Vivir es un tránsito, un camino en donde todos somos nómadas. Que la travesía merezca la pena, depende de ti.

4 de mayo de 2021

Mar de cereal, I


A veces pienso en lo maltratado que está el ecosistema que todos conocemos como "estepa castellana" -por similitud a las verdaderas estepas que podemos encontrar en el centro de Asia o incluso a las praderas infinitas del medio oeste norteamericano-. El sustantivo más acertado para denominarlas sería "agroestepas", o en su defecto "pseudoestepas", dado que no son en realidad esos verdaderos ecosistemas en el sentido ecológico de la palabra: vastas extensiones onduladas de terreno con vegetación herbácea, que se desarrollan generalmente en climas, si no extremos, sí al menos rigurosos, con fuertes insolaciones veraniegas e inviernos fríos, además de escasas precipitaciones. Probablemente sea uno de los ecosistemas ibéricos más maltratados como consecuencia de la intesificación desaforada de su explotación en las últimas décadas. 


El excesivo uso de herbicidas y plaguicidas está acabando con los insectos y la diversidad botánica no solo en las propias plantaciones de cereal o leguminosas, sino incluso en las mismas cunetas, lindes y setos, donde el agricultor no consiente que haya vida más allá de su cosecha. En la mentalidad de muchos de estos profesionales permitir vegetación silvestre en estos espacios entre cultivos es permitir que exista alimento para los roedores o insectos que luego se comerán sus beneficios. En la imagen inferior podemos ver a la izquierda un campo arrasado por herbicidas poco tiempo después de ser cosechado junto a otro que se está dejando reposar y en el que crece la hierba, a la derecha.

Es común que los rebaños de ovejas que carean por estos terrenos tengan numerosos abortos como consecuencia de los productos químicos que inevitablemente comen, no ya en parcelas "quemadas" de esta forma, en donde el pastor obviamente no las meterá, sino en lindes y cunetas sulfatadas igualmente, y cuando el ganado va de un sitio a otro de alimentación.

Pero el uso de peligrosos productos químicos que no solo matan a todo ser vivo, sino que incluso pueden entrar a formar parte de la cadena trófica, con lo que ello conlleva para nosotros mismos, no es el único problema. La implantación, además, de cultivos de ciclo corto provoca el aumento notable de trabajos con la maquinaria en las tierras, impidiendo no solo que concluyan con éxito los ciclos reproductores de las especies animales que anidan en el suelo -y que mueren bajo las cosechadoras antes de poder volar o huir-, sino que impiden, además, que haya la necesaria tranquilidad para que se puedan dar esas reproducciones por el aumento del número de jornadas de laboreo en el campo, donde los tractores han multiplicado las ocasiones en las que deben sulfatar, abonar, roturar, sembrar, cosechar,... 

Además de esto, hoy en día se está volviendo demasiado normal que incluso los espigaderos se roturen nada más terminar la cosecha para "preparar" el terreno para la siguiente siembra, aunque esta tarde en producirse incluso meses, impidiendo que la tierra descanse y que permanezca de rastrojo durante mucho más tiempo, dificultando la vida animal.

Al agricultor de hoy en día le estorba todo. Los árboles también. Cada día hay menos sotos arbolados que circundan los arroyuelos estacionales que atraviesan estas agroestepas, y donde antes eran normales esas "serpientes de vida" formadas por chopos, mimbreras y sauces, bajo los que crecía abundante vegetación verde, hoy ya no quedan vestigios de ellos, o solo alguno testimonial.

Así, tampoco es raro ver viejas encinas salpicando tierras de secano a las que les han infringido graves heridas intencionadamente para, una vez muertas, obtener de las administraciones la autorización de quitarlas. Diez metros cuadrados de terreno bajo la copa son diez metros cuadrados en los que no pueden plantar sus cultivos, y eso no lo pueden consentir. Unos pocos euros de beneficio tienen más valor apara ellos que una vieja encina de 200 años. He visto encinas saludables de gran porte arrancadas de cuajo del medio de algún campo de cereal; ¿os hizo caso la Guardia Civil a vosotros? ... pues a mí tampoco. De esta forma y gracias a esta mentalidad productivista pero miope, muchos campos que antiguamente estaban salpicados de enormes encinas hoy en día solo tienen viejos pies testimoniales de un pasado que no regresará ya. O peor aún, ya vacíos por completo de ellos.


La importancia que tienen estos pies de encina es enorme como refugio y/o como lugar de reproducción de los pequeños y medianos depredadores que se alimentan precisamente de todos esos roedores o insectos que luego les "comen sus cosechas", constituyéndose por lo tanto en inmejorables aliados de la lucha biológica contra las plagas. Se transforman así en verdaderas islas de biodiversidad, donde proliferan gramíneas y leguminosas que no encontraremos en las lindes bajo el sofocante calor veraniego o el mortal frío invernal, diversificando la alimentación del ganado. La protección que aportan estas copas a muchas criaturas durante las tórridas jornadas de insolación estival o durante las más crudas heladas de la estación fría son indudables y muchos seres vivos encuentran en estas burbujas de vida el hogar necesario para sacar adelante a sus nuevas generaciones.

Pero no son pocos los agricultores que no soportan ni siquiera estas burbujas, dado que la biodiversidad no les da dinero (o eso creen) y, al igual que hacen con las cunetas y las lindes, atajan lo que ellos consideran un producto innecesario y superfluo de la naturaleza quemándolo a base de herbicidas. El amigo de la siguiente imagen debe pensar así, pues cada año sulfata y arrasa todo lo que crece bajo cada árbol, como se puede observar fácilmente por simple comparación con la tierra situada al fondo de la foto, donde el propietario solamente a roturado. La diferencia se vuelve indecente.


Por si todas estas agresiones fueran ya de por sí difíciles de superar para todos esos seres vivos que necesitan de este ecosistema para sobrevivir (sisón, avutarda, aguiluchos cenizo y pálido, ...), tenemos que afrontar además la desaparición de gigantescas extensiones de secano por la obsesión de irrigar miles de hectáreas de secano y transformarlas en regadío, como la inminente conversión que se va a realizar en breve de 6.500 hectáreas en la provincia salmantina, y que afectará irreversiblemente a una de las mejores zonas avutarderas de esta provincia, a lo que se sumará la subsiguiente aprobación de la desafortunada (una más) concentración parcelaria que aumentará la destrucción de más lindes, setos y sotos.

Cuando la gente se sorprende de que esas cuatro especies mencionadas en el párrafo anterior no mejoren sus poblaciones, sino que incluso empeoren a pesar de la gran superficie que hay en la península de agroestepas que podrían ser, a priori, fabulosas regiones para que sus poblaciones evolucionaran positivamente, no son conscientes de que su regresión es simplemente el resultado de lo que se cuece en realidad en estos espacios humanizados. La explotación intensiva de la agricultura a la que el mercado global obliga a los profesionales, el precio de mercado, con unos costes de producción que se acercan o superan los de la comercialización, el precio irrisorio que percibe el productor que hace que se cultive a veces a pérdidas, y el nulo interés de Europa por implantar de verdad una agricultura realmente sostenible, hacen que el profesional de este sector, que sobrevive gracias principalmente a las subvenciones que cobra a fondo perdido de la PAC y que pagamos solidariamente entre todos, implante prácticas agrícolas abusivas con el medio ambiente, en detrimento de la biodiversidad de estos grandes espacios abiertos. Ellos se convierten al mismo tiempo en víctimas del sistema y verdugos medioambientales.

Pocas especies representan tan bien como la perdiz roja (Alectoris rufa) la vida en estos infinitos mares de secano. Valgan, pues, estas imágenes para romper una lanza en favor de un cambio radical en los modelos de explotación de este ecosistema, que no por humanizado, deja de ser menos valioso. Si no lo hacemos seremos entonces testigos de cómo desaparecen algunas de estas criaturas de amplias regiones que fueron su hogar casi desde que el ser humano dejó de ser recolector y cazador, convirtiéndose en sedentario y agricultor. 














25 de abril de 2021

Siempre Gredos, II

Para muchos asiduos de esta sierra, Gredos y Béjar es solamente montaña, un lugar donde desarrollar algunas actividades deportivas, como la escalada, el montañismo, el senderismo o el esquí de travesía. Un lugar extenso al que regresar cada fin de semana para crecer como deportista en alguna o en todas esas disciplinas deportivas. Durante un tiempo yo también pude parecer uno más de aquellos locos fanáticos que salían a la sierra a vivaquear cada viernes o sábado, en invierno y en verano, y que regresaba a la ciudad el domingo con las pilas cargadas tras dos o tres jornadas intensas en la nieve o en la roca. 





Aquellas viejas, viejísimas diapositivas, descoloridas y llenas de grano, penosamente faltas de definición, son ahora recuerdos preciados e imborrables de aquellos años frenéticos y radicales. A diferencia de todos mis compañeros, para mí "La Montaña", con mayúsculas, no fue solo el terreno de juego donde realizar aquellas actividades con las que necesitábamos doparnos cada semana, era mucho más. A ella había llegado para observar las criaturas salvajes que vivían en las alturas, sus ecosistemas y el conjunto del entorno. Y me quedé.

Me quedé enganchado a ella sin ya poderme bajar. Ahora observaba en ella, in situ, las huellas geológicas que delataban el glaciarismo que dieron forma a estas sierras, su vegetación, su clima y, ¡cómo no!, la fauna que ella habitaba, sus rebecos, su cabras, sus aves rupícuolas, sus reptiles, ... Desde el principio para mí la montaña siempre fue un compendio de valores que iba infinitamente mucho más allá de la mera actividad deportiva o física. Vi vida.





Así pues, el Gredos donde yo crecí siempre fue -y será- mucho más que las actividades que pudiera desarrollar en sus laderas, valles o cumbres. Siempre fue y será mucho más que la casa libre donde me formé como montañero y quiero pensar que como alpinista. Siempre fue y será, simple y sencillamente, naturaleza en estado puro, y una desbordante vida salvaje por descubrir. Es, en sí misma, plenitud para todo aquel que desee recorrerla igual que se recorren las páginas de un libro: aprendiendo, sin olvidarse de ninguna faceta. Y más aún desde una mentalidad naturalística, como gentes de un nuevo renacimiento. Todas las montañas, y también Gredos, son mucho más que bosques, roquedos, hondas gargantas o mares de piornos hasta donde abarca la vista. Tras años disfrutando de su vida salvaje mientras pateaba los lugares más emblemáticos del macizo, gateaba por sus paredes de granito o escalaba por algunos de sus corredores más clásicos, un chip cambió en mi cabeza y cobró, de nuevo, más importancia el conocimiento de la vida íntima y salvaje del lugar que mi propio paso por él.

Volví a mis orígenes.

Gredos infinito. Pura vida.






Conocer Gredos no es recorrer y visitar sus principales lagunas o circos, que también, hay que conocerlo todo, claro. Conocer Gredos es mucho más que eso, es caminar por todos esos senderos que nunca antes habíamos pisado porque no van a ningún sitio emblemático. Sendas que transitan a media ladera, por lugares olvidados y perdidos. Que unen vallejadas sin importancia, minúsculos reductos glaciares alejados de todo, praderías a las que solo se acercan las vacas, descolgadas a media altura. Es descender por cuerdas que siempre pillan a "desmano" de todos los lugares, o ascender por esa ladera cubierta de piornales infinitos que pareciera no tener ningún acceso.

Conocer Gredos no es traerte para casa fotos de las principales cumbres, ni siquiera de las más difíciles. Es llegar a donde solo llega el ganado en verano, y el vaquero cuando toca recogerlas al llegar el mal tiempo. Es abrir las portezuelas de madera de las decenas de cabañas que se encuentran repartidas por el monte, muchas de ellas parecieran perdidas. Es caminar por caminar. Es improvisar en el momento. Es decidir el camino a seguir según nuestra curiosidad nos empuja, aquí y ahora. Es deambular sin rumbo fijo, investigando líneas de hitos que te sumergen en mares verdes de vegetación que parecieran no poderse atravesar, o en laderas desconocidas en mitad de ninguna parte.






Gredos es el cambio de estaciones que te hace vivir montañas distintas en invierno con nieve o el resto del año sin ella. Un lugar deja de ser el mismo lugar.




Pero es también y sobre todo una pletórica vida salvaje que bulle por doquier. A muchas de estas criaturas, generalmente a las de pluma, las podremos ver con facilidad, volando entre las ramas de árboles o arbustos, o sobre nuestras cabezas. Aves pequeñas y grandes que nos llamarán la atención y nos será más o menos sencillo poderlas identificar.

Pero hay otros habitantes de la montaña que se ocultan y a los que habrá que descubrir aprendiendo a leer en el suelo. Estos otros seres no se suelen dejar ver, pero, a cambio, nos dejan pistas para que sepamos de su existencia y sigamos sus andanzas. Como en un libro, el suelo que pisamos se transforma como por arte de magia en una hoja de papel escrito en la que podemos interpretar las firmas de multitud de animales que viven y mueren en la montaña. Por ejemplo, esos pequeños micromamíferos que a saltitos o caminando van dejando sus pequeños rastros; musarañas, ratones y lirones.



O esas perdices que dejan sus pisadas en la nieve mientras "apeonan" y que, de repente, desaparece el rastro porque han levantado el vuelo. O incluso cuando en su rápido aleteo rozan la superficie de una roca dejando la impresión de sus plumas en la nieve que la cubre.


O esos ungulados que pasan desapercibidos durante el día y que, exceptuando la cabra montés cuya excepción confirma la norma de no dejarse ver, deambulan por la sierra generalmente de noche. Son numerosos los peligros que los acechan y es mejor pasar desapercibidos.









Y cómo no, los depredadores, que infunden temor en la fauna sobre la que depredan y la obligan a moverse con sigilo en un juego del gato y el ratón, ancestral e inacabable; depredadores tan imprescindibles para mantener el ecosistema equilibrado como perseguidos y odiados por el hombre inculto (o simplemente egoísta) que nunca entenderá (o le dará igual) que su función es simplemente vital en la naturaleza. Desde la más pequeña comadreja hasta el superdepredador por excelencia de nuestra geografía, el lobo, pueden dejarnos sus marcas para que sepamos de su existencia. Felinos, mustélidos, vivérridos y cánidos campan por Gredos más o menos a sus anchas, escondiéndose no solo de sus presas para poderlas dar caza, sino también de nosotros. No siempre será sencillo identificarlos, a veces incluso nos confundirán los perros y gatos domésticos que también deambulan libres por el monte, pero con paciencia y atención acabaremos descubriendo muchos secretos de la vida salvaje de estas montañas.











El regreso del lobo al Sistema Central no puede más que alegrarnos. Esperamos que su control sobre el exceso de cabras monteses evite que se alcancen en Gredos los problemas que ha provocado su sobrepoblación en Guadarrama, por ejemplo. El control de epizootías que puedan afectar al ganado doméstico solo es posible con poblaciones saludables de herbívoros silvestres, y esto a su vez solo es posible si un animal controla esas poblaciones. Y ese animal solo puede ser uno, el lobo. Pretender que el hombre pueda alguna vez sustituir los servicios ecosistémicos que proporcionan los depredadores mediante la caza es, sencillamente, de una prepotencia e ignorancia infinita.

La sierra de Gredos hoy en día está un poco más completa con el regreso a sus gargantas del gran depredador, aunque se antoja ya imposible que el ecosistema gredense recupere todo el esplendor del pasado, dado que una pieza fundamental del ecosistema no parece que, hoy por hoy, pueda volver a medrar en sus ladras: el oso. La vieja mano del último oso cazado en Gredos hace más de cuatro siglos, que permanece clavada en la puerta de la iglesia de Navacepeda de Tormes, seguirá siendo un mudo recuerdo de la inconsciencia del hombre y de la nefasta influencia que tiene sobre la naturaleza.

Aún así, la vida salvaje bulle en estas montañas, y caminar por ellas mirando atento al suelo, a sus laderas y al cielo no puede entenderse más que como un ejercicio de aprendizaje y de humildad ante las grandes montañas.