Vivir es un tránsito, un camino en donde todos somos nómadas. Que la travesía merezca la pena, depende de ti.

4 de julio de 2015

Suburbano

Me hundo en el asiento del metro como cada mañana temprano, encogido, cabizbajo, ausente en mi propio vacío, somnoliento. Me pesa el nuevo día que comienza, oscuro y tedioso, y cierro los ojos y me arrepiento.

Abatido, observo sombrío a los otros pasajeros que comparten taciturnos conmigo el traqueteo cotidiano y monótono del vagón, y los resoplidos hidráulicos de sus puertas deslizantes, engullendo y escupiendo formas humanas, otros organismos y cuerpos también encogidos, cabizbajos y ausentes como yo; residuos de la gran ciudad que nos arrastramos bajo tierra por entre el laberinto de túneles y galerías negras. Sonámbulos, autómatas, corazones taponados de desesperanzas, engranajes de una máquina a la que nadie nos preguntó si queríamos pertenecer, de un sistema que succiona nuestro aliento, camino de polígonos y fábricas. Sustituibles. Prescindibles, porque si un día aciago no despertáramos habría otros cuerpos que nos sustituirían. Otros muertos verticales. Pasajeros que igualmente trasiegan aplastados en sus asientos. Exactamente como yo. Vamos, despertamos, trabajamos, venimos, dormimos, nos levantamos y volvemos a ir para despertar otra vez más. Por este riguroso orden. Un día y otro día. Una vida y otra vida. Como zombies. Engendrados para ser piezas de la maquinaria. Obedientes. Ordenados por el sistema. Distribuidos. Colocados donde ellos quieren, como dientes de una cremallera, amarrados. Y veo sus caras grises, sus ojos de víctimas en los que me reflejo una vez más. Veo sus manos atenazadas sobre las barras del vagón para mantener el equilibrio. Y alianzas en sus dedos, y zapatos viejos, y párpados cerrados. Y bostezos. Y toses, carraspeos y silencio, sobre todo mucho silencio. Los veo así cada mañana. Encogidos, cabizbajos, ausentes. Y ellos me miran a mi, arrugado, cobarde, arrepentido en mi asiento, hundido, aplastado. Hueco por dentro. Somos como espejos los unos de los otros.

Yo también, como ellos, cierro los ojos y me arrebujo más aún en mi asiento protector, escondiéndome de mi vida. Desapareciendo, borrándome, parando el reloj. Quiero cambiar, despertar en otro lugar.

O mejor aún, quiero no despertar un buen día.

Pero como cada jornada, el metro serpentea por los mismos pasadizos y se detiene en mi parada, maloliente como siempre, con templadas bocanadas de aire fétido con olor a metro, bajo la vieja y sucia fábrica. Y yo viajo en él; como cada mañana.

El mugriento estómago suburbano nos vomita un día más con sus resoplidos hidráulicos, y yo camino hacia la ofensiva existencia insolente.

Insultante, el cielo ha amanecido gris y nublado, y yo me despierto. Hoy también.


12 de febrero de 2015

Animales

Nos llamáis animales, vosotros que os creéis la especie suprema, el culmen de la creación y la evolución. La misma especie a la que estáis convencidos que se os ha otorgado el planeta entero, con derecho a expoliarlo y destruirlo. Auto-complacientes. Auto-suficientes. Camináis por el globo con la prepotencia del necio, del ruin y del malvado. Del poderoso y dominador, del mezquino y miserable. No quiero pensar ahora en lo que os hacéis entre vosotros mismos; allá vosotros y el modo en el que os masacráis en vuestras guerras. No quiero pensar en vosotros porque me dais igual. Pero sí lo hago en el resto de seres vivos que heredamos este planeta que es de todos, y en cómo nos tratáis. Desbordáis crueldad por cada poro de vuestra piel. Os divertís con brutalidad a través de nuestro sufrimiento, del que soportamos los animales, os inventáis modos salvajes para asesinar y torturar toros, y lo denomináis cultura, tradición y raíces. O destrozáis perros o gallos para apostar. Llamáis actividad lúdica a la masacre anual de millones de animales tiroteados en todo el planeta por personas que insultan a la inteligencia cuando dicen ser "amantes de la naturaleza". Sí, millones de seres vivos que pierden sus vidas para que unos pocos humanos se regocijen mediante lo que denomináis el "deporte"de la caza. Extinguís conscientemente especies marinas por sobreexplotación. Nos arrancáis las pieles, a veces vivos, para haceros abrigos y vestiros con ellas. Envenenáis el campo para perseguir aquellos animales que regulan los ecosistemas, aunque por el camino caigan también muchas otras especies que incluso decís proteger. Si una especie afecta a vuestra economía y vuestros negocios simplemente la elimináis a base de plaguicidas, pesticidas o a tiro limpio. Comerciáis con los animales salvajes como si fuéramos objetos. Cuanto más raros y en peligro de extinción estemos, más os lucráis a costa de nuestra desaparición. ¡Qué se puede esperar de quien vende pequeños seres vivos metidos en llaveros de plástico, herméticos, con la seguridad de que morirán en unas pocas horas de asfixia!

Sí, vosotros nos llamáis "animales" ¡Qué paradoja! ¿no? cuando lo insultante es haber nacido humano. Vuestra especie es la única verdadera alimaña que puebla el planeta, como una peste asesina y letal.

¡Qué vergüenza ser pariente vuestro!










4 de febrero de 2015

En el camino

¿Cuántos pasos habremos dado en el camino?

Toda una vida caminando. Poniendo un pie delante del otro, avanzando, haciendo camino despacio. Descubriendo sitios, lugares, rincones. Trazando sinuosas líneas en el mapa. En ellos hemos desgastado las suelas de nuestros zapatos, hemos soportado rozaduras y ampollas. Nos han dolido los hombros bajo el peso de nuestras mochilas, y bajo su peso hemos sudado. Hemos tropezado y nos hemos levantado todas aquellas veces que caímos. Hemos pasado calor y frío, y el viento nos ha zarandeado. Lo hemos aguantado todo. Todo por caminar. Y me pregunto cuántos pasos más sumará nuestro camino.  








28 de enero de 2015

Orígenes

Mi corazón regresa una y otra vez a la vieja fortaleza, derruida almenara. Como un imán, retorno en el tiempo a mirar sus muros resquebrajados, formados por sólidas piedras. Retrocedo. Parto hacia atrás. Vuelvo al pasado y navego en el tiempo, emprendiendo un camino de destino incierto.



Y subo la loma -familiar, conocida de anteriores ocasiones, de otros tantos viajes a mi interior- para llegar hasta sus paredes y observar el mundo a nuestros pies desde lo alto y abrupto de la serranía. Narro a mis hijos las viejas historias del pasado que soñé en los lejanos veranos de mi infancia, y las historias aún más viejas que me transmitió a su vez mi padre de sus andanzas.


Recuerdo escenas revividas, recurrentes una y otra vez hasta la saciedad, reconocidas hasta transformarlas, hasta idealizarlas. Momentos que una vez fueron la vida real aquí, y que ahora solo son sueños en mi cabeza, como posos de café, como un difuso borrón en mi frente. Proyecto en mis pensamientos aventuras vividas en mis años infantiles entre estos mismos peñascales, mitad fantasía, mitad realidad. Y cierro los ojos para imaginar ..., no, para imaginar no, para ver aquellas historias que mi padre nos contara sobre estas sierras marginadas. Tierras de linces y lobos proscritos, tierras fronterizas, tierras de contrabandistas que atravesaban la sierra sobre acémilas, con sus pies atados bajo la panza de sus cabalgaduras para no caer en una desesperada huida de la autoridad. Sí, tierra de tricornios a caballo, de mosquetones y capotes gordos, sierras duras de la postguerra, de estraperlo de tabaco y aceite. Sierras de olivares y cabras. Historias cientos de veces contadas, transmitidas de boca en boca, murmuradas al calor de las cocinas, en los duros inviernos al pie de la serranía.

Regreso. Retorno. Vuelvo.


10 de enero de 2015

Escaladores de la libertad

El trompeteo de las grullas invade la atmósfera que nos rodea por los cuatros puntos cardinales. Las luces se vuelven acarameladas, y la temperatura se desploma unos grados de manera casi inmediata, nada más ponerse el sol a nuestra espalda. Los enormes bandos de zancudas acuden a las orillas y las islas del embalse volando sobre nuestras cabezas, acariciando la hora dulce y la luna llena. Oscurece y se acomodan en un espectáculo impresionante, mezcla de sonido, luces y acción. Agoniza un nuevo día. La sombra de la noche lo cubre todo. Una tarde más la función terminó.



Regreso a mi refugio con ruedas y cuando todo se queda oscuro fuera y en silencio dentro, vuelvo a abrir el libro por allí donde indica el marcapáginas -la entrada del reciente concierto de Fito y los Fitipaldis en mi ciudad-. Me concentro en la lectura. Devoro con fruición las páginas y, absorto, me transporto a un dimensión nueva. Desdoblo la vida y dejo aparcada por un momento la algarabía nocturna de las grullas, que puedo oír muy cerca si abro la ventana, y me sumerjo en un mundo vertical, de nieve, de esfuerzos y heroicidades, pero también de una vida dura por la opresión comunista en un país históricamente oprimido por unos y por otros, en la que el contrabando, las estratagemas y los flirteos con la legalidad hacían peligrosa la vida cotidiana, allí donde los suministros escaseaban, donde la policía vigilaba, donde los informadores denunciaban. Si en el ambiente de postguerra la vida fue muy dura en toda Europa, en la Polonia soviética lo fue más aún. Los hijos de la guerra y la opresión posterior nacieron duros, fuertes, estoicos y con una decisión inquebrantable. Sin equipos modernos, sin dinero, a veces sin pasaportes los escaladores de la edad de oro del alpinismo polaco viajaron por todo el mundo escalando las rutas más difíciles, inverosímiles y adelantadas de la época que les tocó vivir, con una manera de concebir su relación con la montaña mucho más intensa, directa y comprometida que la de cualquier otra nacionalidad occidental. Leo. Voy pasando las páginas y buceo en sus vidas. Sus impresionantes aperturas de vías nuevas a paredes extremas en las montañas más altas del planeta, sus invernales en el Himalaya y el Karakorum, y su concepción de lo que debería ser el himalayismo moderno -rápido, ligero, duro, invernal, solitario, extremo, innovador, siempre comprometido con los límites de lo humano- revolucionó de un modo definitivo las grandes montañas. Ya nada sería igual. El precio, sin embargo, fue muy alto. Muchos se quedaron para siempre en sus amadas montañas. Algunos de los más grandes. No hay dioses en la montaña y solo algunos sobrevivieron a aquella época radical e irrepetible.

Tras una cálida noche bajo el edredón de pluma y con la calefacción estática encendida, me levanto por la mañana muy temprano. Salgo a la fría mañana congelada y camino al abrigo de mi plumífero y embozado en mi gorro de lana al encuentro con el despertar de las grullas. El trompeteo resuena nuevamente sobre mi cabeza y en mis oídos (bueno, en realidad no han callado en toda la noche). Los grandes bandos despegan una vez más y trazan finas líneas horizontales en el aire frío de la mañana. Finas líneas paralelas a las también enormes superficies horizontales del embalse y llanuras circundantes.




Y en mi cabeza bulle el fuerte contraste de la horizontalidad que tengo delante, con las brutales paredes verticales de terrenos congelados, mixtos, inhumanos, por donde transcurrieron unas aventuras increíbles que creo haber soñado durante la noche. No sé si existieron, parecen un sueño. Y tal vez lo sean. Una invención de mi subconsciente que construyó personajes inverosímiles como Kukuczka, Kurtyka, Wielicki, Wanda, Hajzer y tantos otros. Pienso en ellos mientras los tonos rosados del amanecer invaden la atmósfera y el cielo. Las grullas me sobrevuelan con sus cánticos mágicos formando uves flexibles y maleables en la levedad del aire frío de esta mañana. Pienso en ellos. Fueron los mejores. Los escaladores de la libertad.