Vivir es un tránsito, un camino en donde todos somos nómadas. Que la travesía merezca la pena, depende de ti.

18 de noviembre de 2016

Comenzando un nuevo ciclo

Treinta de octubre de dos mil diez y seis. Parece que fue hace solo unas semanas desde que subiera por estos mismos vericuetos de la sierra de Gredos la última vez en busca de los rebaños de cabra montés (Capra pyrenaica victoriae) en época de celo. Y, sin embargo, ya ha pasado casi una año. Que me siento en estas laderas como en casa no es ningún secreto para los que me conocen o para los que han seguido este blog desde sus comienzos, pues así lo he hecho saber más de una vez. Por ellas he subido y bajado en infinidad de ocasiones y en cualquier época del año. He escalado con algunos de mis mejores amigos tanto por sus corredores congelados cubiertos de nieve y hielo, como por sus paredes rocosas. He soportado más de una ventisca y temido lo peor en alguna que otra tormenta eléctrica. He pisado las cumbres de casi todos sus picachos, desde La Covacha al Torreón de los Galayos o el Torozo, igual en invierno que en verano. Y siempre vivaqueando sobre el manto blanco en las largas noches de invierno, o sobre la hierba verde en las cortas vigías estivales, al cobijo de sus rocas y bajo un manto de estrellas.

Y regreso ahora cada año, mucho tiempo después de aquellas emociones intensas, con el relax que me produce el hecho de venir simplemente a pasear con los prismáticos colgados del cuello y el equipo fotográfico en la espalda. Con las manos en los bolsillos. Salgo fuera de los caminos, abandono las sendas que siguen fieles los turistas, excursionistas y montañeros de cada día, y me alejo de ellos, observándolos desde la distancia. Es otoño y mi pensamiento se centra ahora en otra cuestión: los grandes machos monteses que se preparan para el combate. Comienza el celo en el Sistema Central.

Con ese fin, el de fotografiar el cortejo y, a ser posible, los combates de los viejos machos, regreso como cada temporada por estas fechas. Cuando los primeros rayos de sol alcanzan las laderas por las que deambulan los rebaños, yo hace ya mucho rato que asciendo por ellas. Quiero estar ya al lado de algún gran ejemplar cuando el sol lo alcance por fin. Así pues, las primeras luces y las últimas las pasaré junto a ellos una vez más.  





Y como cada temporada, el primer encuentro con esta especie es solo para "testar" cómo se presenta el celo. Estos primeros compases  son en general tranquilos. Aún permanecen muchos patriarcas adultos separados de las hembras, al mismo tiempo que algunos otros, en especial los más jóvenes, ya se han mezclado con ellas, siguiéndolas a todas partes. En estas fechas ya se ven rebaños mixtos constituidos por hembras y crías de esa temporada, junto con algunos ejemplares macho de corta o mediana edad. Por lo tanto, muchos viejos cabrones aún no se han incorporado a los rebaños y deambulan ociosos, comiendo y reservando fuerzas por las laderas, solitarios o en pequeños grupos, en los que a menudo son seguidos y acompañados muy de cerca por otros ejemplares más jóvenes, haciendo las veces de escuderos. Busco parejas de grandes machos que se puedan estar "midiendo", pero no hay suerte, habrá que esperar a las próximas jornadas o buscar en otros lugares. Hoy está todo demasiado tranquilo, como era de esperar.





Observo, no obstante, algunos aspectos del comportamiento que me llaman la atención. Como cuando dos machos solitarios se localizan en la distancia y se observan durante largo rato fijamente, emitiendo de vez en cuando un silbido de aviso, similar a la clásica voz de alarma de la especie. O cuando algunos jovenzuelos se frotan contra el corpachón de los grandes ejemplares, probablemente para impregnarse de su olor.

Deambulo por varios lugares y localizo algún ejemplar que por su capa más parece un toro de lidia que una cabra. Preciosos todos, los negros sin embargo reclaman más mi atención.





Van pasando las horas y acompaño a los grupos de cabras sin atosigarlos. Yo siempre digo que no hay que seguirlos, sino acompañarlos, sin prisas, sin agobios. Ellos nos lo permiten sin disgusto alguno y tengo tiempo incluso de aprovechar la buena temperatura para echar una corta siestecita, lo mismo que ellos. Veo cómo se les va bajando su pedazo cabezota bajo el peso de sus enormes cornamentas, hasta que acaban apoyadas sobre el suelo, adormilados, con los ojos cerrados. Al final ya de la sesión me llama la atención un ejemplar, al que podéis ver en la fotografía anterior, afectado por cataratas en su ojo derecho, algo que llegaré a ver en otros ejemplares en todas y cada una de las jornadas siguientes de esta temporada, principalmente en hembras adultas.






El declinar del sol es imparable y anuncia la conclusión de esta fructífera jornada. Y viendo la foto de este último ejemplar, a cuyas pezuñas alcanzan ya las sombras del nuevo ocaso, no puedo por menos de regresar a casa con la sensación de mantener una relación especial con esta especie, a la que he dedicado numerosas sesiones de campo (probablemente más que a ninguna otra) y de la que, no en vano, más imágenes guardo. Así, varios miles de archivos de cabra montés, seleccionados en rigurosas cribas tras cada sesión, dan fe de mi pasión por estos animales poderosos y arrogantes. Hasta la fascinación. Eso, y que se desenvuelven en un entorno que siempre fue para mi como mi hogar, al que le tengo un cariño tan especial, son sin duda los responsables de que cada año regrese con obstinación a su encuentro.

11 de noviembre de 2016

En esa mirada humana

Podría fijarme en su mirada y ver en ella reflejada la nuestra. La de nuestros antepasados comunes hace cientos de miles de años, y la del hombre actual, capaz por igual del mayor de los egoísmos o de una compasión suprema. Podría en ella ver el enorme peso con el que tiene que cargar, el de la responsabilidad del jefe del grupo. Podría intuir su fuerza, pero sobre todo su fortaleza, que no siempre es lo mismo. Si me fijara bien, en su mirada podría encontrar la ternura con la que soporta las travesuras de las desvalidas nuevas generaciones del clan. Y también la soledad del patriarca, la del viejo jefe espalda plateada, la del que se sabe necesitado, sabedor de que de él depende la vida o la muerte de los suyos. Podría ver reflejada en sus ojos negros la virginidad de sus selvas siempre verdes, el profundo y romántico misterio que emana de lo más profundo de sus junglas, pero también la cruda realidad de una naturaleza violada por nosotros. Podría fijarme en su mirada y alcanzar a tocar su tristeza, su resignación ante el abismo al que sus hermanos lo hemos empujado, cercado y perseguido hasta llevarlo a una situación crítica.


Podría ver todo eso en su mirada y mucho más... si en realidad fuera su mirada. Por eso no puedo.

Y no lo es porque está muerto, disecado. Alguien lo mató. Un día fue un ser vivo con un alma noble, pero hoy ya no lo es. Es solo una representación inerte. Ahora los ojos a los que miro son en realidad unos ojos de cristal.

¡Qué pobreza la del alma humana, robarle la vida a su mirada!

13 de octubre de 2016

Isla de Skomer

Desde que el día trece de julio visitáramos la isla de Handa en el Norte de Escocia, hemos dejado atrás más de setecientas cincuenta millas y ocho días de conducción con dirección Sur. Desde entonces hemos abandonado Escocia, descendido por la costa Oeste de Inglaterra y, finalmente, entrado en Gales. Por el camino, aparte de algunos enclaves culturales que se antojan obligatorios, hemos visitado varios puntos costeros interesantes como Nest Point, Kylerhea (donde se dejaron ver con facilidad algunas nutrias) o South Stack, llegando por fin el veintiuno de julio -muy avanzada ya la temporada reproductora de las aves, por lo tanto- a nuestro último destino fotográfico de importancia: Skomer Island National Nature Reserve.


Para llegar a Martin's Haven -lugar en el que se sitúa el embarcadero desde el que parten los pequeños botes que hacen el trayecto hasta la isla- la última población que encontraremos será Marloes, al Sureste de la ciudad de Haverfordwest, en la región galesa de Pembrokeshire. LLegaremos a Marloes por la B4327, y una vez aquí deberemos buscar las indicaciones al ya mencionado Martin's Haven. Muy al contrario que en Escocia, donde encontrar lugares para pernoctar con las autocaravanas es relativamente sencillo, en esta zona nos resultó muy complicado localizar uno en el que no se prohibiera expresamente, con los lamentables e injustos carteles de "No Overnight". Al final pudimos hacerlo en un aparcamiento situado a la derecha de la carretera que lleva al faro de St. Ann's Head, como a un kilómetro antes de llegar al mismo.

La Isla de Skomer está gestionada por The Wildlife Trust of South and West Wales. Es famosa porque en ella y junto a la vecina isla de Skokholm se concentran más de la mitad de las parejas nidificantes de pardela pichoneta del mundo (¡¡más de cien mil parejas!!, muchos de cuyos cadáveres devorados aparecen desperdigados por la isla). Además alberga importantes colonias de otras especies de aves marinas, incluidos los más de doce mil ejemplares de frailecillo que año tras año buscan en esta isla el lugar donde sacar adelante a sus polluelos. Skomer cuenta con un albergue en el que por la "módica" cantidad de sesenta libras puedes quedarte a dormir en la isla, con las ventajas fotográficas que ello supone. Los tickets de entrada a la isla y del barco que te lleva hasta ella se pagan por separado: la entrada se compra en la oficina que existe junto al aparcamiento, y los tickets del barco se pagan durante el trayecto, directamente en el mismo bote. Nosotros cuatro (tres adultos y un niño) pagamos en conjunto treinta y cinco libras por los pasajes del barco, otras cuarenta por la estancia en la isla y seis más por el parking en Martin's Haven. Obviamente, cada día en plena temporada, se acercan numerosas personas muy temprano para comprar los tickets que les permitan desembarcar en la isla, ya que existe un número limitado de accesos a la misma. Así pues no conviene despistarse si no nos queremos quedar sin la visita, y estar por allí con tiempo suficiente, muy especialmente si el pronóstico meteorológico es bueno. Una vez en Skomer, la estancia se puede prolongar durante cinco horas aproximadamente.



Los primeros pájaros que nos recibieron al llegar a la isla fueron las gaviotas, con pollos muy crecidos, volando ya bastantes de ellos. En estas fotografías y por orden, una gaviota argéntea (Larus argentatus), una sombría (Larus fuscus) con las patas y el pico manchados de una extraña costra de color oscuro en vez del amarillo típico, y un gavión atlántico (Larus marinus) con el pico bastante más robusto que el del resto de láridos.




Sin embargo, nosotros íbamos a tiro hecho en pos de los frailecillos (Fratercula arctica). Avanzada como estaba en estas fechas la temporada reproductora, ya solo quedaban en la isla aproximadamente un tercio de las parejas nidificantes, o lo que es lo mismo, unas dos mil. Por supuesto, más que suficientes para nosotros. Se podían observar con facilidad grandes extensiones de algunos campos de nidificación vacíos a estas alturas de la temporada, con la hierba pisoteada y salpicados de madrigueras, abandonadas ya hasta la próxima primavera. Intentamos imaginarnos el bullicio que debió albergar estas laderas apenas dos o tres semanas antes. Estoy seguro que no lo conseguimos. La sensación de haber llegado tarde imperaba en el ambiente.



Varios caminos recorren la isla, y voluntarios se distribuyen por ellos para evitar que los turistas causen algún tipo de molestias a las aves. En algunos tramos de los senderos unas cuerdas limitan a los visitantes la posibilidad de traspasar sus límites, ya que hay nidos en su mismo borde. Dicho esto, no es raro que los simpáticos puffins, como los llaman en el Reino Unido, pasen entre las personas de un lado a otro del camino sin el más mínimo reparo. Ellos van a lo suyo y no temen a quien solo va a verlos y hacerles fotos. Al final, como en otras islas, hay puntos concretos donde se concentran las aves y ..., por supuesto, los turistas. Fotografiar fauna en lugares como estos no entraña, pues, ningún mérito; los pájaros están ahí, posando para nosotros. Las fotografías se hacen casi por sí solas.




Una vez llegados a un punto en el que la colonia aún está en plena ebullición reproductiva, nos olvidamos del número de efectivos que hayan podido abandonar Skomer. Las horas se pasan rápidamente buscando encuadres, poses, momentos o acciones concretas, intentando conseguir esa foto que te deje un buen sabor de boca cuando las revisas ya en la furgoneta. El tiempo lo pasamos agachados, tirados por el suelo para buscar un punto de vista bajo, buscando desenfoques y fondos limpios; o yendo de una lado a otro cada vez que aterriza un ejemplar cerca de su madriguera entre las margaritas. Ratos de sol y nublados ayudan a que las imágenes tengan diferentes luces. Las fotos se suceden y los gigas de las tarjetas se llenan. Al final, nos es suficiente un tramo de sendero de no más de cuarenta metros para conseguir un reportaje decente que nos dibuje una sonrisa en la cara.

















El tiempo en Skomer ha pasado volando y las cinco horas se han esfumado como si fueran una sola. Regresamos a "mainland" con un poco de tristeza, pues sabemos que este ha sido el último encuentro cercano con la prodigiosa fauna de estas costas salvajes, con esa naturaleza inhóspita a la vez que tan agradecida, cercana y amable. Y... ¿por qué no? también tan exótica para quien está más habituado a patear bosques y montañas, que acantilados y playas. Poco a poco el viaje fotográfico ha ido avanzando, alcanzando y dejando atrás tanto objetivos como destinos, y así acercándose a su final. Casi cinco semanas que han pasado veloces. Las expectativas se han cumplido ampliamente y regresamos a casa satisfechos y con ganas de volver a dejarnos caer por estos lugares en un futuro próximo. En la mochila nos traemos más de ocho mil kilómetros de camino, decenas de miles de archivos en los discos duros, y no menos recuerdos, sensaciones y vivencias. Regresamos de allí un poco más sabios, y también un poco más humildes ante la educación y respeto británicos frente a lo que les rodea (incluida la naturaleza). Y en las retinas grabados estos paraísos naturales y la fauna que en ellos se concentra. Aquí, en este Cuaderno de un Nómada, solo hemos hablado de unas pocas especies fotografiadas con mejor o peor acierto en ocho espacios naturales concretos, pero hemos disfrutado de muchas más en otros puntos distintos. Focas, nutrias, ardillas, águilas reales y pescadoras, lechuzas comunes y campestres, porrones osculados, cisnes, barnaclas, ánsares, ostreros y un largo etcétera de especies. El Reino Unido es, sin lugar a dudas, un magnífico lugar para realizar un viaje naturalístico, un verdadero "safari fotográfico".

Y está ahí mismo, a la vuelta de casa.

NOTA: en esta entrada las imágenes de fauna están obtenidas con el equipo indicado en post anteriores (500mm, teleconvertidor 1,4x, etc), excepto la primera fotografía del frailecillo que lo está con un gran angular de 24mm. Todas sin recortes ni reencuadres.

4 de octubre de 2016

Isla de Handa

La isla de Handa es un pequeño islote privado declarado Reserva Natural, gestionado por el Scottish Wildlife Trust y en el que cada año se reúnen bastantes más de cien mil aves de diferentes especies para reproducirse. Así, por ejemplo en dos mil diez lo hicieron cincuenta y seis mil parejas solo de araos, a las que habría que añadir las de gaviotas tridáctilas, alcas, frailecillos, etc. Sin lugar a dudas es un destino ornitológico menos concurrido que otros más famosos y emblemáticos del Reino Unido, y es quizás por ello que tiene un encanto y un atractivo especial que no ofrecen esos otros lugares tan conocidos y a veces tan masificados. Sería realmente imperdonable, por lo tanto, pasar de largo si se está cerca de este paraíso al Norte de Escocia.

Pero vayamos por partes. Lo primero de todo... su ubicación. Para llegar a la isla debemos conducir hasta la recóndita aldea de Tarbet, situada al final de una carretera muy estrecha, de las clásicas de "passing place", llena de curvas y toboganes. El desvío está bien señalizado en la A894, a mitad de camino entre los pueblos de Scourie, al Sur, y de Laxford Bridge, al Este.


Nosotros arribamos al lugar el doce de julio con la intención de visitar la isla a la mañana siguiente, día en el que el pronóstico meteorológico era bueno. Y llegamos sorprendidos por el brusco cambio de paisaje que rodea el pueblecito respecto de los páramos recorridos hasta entonces. Tarbet está compuesto por más o menos seis casas desperdigadas en un paisaje cárstico que nos hizo recordar a nuestros queridos Picos de Europa, y que poco tenía de similar a los espacios abiertos que habíamos recorrido previamente. Sus escasas edificaciones miran a la pequeña cala que sirve de refugio a las embarcaciones de los pescadores y, durante la temporada de nidificación de las aves, también a las zodiac que llevan a los turistas hasta Handa. Denominar "ferry" a este servicio de traslado a la isla es un poco pretencioso, pero el lugar no puede ser más bucólico y encantador. Además, el trato con los responsables del traslado a la isla -recorrido que no dura más de diez minutos- y los voluntarios que allí te atienden no puede ser tampoco más amable. Un lugar perfecto para disfrutar de la naturaleza escocesa en un ambiente tranquilo y relajado.

El precio de los tickets que pagamos por el traslado a la isla en botes fuera-borda y por la entrada a la reserva fue de cuarenta y cinco libras por los cuatro (tres adultos y un niño), y con una estancia en ella de más de siete horas, lo que es un tiempo más que prudencial para disfrutar del lugar y de sus aves. La aldea -también puede ser un poco exagerado denominar así a tan exiguo grupo de casas- tiene poco más que lo que muestran las siguientes tres fotografías, y aunque en el minúsculo embarcadero que hace las veces de puerto se prohibe la pernocta en caravanas o furgonetas, se puede aprovechar un espacio suficientemente amplio al lado de la carretera un kilómetro antes de bajar a la aldea. El lugar no puede ser más bonito.

La primera foto muestra lo que se ve desde el lugar donde pernoctamos: la bajada a Tarbet y la mitad de sus casas. En la segunda el "puerto" y casi el resto de casas. Y en la tercera la caseta donde se expiden los tickets para la isla (no esperéis pagar aquí con tarjeta de crédito). En definitiva, un lugar con un ambiente maravilloso, alejado del bullicio turístico, por el que casi solo se dejan caer naturalistas ansiosos de ver fauna, y que desprende una atmósfera auténtica.


La isla de Handa vista desde el puerto de Tarbet se descubre como una paramera extensa; en su extremo izquierdo se quiere intuir la playa donde se desembarca a los turistas.


Una vez has echado pie a tierra en la preciosa playa de arena blanca y aguas transparentes, uno o dos voluntarios de la Scottish Wlidlife Trust te acompañan hasta una pequeña caseta situada al lado de otra ensenada y explican a los visitantes diversas cuestiones sobre el lugar, aclarando las dudas o las curiosidades de los mismos, explicando las normas de uso de la isla y deseándonos una feliz visita. Después se puede comenzar a caminar por un sendero (a veces entarimado) de unos cinco o seis kilómetros de longitud que recorre la parte occidental de la isla. Es el momento de empezar a disfrutar sin prisas de su fauna, entre la que se incluyen nutrias, focas, lagópodo escocés, y las numerosas especies de aves marinas que todos esperamos fotografiar.



La Isla oculta grandes acantilados que miran principalmente hacia la fachada Oeste y Norte, en los que anidan las especies clásicas que ya conocemos de otros puntos costeros de Inglaterra y Escocia. Como ya dijimos al principio, la colonia de araos comunes (Uria aalge) es importante, siendo de hecho una de las más grandes del mundo, y se mezcla con las habituales gaviotas tridáctilas (Rissa tridactyla). A estas últimas las pudimos ver con los pollos ya casi completamente emplumados y próximos a volar.





Alcas comunes (Alca torda) sobre las rocas.



También los cormoranes moñudos (Phalacrocorax aristotelis) nos ofrecen un rato de entretenimiento mientras comemos cerca de la orilla. Nuestra jornada se caracterizó por un clima muy agradable, soleado y tranquilo, lo que sin duda contribuyó a regresar con un recuerdo inmejorable del lugar.




Por supuesto los fulmares boreales no podían faltar.




Sin embargo, para nosotros el principal objetivo al visitar Handa Island Nature Reserve no eran las colonias de aves criando en los enormes acantilados de hasta ochenta y cinco metros de altura, sino dos especies que utilizan las llanuras herbosas de la isla como lugar de nidificación. Como hemos dicho al principio, buena parte de su superficie está constituida por extensas praderas. En ellas el hombre vivió durante siglos, hasta que una hambruna los echó mediados el siglo diez y nueve. Hoy, sin embargo, son campas abandonadas, recubiertas de gramíneas y pequeñas plantas ideales para que algunas especies las utilicen durante esta época del año.


Y es aquí, y no en los acantilados costeros, en donde podemos encontrar a las dos especies de págalo objeto principal de nuestra visita a la isla. Al págalo grande o eskúa (Stercorarius skua) ya lo habíamos visto en otros momentos de nuestro viaje, siempre volando sobre el mar en pos de algún barco pesquero, o junto a los acantilados en busca de pollos que robar. Aunque aquí no tuvimos demasiada suerte desde el punto de vista fotográfico con esta especie, al menos sí pudimos disfrutar de ella con una relativa cercanía. Se trata de un animal  oportunista, que no duda en depredar sobre los nidos de otras aves, lo que unido a su gran tamaño -casi un metro y medio de envergadura- y ferocidad, lo convierten en el macarra de la zona. Tampoco le hace ascos a la carroña y cuando está en el mar se alimenta principalmente de peces. Su agresividad hacia quien ose arrimarse a su nido es bien conocida, dándole igual qué o quién pueda ser, por lo que no es nada raro que ataque incluso al hombre. Vamos, como los charranes de Inner Farne, pero con un tamaño y un pico bastante más intimidatorios.






Mucho más sencillo nos resultó fotografiar al otro págalo que habita estos mares, el parásito (Stercorarius parasiticus), ya que en varias ocasiones tuvo la amabilidad de posar para nosotros cerca de los senderos habilitados para los turistas, de los que obviamente no podíamos ni debíamos salirnos. También es conocido como eskúa ártico, y no es menos beligerante que su pariente mayor. No fue difícil verlo tumbado sobre las praderas, y no necesariamente sobre el nido, sino vigilante, suponemos que cerca de él. Verlos volar y hacer quiebros sorprendentes sobre nuestras cabezas, en actitud amenazante, representó, sin duda, todo un espectáculo. Su principal alimentación en las zonas de cría son los pequeños roedores que captura en las tundras ventosas del Norte de Europa y Norteamérica. Sin embargo, como buen págalo que es, también captura peces y otros pequeños animales, pollos, etc, y muy a menudo roba a otras aves, o las obliga a regurgitar lo capturado por ellas mientras las persigue por el aire. Viéndolo actuar podemos entender de dónde le viene el nombre de "parásito". La mayor parte de los individuos presentan un plumaje claro por la zona ventral, pero también hay ejemplares de morfo oscuro, como el que podemos ver en la tercera de las fotografías.






Tras disfrutar de la paz que se respira en esta isla inolvidable regresamos sosegadamente a la playa esmeralda en la que nos desembarcaron siete horas atrás, y con una amplia sonrisa en nuestros semblantes subimos al bote desde el curioso y portátil embarcadero de madera con ruedas para, en unos minutos de tranquila travesía, desembarcar en el muelle de Tarbet.


Poco a poco vamos completando destinos y nos vamos acercando a los últimos objetivos naturalísticos del viaje.

NOTA: Todas las imágenes están reproducidas sin recortes ni reencuadres, y las de fauna fueron tomadas con un objetivo de 500mm. al que en determinadas ocasiones se le sumó el teleconvertidor de 1,4 aumentos. Todo sobre un cuerpo de cámara con factor de recorte de 1,6X.