecto de su momento más crítico, no es menos cierto tampoco que tras un período de tiempo de relativa recuperación, en las dos últimas décadas su área de distribución no ha mejorado sustancialmente. Entre el mapa que refleja el área aproximada ocupada por la especie en 2000 y el actual que vemos debajo no notamos apenas diferencia, excepto quizás el regreso a la Sierra de Gredos y el asentamiento definitivo en la provincia de Ávila, siendo prácticamente idénticos los censos nacionales de manadas publicados en 1990 y en 2015. Sin embargo, en contraposición a este estancamiento en los medios de comunicación no oímos más que noticias sensacionalistas que hacen referencia a la supuesta "alarmante expansión incontrolada" que está experimentando el lobo y a la necesidad de controlarla.


Pero hablemos de cifras.

Censar la población de lobos en España es simplemente una quimera inalcanzable. Nunca se sabrá cuántos lobos hay pues se vuelve imposible contarlos de uno en uno. El lobo es un animal tímido por la persecución a la que desde milenios se ha visto sometido por parte del hombre, y campea por territorios muy amplios. Sus hábitos nocturnos y discretos impiden que se puedan realizar censos reales, entendiendo como "censo" el conteo de los ejemplares que constituyen una población. Lo que nosotros denominamos como tales solo son en realidad "estimaciones" realizadas a partir de otros parámetros que son más fáciles de contabilizar. En algunas ocasiones lo que se realiza son extrapolaciones a regiones muy amplias de lo estimado en otras mucho más pequeñas, como en el caso de Rusia, Canadá, etc. El segundo sistema -empleado en España y en buena parte del área de distribución de la especie- lo que se cuenta son las manadas existentes, lo que puede resultar más sencillo de estudiar que el número individual de ejemplares. Por lo tanto, sería mucho más acertado hablar de estimaciones de grupos familiares. Después solo habría que multiplicar el número de grupos estimado por el de ejemplares que, de media, se conjetura que puedan tener cada clan. Pero aún es más complejo que una simple multiplicación, pues existe un porcentaje de especímenes que no se adscriben a manada alguna. Son los llamados "flotantes", ejemplares de los que en realidad tampoco sabemos qué relación o grado de cohesión mantienen con alguna manada. Efectivamente, los hay errantes, divagantes, ejemplares que mantienen una cohesión más o menos laxa con un grupo concreto, dispersantes, periféricos, ... Contabilizar estos ejemplares resulta aún más complicado todavía pues las observaciones no nos pueden decir qué situación real es la de esos ejemplares respecto del espacio físico en el que se mueven (territorio de un clan, en búsqueda de territorio, etc). Por lo tanto, para estos ejemplares -a menudo subadultos- que, al menos temporalmente se observan "no asociados" a ningún grupo, lo que se hace es, de nuevo, estimar un porcentaje que se vendría a multiplicar al resultado anterior (total de lobos = Nº de grupos multiplicado por el Nº medio de ejemplares por grupo). Este porcentaje de divagantes, errantes, dispersantes o simplemente de ejemplares que, aun perteneciendo a un clan familiar, pasan temporadas muy largas campeando lejos de sus compañeros, se calcula que representan un porcentaje de entre un 10 y un 15% de la población, según autores de diversos países. 

Como vemos, incluso realizar una simple "estimación" del número real de lobos que tiene una región o país no es en absoluto sencilla, así que hacer un "censo" parece materialmente imposible. Pues bien, aún hay otro factor que lo complica todavía más. Como a cada manada se le adjudica siempre una media de ejemplares que suma los nuevos cachorros que sobreviven al primer invierno, en realidad se están olvidando de las ocasiones en las que los grupos no se reproducen. Estos casos de clanes sin reproducción no se tienen en consideración en ningún censo, por lo que el resultado final sobreestimaría siempre la población real en un porcentaje, que aunque pequeño, existe. 

En nuestro país se han realizado únicamente dos censos (estimaciones) nacionales de la especie. El primero tuvo lugar entre los años 1987 y 1988, y concluyó con la existencia de 294 manadas con un número de entre 1.500 y 2.000 ejemplares (otorgando una media de 5 - 7 lobos por grupo reproductor), suponemos que incluyendo ya el 10 - 15% de ejemplares divagantes que no pertenecen a grupos concretos. Estos grupos familiares ocupaban en aquel momento una extensión aproximada de 100.000 kilómetros cuadrados.

El segundo censo (estimación) nacional se llevó a cabo entre los años 2012 y 2014, es decir, un cuarto de siglo después, siendo contabilizadas en esta segunda oportunidad 297 manadas, que se repartían por 91.620 kilómetros cuadrados de nuestro país, pero con un número de lobos sin conocer públicamente ya que se hace imposible encontrar este dato o el de tamaño medio del grupo en informes públicos oficiales, lo que resulta muy sospechoso de cara a la transparencia que de la polémica gestión de esta especie está haciendo la administración. Artemisan, el lobby cinegético más poderoso de nuestro país, estima en base a lo que ellos denominan "... revisión de diferente bibliografía científica ...", pero que se cuidan mucho de no especificar, que hay entre 2.300 y 3.250 lobos (lo que sumaría de ser cierto una media de entre 7,7 y 10,9 individuos por cada núcleo familiar), suponemos que incluyendo también ese porcentaje que se conjetura en España de lobos flotantes. Según otros artículos en prensa esta cifra se reduce a 2.500 ejemplares, en cuyo caso el tamaño medio de manada sería de 8,4 individuos.


Los dos sencillos párrafos anteriores nos cuentan varias cosas realmente importantes. La primera, que durante las últimas décadas el número de manadas y de superficie ocupada por la especie no han variado un ápice, algo que se contradice con la tan reiterada expansión incontrolada del lobo, llegando a ser calificada en los medios de comunicación como de "plaga". Estos resultados solo se pueden interpretar de una única manera: la recuperación de la especie se ha frenado casi por completo y se encuentra en un proceso de estancamiento, lo que se podría calificar eufemísticamente de "estabilización". La segunda cuestión es tan obvia que da vergüenza ajena tener que hablar de ella: ¿cómo se explica de un modo científico y empírico que si el número de grupos reproductores y la superficie que ocupan no ha variado en más de dos décadas ahora hayamos pasado de golpe a tener una horquilla de entre 1.500-2.000 ejemplares a otra de 2.500 según algunas publicaciones o incluso de 2.300 a 3.250 según otras? Obviamente los redactores de las conclusiones del censo han decidido aumentar el número de ejemplares por grupo en base a unos criterios científicos, cuanto menos polémicos dado que son numerosos los expertos que valoran medias muy inferiores a las que aquí se están utilizando -y de las que luego hablaremos- en este segundo estudio nacional para calcular la población de lobos de nuestro país. ¿Por qué somos el único país del mundo que infla el número de ejemplares por manada?

La respuesta queda en el aire, aunque es fácil imaginar las implicaciones que esta decisión tiene a la hora de justificar, por una parte, los controles poblacionales al sur del Duero y los aprovechamientos cinegéticos al norte, a parte de las implicaciones profesionales que, por otro lado, pueden tener para los redactores del Segundo Estudio Nacional a la hora de recibir nuevos encargos por parte de esas administraciones que, no lo podemos olvidar, quieren gestionar la especie a golpe de acciones letales, bien como objeto de la mal llamada "caza deportiva", bien con la normalización de los "controles excepcionales", que tan habituales se han vuelto ya, para vergüenza de nuestras administraciones. La verdad es que se hace difícil no pensar en una premeditada manipulación del estudio con fines concretos. Otro ejemplo de esta manipulación torticera lo encontramos en el siguiente caso: en 2016 la titular del Ministerio de Agricultura, Alimentación y Medio Ambiente, la Sra. Tejerina, solicitó a Europa que se permitiera la caza del lobo también al sur del Duero, basándose para ello en el informe publicado el 11 de marzo de 2016 por el Ministerio de Política Territorial explicando los resultados y metodología con que se realizó el Segundo Censo Nacional, participado por su Ministerio y las CCAA con presencia del cánido, y en el que se hace referencia a un supuesto "inventario" de 2007 -que como veremos enseguida no es tal- en el que se estiman 250 manadas únicamente. Dice textualmente este informe que "Hay que tener en cuenta que la estimación realizada en 2007 (Atlas y Libro Rojo de los Mamíferos Terrestres Españoles), aunque con diferente metodología, fue de 250 manadas." Sin embargo, el citado Atlas de Mamíferos Terrestres hace su estimación a partir de los censos de solo dos CCAA (Castilla y León, 2001, y Asturias, 2004), de otros informes dispersos y del primer censo nacional, pero sin aportar censos reales del resto de Comunidades Autónomas, lo que en modo alguno se puede comparar ni considerar como un inventario o censo en sentido estricto, y menos aún nacional. Sin embargo, pasar por alto los datos del primer Estudio Nacional le resultaba a la Ministra muy útil para apoyar la idea de que la población había aumentado mucho -en concreto de 250 manadas a 297-, aunque esa cifra de 250 grupos no fuera el resultado de ningún censo nacional, y ni se le pareciera. Desde luego le resultaba mucho más ventajoso para su pretensión que reconocer que en 26 años la población española de lobos había aumentado solo en 3 grupos.

Pero dejemos estas batallas, que me disperso, y regresemos al objeto de este post. 


Internacionalmente, y para no sobreestimar los datos, algo que repercutiría negativamente en la conservación de una especie a la que se gestiona con acciones letales, se tiene en cuenta el tamaño de la manada durante el período de invierno a la hora de estudiar la población de lobos. Esto se hace así por varios importantes motivos. Por un lado, las manadas están más cohexionadas, agrupadas, de modo que su conteo es más fiel al tamaño real del grupo. Por otro lado la presencia de nieve facilita las prospecciones sobre el terreno. Y por último y lo más importante de todo, hacer las estimas en invierno permite sustraer y no contabilizar aquellos ejemplares nacidos en primavera y que nunca llegarán a la edad adulta -se calcula una tasa de fracaso reproductor del 20% anual en la especie según algunos autores, y mayores según otros-. Además, es bien conocida y estudiada la elevada tasa de mortalidad que soporta Canis lupus, ya que a las causas naturales se suman las numerosas bajas generadas por el hombre (en EEUU y Canadá se cifró la mortalidad media en un 35% sobre la población en invierno). De esta forma, diversos estudios realizados en la península ibérica ofrecen cifras medias de 7,1 lobos por cada grupo familiar durante el verano, y de 4,2 ejemplares en invierno. Por poner un ejemplo, para la Cordillera Cantábrica Llaneza y otros colaboradores calcularon una media de 7 - 9 individuos en verano y de 4 - 5 lobos en invierno, y A. Fernández-Gil y colaboradores concluyeron que en el periodo estival la media de individuos por grupo fue de 7,1 en la meseta castellana, mientras que en invierno en la cordillera fue de solo 3,8 componentes. Muy lejos, lejísimos, extraordinariamente lejos de la horquilla de 7,7 - 10,9 lobos por grupo, o incluso 8,4 según las fuentes, que parece se ha utilizado deliberadamente en el último censo nacional. Algo no está encajando en este asunto. Y se ve más claro aún si sabemos que el tamaño medio de manada considerado en este y otros censos (regionales) supera en un 30 - 40% el considerado en otros censos internacionales, incluidos los realizados en el vecino Portugal con quien compartimos la misma población de lobos ibéricos. Esto queda patente en la siguiente comparativa sobre el tamaño medio de grupo estimado en diferentes países europeos:

Escandinavia        5 - 5,9

Finlandia        5,4

Bialowiesza, Polonia        4 - 5,3

Cárpatos, Polonia        3,9 - 5,6

Eslovaquia        5,7

Francia        4,9

NW Croacia        4 - 5

S Croacia        5 - 7

Cansentinesi, Italia        4,2

Apeninos, Italia    3,7

Portugal        4,5

España (2012-2014)        7,7 - 10,9 / 8,4

Castilla y León (2000-2001)        8 - 10

Sobran las palabras, Spain its diferent.


Como estamos viendo, para conocer de un modo aproximado el tamaño de la población lobuna española o ibérica necesitamos conocer tres parámetros distintos: el número de grupos, el tamaño medio de las manadas durante el invierno (es fundamental que sea en esta época, como ya hemos visto) y el número de ejemplares flotantes. Pues bien en España los censos que se realizan tienen en cuenta las cifras de ejemplares por grupo en verano, al contrario de lo que internacionalmente se asume. ¿Por qué? Es innecesario exponer que, teniendo en cuenta que los cupos de "extracción" (término que eufemísticamente significa "muerte") que se realizan en nuestro país se basan en las cifras resultantes de estos pseudocensos, sobreestimar el número de lobos implica la muerte de un mayor número de ellos, lo que a medio y largo plazo puede resultar en un grave problema para la sostenibilidad y conservación de la población, lo que pudiera parecer el oscuro objetivo final de nuestras administraciones, muy al contrario de lo que se hartan en proclamar.

Para comparar diferentes estudios se vuelve imprescindible que la metodología utilizada en unos y otros, y los criterios para redactar los resultados, sean comparables entre sí, de modo que el diagnóstico final nos permita hacer una verdadera radiografía del estado de conservación de la especie y un análisis fiel de su dinámica poblacional. Solo así podremos superar el conflicto de las cifras, y además, de paso, gestionar de una manera eficiente la especie en pos de su conservación y expansión a nuevos territorios, con datos objetivos que no sobrevaloren el tamaño real de la población malintencionadamente, incrementando esos cupos de muertes que se aplican en la actualidad sobre esa base groseramente sobredimensionada.

No se puede pretender desde las administraciones que el conflicto social entre los sectores conservacionistas y antilobo se solucionen si partimos de la base de que se juega irresponsablemente con las cartas trucadas. La manipulación objetiva de la realidad por parte de nuestras instituciones es patente y soezmente tendenciosa, comportándose de un modo insensato con la tergiversación que hacen de las cifras. El enfrentamiento entre detractores y defensores del lobo, por un lado, entre administraciones y afectados por los ataques, por otro, y finalmente entre ONGs e instituciones, no beneficia a nadie exceptuando a los medios de comunicación que no solo obtienen carnaza para sus artículos sensacionalistas, sino que se han convertido en parte del problema al amplificar demagogias y mentiras, y solo el uso de la verdad puede derivar en un, hoy en día hipotético, entendimiento entre todas las partes implicadas. Comencemos pues, por realizar estudios de las poblaciones ibéricas de lobo realistas, con base en estudios científicos rigurosos, independientes, con metodologías internacionalmente consensuadas, y sin manipulaciones posteriores de los resultados.

Se trata de algo tan sencillo y a la vez tan complicado como tener sentido de la responbsabilidad.


Voy a concluir dejando encima de la mesa un resumen mucho más fiel de la realidad del lobo en España. Si esas 297 manadas las multiplicamos por una media de 4,2 ejemplares en invierno obtendremos una cifra de solo 1.247 lobos. Si además sumamos, no un 10% de divagantes, sino un 15% para ser generosos, la estimación final de lobos en nuestro país alcanzaría la cantidad de 1.434 lobos ibéricos. Una cifra que contrasta enormemente con los 2.000-2.500 que se vienen utilizando gratuitamente en muchos medios e instituciones, y en base a los cuales se decide el número de ellos a matar, y no digamos ya de los 2.300-3.250 que el lobby cinegético ha tirado al aire a ver si cuela.

1.434 lobos.

NOTA: Todas las imágenes de esta entrada se muestran en su formato original, sin recortes o reencuadres, y están obtenidas, al igual que las de otras entradas anteriores, en condiciones controladas en el Centro del Lobo Ibérico, ubicado en Robledo, Puebla de Sanabria.

20 de septiembre de 2020

Incendios y caza

Todos conocemos y hemos leído artículos o visto crónicas televisivas en las que se habla de la relación directa que hay en España entre los incendios y ciertos intereses económicos. Unas veces están relacionados con el uso del suelo, la facilitación de pasto para el ganado o el aprovechamiento de la madera quemada. En otros casos se provocan como resultado de las riñas y odios personales entre vecinos con afán de venganza. En otras muchas ocasiones como consecuencia de una irresponsable negligencia humana: una colilla tirada desde la ventanilla de un coche, una barbacoa, un vehículo a motor que en su trasiego por algún camino emite una chispa que resultará fatal, un vidrio tirado en el monte que hace de lupa, ... 


Así las cosas, todos sabemos que los incendios generados por la propia naturaleza representan un porcentaje muy pequeño en comparación con aquellos en los que la mano del hombre está detrás. Alguna tormenta eléctrica ocasionalmente acaba provocando uno de ellos, pero la abrumadora realidad es que la mayoría de los fuegos tienen un origen antrópico. Si entre 2001 y 2015 en España se produjeron un total de 85.583 incendios de más de una hectárea, 41.581 de ellos lo fueron de manera intencionada, quemando 963.343 hectáreas, y 18.609 lo fueron como resultado de alguna negligencia, arrasando otras 425.698 hectáreas, mientras que solo 1.892 fueron provocados por la caída de rayos, quemando 101.769 hectáreas. La diferencia de esta suma con respecto del total de siniestros se adjudican a otros conceptos como "Causas desconocidas" o "Incendios reproducidos" (lo que implica que una parte de estos últimos también son resultado de la intencionalidad y/o negligencia). 


Todas estas cifras desvelan una trágica realidad: el hombre está detrás del 70,33% de los incendios, frente al 2,21% de los que tienen un origen natural (el 27,46 % restante se adjudica a los otros dos conceptos ya señalados). Si acotamos aún más el origen de estas catástrofes medioambienteales buscando la intencionalidad del responsable, podemos concluir que el 48,58 % de ellos han sido provocados premeditadamente. Esta cifra aumenta al 55% si se incluye el total de los incendios registrados, sumando el 58% de las hectáreas afectadas según la Estadística General de Incendios Forestales del Ministerio de Agricultura, Pesca, Alimentación y Medio Ambiente, actualizadas a 2018.


Los incendios se pueden agrupar en tres categorías, en función de su origen, y por su importancia en cuanto a número de siniestros y de superficie carbonizada, podríamos muy bien ordenarlos de la siguiente manera: primero los intencionados, segundo los que derivan de actuaciones negligentes o fortuitas sin premeditación, y finalmente los de origen natural. En el siguiente mapa correspondiente a una pequeña porción de nuestro territorio nacional se puede apreciar de un simple vistazo la diferencia entre el número de incendios provocados intencionadamente -puntos rojos-, así como su magnitud -tamaño de los puntos-, y los originados por negligencias, causas naturales, etc. y que se puede consultar en el siguiente enlace de España en Llamas (pasando el cursor por los diferentes puntos correspondientes a los incendios registrados nos emerge información específica de dichos siniestros). Apenas vemos puntos verdes que corresponden a los incendios provocados por la caída de algún rayo, y prácticamente todos son puntos rojos. Un mechero está detrás de cada uno de ellos por alguna motivación premeditada.


Se suelen calificar como Grandes Incendios Forestales aquellos que sobrepasan las 500 hectáreas calcinadas. En el decenio comprendido entre 2007 y 2016 se produjeron 196 de estos grandes incendios, de los cuales 83 fueron intencionados, 53 se originaron por negligencias (fumadores, maquinaria agrícola y forestal, quemas agrícolas, hogueras, maniobras militares, líneas eléctricas), 37 de ellos seguían aún en estudio cuando se publicó la estadística, solo 9 tuvieron como germen un rayo, en 8 concluyeron las pesquisas sin poder determinar la causa, quedando reflejadas como desconocidas, y en otros 6 casos más se reprodujeron a partir de incendios previos.


Esta tragedia resulta aún mayor si a estas devastadoras cifras añadimos los muertos y heridos que los incendios han provocado en ese período de tiempo: los intencionados causaron 20 fallecidos y los producidos por una negligencia 32, a los que habría que sumar otras 4 personas que perdieron a vida en aquellos fuegos cuya causa resultó imposible de esclarecer, más 1 deceso incluido en los producidos por rayo. 57 muertos, casi todos a las espaldas de los delincuentes e irresponsables, y más de 600 heridos, tragedias personales que han cambiado para siempre la vida de muchas familias. Una verdadera barbaridad. 

Es muy triste que esta lacra que arrasa nuestros montes cada verano, y que causa la muerte no solo de nuestros bosques y los seres vivos que en ellos medran, sino también en ocasiones de personas y que provoca además numerosos dramas humanos para quienes lo pierden todo entre sus llamas, incluidas casas y recuerdos, sean principalmente provocados alevosamente. Nos encontramos ante un tipo de delincuente organizado, que con premeditación estudia cómo aprovechar las circunstancias para causar la mayor devastación posible. Y es más triste, si cabe, porque las autoridades generalmente no dan con el autor, que seguirá caminando como un vecino más en alguno de los pueblos de la zona afectada, e incluso irá como un vecino más a alguno de los funerales que él mismo haya provocado. Porque, señores, estos delincuentes que trabajan con el mechero y la cerilla no suelen ser pirómanos que dan rienda suelta a un desequilibrio mental que les arrastra a chiscar el monte, no, son paisanos de la misma comarca que incendian y que, por un motivo o por otro, se benefician de las llamas. 



Una vez analizadas las motivaciones que llevan a estos terroristas medioambientales a prender el monte intencionadamente, la caza se sitúa en una poco desdeñable séptima posición según las cifras recogidas en la Estadística General de Incendios Forestales que maneja el Ministerio de Agricultura, Pesca, Alimentación y Medio Ambiente. Es cierto que, en general, los incendios perjudican la actividad cinegética y son pocas las oportunidades en las que algunos cazadores desaprensivos se benefician del cerillazo, pero estos casos se dan y en ciertos lugares y situaciones están aumentando. Veremos por qué. Según el MAPAMA no menos de 2.629 incendios tuvieron lugar entre 2001 y 2015 con un interés directamente relacionado con la gestión cinegética, y se llevaron por delante 40.021 hectáreas, suponiendo el 2% de los fuegos intencionados y el 4,1% de la superficie devorada por las llamas. Sin embargo, a pesar de estas importantes cifras, esta motivación para prenderle fuego a nuestros campos no es tan conocida por el gran público. A falta de que las autoridades judiciales esclarezcan la autoría y/o los fines que hay detrás del incendio provocado en la sierra de Gredos hace unas pocas semanas en los parajes de la Reserva Natural de la Garganta de los Infiernos, y que acabó afectando a las comarcas del Jerte y La Vera, todo parece indicar que se trata de un ejemplo flagrante de la vinculación de la gestión cinegética con el origen del mismo. No soy el único en pensarlo, como podéis ver en este otro enlace.


Si históricamente y hasta tiempos recientes las quemas controladas que siempre se han venido haciendo en estas sierras tenían como objetivo final reducir la superficie de matorral y propiciar la aparición de pasto para el ganado doméstico, en las últimas décadas los réditos que deja en los terrenos cinegéticos acotados la caza de la cabra montés son mucho más lucrativos y con un menor esfuerzo de gestión. Si históricamente y hasta tiempos recientes las quemas controladas periódicas que siempre se han venido haciendo en esta sierra se solían realizar de día y afectaban a pequeñas superficies, siendo una práctica normalizada, los incendios actuales se provocan al caer la noche, en varios focos y en días de fuerte viento y/o altas temperaturas. La intención ha cambiado. Ya no se busca pasto para las vacas, sino arrasar los terrenos colindantes a los tuyos para que la cabra montés sea abatida allí, en tus predios, y así ser tú el que se lleve el beneficio. Así, el primer foco del fuego que arrasó la cabecera de la Garganta de los Infiernos tubo lugar en la periferia de la Reserva Regional de Caza "La Sierra", que gestiona la Junta de Extremadura. Esto no es una casualidad: evita que las cabras se desperdiguen por terrenos de otros propietarios. Si por cazar un macho montés se puede pagar 4, 5 o 6.000 € os podéis imaginar lo jugoso del negocio para el propietario del terreno en el que es abatido, puesto que el 70% de esa cantidad que paga el cazador va a parar a la cuenta corriente del propietario de la finca (el 30% restante para la Reserva Regional de Caza). Las tierras que conforman la reserva y las colindantes que hasta hace pocos años no valían nada, se han revalorizado en las últimas décadas gracias a un negocio que te puede reportar unos jugosos beneficios sin salir del bar del pueblo.

Vélez-Muñoz (1981) llegó a elaborar una fórmula matemática por la cual calculaba la pérdida cinegética que se podía derivar de un incendio, pero con aquella fórmula se puede ahora calcular igualmente la ganancia económica que reportaría a los terrenos colindantes no incendiados, ya que se desviaría a ellos las ganancias detraídas de las fincas arrasadas. En definitiva, un terreno cinegético incendiado es un competidor menos. Así de claro. 

El incendio de Gredos se iniciaba el 27 de agosto a las 20:30 aproximadamente en el collado de las Yeguas, en plena sierra de Tormantos. Calcinó a lo largo de varios días más de 4.000 hectáreas, afectando a siete términos municipales y áreas de alto valor ecológico que se encuentran protegidas por la Red Natura 2000 y que, sospechosamente, ya se vieron afectados por otro incendio intencionado en el año 2016. Tejos, abedules y enebros son algunas de las especies arbóreas más relevantes que han sucumbido pasto de las llamas, junto con más de 1.400 hectáreas de robledal, y bastantes más de 2.000 de matorrales típicos de la alta montaña, un ecosistema de gran valor, refugio de diversas especies que tienen en ellos su principal hábitat reproductor.

Mucho nos tememos que este tipo de incendios van a aumentar con el paso de los años y la vergonzosa ausencia a nivel nacional de unas leyes eficaces que atajen de una vez por todas las motivaciones económicas de quienes se benefician de las llamas. Mientras haya quien se beneficie del fuego, estos serán recurrentes en nuestro país, ¿cuándo querrán enterarse nuestros legisladores de una vez por todas?