Vivir es un tránsito, un camino en donde todos somos nómadas. Que la travesía merezca la pena, depende de ti.

18 de marzo de 2014

Los ojos de Kill Bill

Paseo por los viejos muros de mi ciudad, de esa otra ciudad olvidada que no se parece a la idealizada capital que venden los folletos turísticos y las guías de viajes, pero que, sin duda, es más palpitante, mucho más viva que la de esos museos y monumentos engominados en los que todo está prohibido y encorsetado: no puedes tocar, no puedes hacer fotos, no puedes entrar si no pagas, tu perro se ha de quedar fuera, las cámaras te vigilan, cordoncitos de bonito color rojo te menosprecian el paso y carteles de No Pasar aparecen por doquier; monumentos muertos en donde te ven, en definitiva, o con cara de dolar, o con cara de delincuente. Paseo, pues, por esos otros rincones desheredados pero vitales y encuentro numerosas miradas que me observan entre desconchones de pintura y enmohecidos jarreados. Veo algunos personajes conocidos junto a otros que ya conozco solo de pasar junto a ellos una y otra vez, y me detengo delante de su mirada estropeada, de su cara agrietada por el hostigo de las inclemencias, y con los pómulos despellejados por el transcurrir del tiempo. Ella no me mira a mi, lo hace de reojo, como siempre, esperando a quién sabe qué. Quizás, ¿por qué no?, observando a esa otra ciudad adornada e imaginaria, la de la vitrina y el escaparate.

13 de marzo de 2014

El baile de los estorninos

Se apagan las últimas luces de esta tarde solitaria, un viernes cualquiera en las postrimerías del invierno. Los tonos rosados del ocaso se reflejan en las mansas aguas de la palentina laguna de La Nava, entre carrizos y juncales. Llevo varios días viajando solo en mi casa con ruedas y recalo en estos campos amplios este atardecer pausado y tranquilo, suave, con los mejores colores aterciopelados del día. Estoy solo. Los aparcamientos están vacíos y el silencio me recarga de energía. Disfruto de esta soledad en el campo. Las fochas se persiguen aún con los últimos escarceos amorosos de la jornada, aunque mañana, sin duda, habrá más. Escucho los reclamos de los patos. Algún grupito pequeño de ánsares aún me sobrevuelan en un par de ocasiones, perezosos ante la inminente migración, no en vano el grueso de sus compañeros ya iniciaron hace días el largo regreso a sus cuarteles estivales. Los últimos vuelos del aguilucho lagunero baten el terreno una última vez, provocando el miedo en los habitantes de la laguna. El espectáculo indescriptible del atardecer en el humedal se ve culminado por los vuelos acrobáticos de los grandes bandos de estorninos, dibujando figuras blandas y garabateando esponjosas bolas negras que se estiran y se encogen, se unen y se separan, elásticas, mullidas. Pasan sobre mi cabeza con el ruido denso del aleteo de miles de alas. Van y vienen, posándose y levantándose de nuevo, para, instantes después, volverse a posar, en lo que parece ser el acto final de la jornada. Poco a poco, lentamente, muere sin hacer ruido la levedad rosada de este cuadro apaisado en los lavajos de La Nava. Agoniza el día y crecen las sombras de la noche.





10 de marzo de 2014

Tierra de Campos

El viento sopla con ráfagas intensas y hace que las nubes pasen veloces, como no podía ser de otra manera. Soporto los últimos coletazos de esta enésima borrasca embozado en mi abrigo de plumas, en un día verdaderamente desapacible, esperando que un rayo de sol se deslice furtivo por un resquicio del cielo encapotado e ilumine de manera precisa el palomar junto al que me encuentro de pie, esperando pacientemente. Veo cómo algunos escuetos rayos de sol intermitentemente iluminan los campos a mi alrededor, mientras pasan los minutos. A veces observo cómo se acercan burlones desde la lejanía hacia mi posición, pero una y otra vez, para cuando quieren alcanzarnos a mi y al palomar la rendija entre las nubes da un cerrojazo y me exige más paciencia todavía.

Entre tanto, paseo alrededor de mi, ya amigo, palomar, y ubico mentalmente desde dónde voy a poder hacer la siguiente foto: cuando llegue el rayo que tanto se hace desear, tendré apenas dos o tres minutos para aprovechar su luz, e intentar al menos un par de tomas distintas de la construcción de adobe. Cuando uno de esos claros parece ser más amplio de lo normal, me anima incluso a correr todo lo rápido que el trípode desplegado y la cámara me permiten y alcanzo fatigado por las rastrojeras blandas y semiencharcadas un nuevo palomar. ¡Premio! he llegado a tiempo y el cielo plomizo ha sido condescendiente conmigo y me ha dejado realizar una nueva foto de otro palomar diferente. Soy feliz. Me lo he merecido. Ahora me voy a por otro, ya con más calma, aprovechando que se ha vuelto a nublar.






28 de febrero de 2014

Las muescas de los años

Sus manos sujetan el escoplo y la gubia con la naturalidad y la sabiduría que da haberlo hecho durante toda una vida; con la pericia y la maestría que se consigue a lo largo de gran parte de sus ocho décadas de existencia. De la punta afilada y cortante de sus herramientas aparecen rayas sinuosas, líneas paralelas, rebajes, hendeduras, muescas e incisiones. Todas estas marcas, juntas, descubren el semblante de seres imaginarios, engendrando las caras de personajes que cobran profundidad y vida propia con barnices y betunes. Sus manos traducen sobre el hueso de la res o la madera los personajes que bullen en la materia, y de ella ven la luz rostros que nos miran, facciones con expresiones frías que los diferencian.


21 de febrero de 2014

Cuerdas

Entra en el coche, cierra la puerta tras de sí y antes incluso de ponerse el cinturón de seguridad ya ha pulsado el botón del aparato de música. Yo arranco el vehículo al tiempo que lo hacen los primeros acordes de una canción de James Marshall Hendrix, el gran Jimi. Son las ocho de la mañana y la música rabiosa, eléctrica y psicodélica del músico estadounidense penetra en nuestros oídos mientras atravesamos, como cada mañana, las avenidas de nuestra ciudad rodeados de conductores tan somnolientos y meditabundos como nosotros. Las cuerdas vibran con "Voodoo Child", de finales de los sesenta, y penetran en mi cerebro imaginando al guitarrista zurdo en alguno de aquellos conciertos míticos, como el de Woodstock, con sus ojos cerrados viviendo y sintiendo su canción hasta la médula, moviendo ágiles los dedos sobre los trastes; o recordándolo en el histórico concierto de Monterrey, poseído por "Purple Haze", de rodillas quemando su guitarra en el escenario, y destrozándola a golpes y entregando los restos a un público alucinado. Sus cortos veintisiete años, los mismos fatídicos años con los que nos dejaron Janis Joplin, Brian Jones o Jim Morrison, fueron suficientes para legarnos genialidades que arrastraban a la juventud de aquella década irrepetible desde la punta de sus dedos, moviéndose frenéticos sobre las cuerdas metálicas que le permitían llegar al éxtasis. Suenan los solos y los riffs de "Red House" y "Fire" estridentes en mis sienes mientras comenzamos un nuevo día. Amanece para nosotros una nueva mañana al ritmo de la guitarra brutal del mito.