Vivir es un tránsito, un camino en donde todos somos nómadas. Que la travesía merezca la pena, depende de ti.

28 de marzo de 2017

Una de las grandes olvidadas

Cuando camino por el campo, a menudo pienso en algunas especies de animales como las grandes olvidadas de nuestra fauna. Se me cruzan por el camino y me asombro que ante la belleza de algunas de ellas la gente no se detenga más a admirarlas. Me pasa con los azulones, por ejemplo, pero también con las perdices (Alectoris rufa). Su cotidianidad y su abundancia consiguen que pasen desapercibidos para muchos amantes de los animales. Pero como fotógrafo me vuelvo consciente de la hermosura de sus plumajes y me hace pensar que esta afición (la fotografía) sirve para algo más que para transmitir a la sociedad la importancia de conservar el medio y a sus moradores; que sirve para algo más que para hacer educación ambiental entre quienes observan las imágenes; que va más allá de la simple pedagogía, imprescindible en estos tiempos tan difíciles para la naturaleza. Nos ayuda también, además, a abrir los ojos frente al ostracismo al que hemos relegado a aquellas especies que, por comunes, se han vuelto invisibles para muchos. Animales algunos, sí, hay que reconocerlo, de tonos apagados y modestos que les sirven, sin embargo, para pasar inadvertidos ante sus depredadores. Currucas, mosquiteros o aláudidos son buenos ejemplos de familias de aves olvidadas a las que se les presta por lo general una atención escasa. Pero en otras ocasiones especies de exóticos y llamativos colores pasan también desapercibidas ante nuestros ojos. La perdiz roja es una de esas especies, y yo me asombro de ello. Solamente los cazadores que la persiguen con tesón parecen darse cuenta de su belleza; y cómo me recuerda ese gran interés que muestran por esta especie al que sienten sus colegas británicos por el lagópodo escocés; lo que me entristece, además, doblemente.

Cuando el sol de la mañana comienza a calentar estos días de incipiente primavera, las perdices ya están correteando de allá para acá, en parejas, cantando y reclamando, erguidas, tiesas; ligeras y veloces a veces, a peón; y a veces pausadas y mimetizadas. En algunas oportunidades se me acercan junto al hide a picotear las gramíneas que crecen a la sombra de las encinas, junto a las que yo me acomodo intentando pasar desapercibido. Y a tan escasa distancia las llego a tener en ocasiones, que puedo reparar privilegiadamente en los detalles de su maravilloso plumaje sin que ellas lo adviertan. Me gusta oír su canto en nuestros campos cerealistas y adehesados. Verlas con sus familias numerosas cruzando caminos, perdidos y campos de rastrojos, apresuradamente, inquietas ante los peligros que puedan acechar a sus polluelos. Modelos inesperados en sesiones fotográficas a otras aves, su reclamo se transforma en banda sonora de excursiones camperas, de paseos y trabajos en el campo.

Compañeras de amaneceres, eso son nuestras perdices con sus filigranas de colores.











22 de marzo de 2017

Belleza real

Pasan las horas y la espalda se resiente dentro del hide. La primavera ha llegado y muchas aves se afanan ya en sus amoríos inquietos. Van y vienen regalándome una distracción que es muy de agradecer dentro de mi madriguera. Me distraigo comiendo un segundo bocadillo y otra pieza de fruta, más por intentar acelerar el paso del tiempo que por hambre. Un gavilán pasa a la velocidad del rayo volando bajo por mi izquierda, da un quiebro increíble entre unos arboles de follaje muy tupido y se lanza tras un pájaro que no alcanzo a distinguir. Acto seguido el chillido me indica que ese pájaro ya no disfrutará más de esta primavera. En los siguientes minutos la distracción será ver con los prismáticos cómo la pequeña rapaz, medio oculta por la alta vegetación, levanta la cabeza del suelo a tirones: está comiendo. Al final del día, cuando salga del chajurdo lo segundo que haga (primero habrá que estirar la espalda) será ver quién tuvo la desventura de no estar atento a lo que se le venía encima. Un pico de un bonito amarillo intenso unido a una frente de brillantes plumas negras me indican que un estornino negro fue el almuerzo del pequeño pirata de la espesura. Eso y unas cuantas plumas esparcidas junto al árbol donde murió son todo lo que queda por aquí. La vida salvaje en la naturaleza es precisamente eso mismo, salvaje. Unos luchan por no ser comidos y otros por comerlos.

Que las rapaces tienen una atracción especial para el ser humano es algo que no es necesario explicar. Su impresionante mirada, su porte, la elegancia de la mayoría de ellas, su carácter valiente o sus habilidades predatorias y veleras hacen que no pasen desapercibidas para nosotros. Y si de entre todas hay una que podemos calificar de común y bella al mismo tiempo, esa especie es el milano real (Milvus milvus), sin duda, con sus tonos rojizos, jaspeados de manchas negras o grises, con esa silueta potente (que de posado tanto me recuerda a la de un quebrantahuesos, de largas alas y cola, pecho fuerte y patas emplumadas), y que en vuelo nos es tan familiar, esbelta y colorida.

Cuando desde mi agujero veo que por fin bajan algunos milanos reales a los restos de carroñas o pitanzas, se detiene el tiempo. Ya da igual el dolor de espalda, el aburrimiento o el tiempo empleado en la preparación del lugar, del escondite, y de los detalles que marcarán la diferencia entre una sesión fructífera y un desastre de sesión. El entretenimiento está garantizado, y también el aprendizaje. Sus peleas, sus refriegas sobre la comida, su proverbial desconfianza, pero sobre todo su belleza hacen que el tiempo deje de existir y que todo el esfuerzo y dedicación hayan merecido la pena. Habrá quien piense que diez y nueve horas de hide repartidas en dos sesiones para guardar un botín de, tras la escrupulosa criba posterior, poco más de un centenar de imágenes de estas hermosuras aladas no merece la pena. Y habrá quien, por el contrario, daría mucho de sí mismo por tenerlos ante el objetivo. Para mi simplemente no tiene precio. Observar su comportamiento a unas decenas de metros y plasmarlo en la tarjeta de tu cámara es realmente un verdadero disfrute, si no un privilegio, pues no son aves sencillas. Y no lo son por lo anárquicas de su comportamiento, por su costumbre de volar repetidamente sobre la carroña y luego marcharse, o por la de llevarse volando pequeños pedazos sueltos de carne sin llegar a posarse, o por su reticencia a subir a los posaderos que les podamos habilitar, por su cautela exagerada y por su eterna manía de molestarse entre ellos hasta echarse del lugar. En fin, que bastantes más son las veces que uno lo intenta y se vuelve para casa con la tarjeta vacía, que al revés.

Tener a estos milanos reales delante de la cámara me hace recordar la situación preocupante en la que se encuentra la especie tras el increíble descenso poblacional que ha sufrido en toda Europa en las últimas décadas. En España sus efectivos se han reducido desde los años noventa en cerca de un cincuenta por ciento, algo que resulta verdaderamente alarmante, lo que la ha llevado a ser clasificada dentro de la Lista Roja de Especies Amenazadas de la UICN como "en peligro de extinción". Y cuando los veo volar sobre nuestros campos pienso que la sociedad aún no ha tomado conciencia de que nos encontramos con un caso que podría llegar a convertirse en paradigmático dentro de poco tiempo, pues en un futuro próximo podríamos llegar a ver cómo esta especie pasa de la relativa abundancia que disfrutó en el pasado a la rarefacción más absoluta si no hacemos en la actualidad nada por evitarlo.

Veo planear sobre el hide a varios ejemplares, unos más oscuros y otros más claros, e incluso uno con marcas alares rojas que no consigo leer, y pienso en lo afortunado que soy al comprender el enorme atractivo que poseen estas hermosas rapaces, tan ignoradas y desatendidas todavía por la sociedad a pesar de sufrir esos serios problemas de conservación mencionados, y que requieren adoptar inmediatas medidas de protección.











23 de febrero de 2017

Las espulgabueyes

Durante este invierno que ya termina, la cámara no ha podido trabajar mucho; únicamente las garcillas bueyeras (Bubulcus ibis) -o espulgabueyes, como popularmente se las conoce en muchas partes de la Península Ibérica- me han sacado un poco de la monotonía, como ya pudisteis ver en la entrada previa. No importa, he podido reunir en alguna que otra sesión nueva otro puñado de imágenes con una luz diferente a las que había obtenido con anterioridad. Como ya sospechábamos, cuando hiela no se dejan caer por estas praderas, y el único día que lo hicieron -como se puede apreciar en estas dos primeras imágenes en las que se intuye la escarcha blanca sobre la superficie del suelo-, se limitaron a descansar y dormitar. Poco tiempo después, tras desentumecer los músculos, volaron lejos en dirección a otro lugar. Así, esos días en los que el suelo permaneció tan congelado como nuestra propia respiración, las lombrices simple y lógicamente no asomaron la nariz. Y las garcillas, que lo sabían, simple y lógicamente o no se presentaron o, si lo hicieron, ahorraron energía, permaneciendo quietas y remolonas.


Pero no todo han sido días de hielo y temperaturas bajo cero a lo largo de este invierno. También los hubo más templados y lluviosos, o simplemente nublados, en los que se llegaron a concentrar más de sesenta ejemplares delante del teleobjetivo, así como mañanas soleadas (interesantes para realizar contraluces) y días de fuertes vientos que despeinaban su plumaje y me ofrecieron la oportunidad de darle un poco de gracia a algunas instantáneas.









Tras las últimas sesiones he dado por concluido el trabajo con las garcillas bueyeras por esta temporada, pues ellas en breve se desplazarán a sus colonias de cría con la llegada de la inminente primavera, y no volverán por aquí hasta el próximo otoño-invierno.

Yo, por mi parte, quedo a la espera de la irrupción definitiva de esa nueva temporada que ya se barrunta en el canto de algunos pájaros. Hay que empezar a cambiar de objetivos, pensar en nuevos proyectos, nuevas especies, patear nuevos escenarios y campos, planificar nuevas fotos, buscar fondos y luces, imaginar composiciones e intentar conseguirlas, pues dentro de muy poco todos los pajarillos de alrededor estarán encelados y dispuestos a proclamar sus dominios a los cuatro vientos. Mi cámara y yo intentaremos estar allí, en el lugar adecuado en el momento adecuado para, así, traernos a casa esas escenas que empiezan ya a tomar forma en nuestra imaginación.

16 de enero de 2017

La garza pastora

El mes de julio lo pasé fotografiando, como ya sabéis, aves marinas en las magníficas colonias existentes en el Reino Unido. Los tres meses siguientes fueron casi una cura del empacho que nos dimos a fotografiar aves a escasos metros de distancia, además de las lógicas obligaciones personales y que mantuvieron el equipo fotográfico bien guardado en su armario. Y no fue hasta finales de octubre y durante todo el mes de noviembre que no pude volver a sentir la cámara entre las manos, esta vez para fotografiar a las cabras monteses en el Sistema Central, como habéis podido también leer aquí recientemente. Así pues, dentro de mí se había ido acumulando a lo largo del verano y del otoño la necesidad de recluirme de nuevo en el hide, con la introspección que ello supone, con su tranquilidad mientras dura la espera, su silencio, su tiempo para pensar y soñar. Y como proyectos siempre hay en mente, este año estaba claro. Del invierno pasado había quedado pendiente hacer alguna sesión a las garcillas bueyeras (Bubulcus ibis) que tan a menudo observamos entre las ovejas y las vacas en muchos puntos de la Península Ibérica, principalmente en Extremadura y Andalucía, depredando sobre los animalillos que el ganado pueda levantar a su paso. Este año tenía que ser el año. Y tras estudiar su comportamiento en algunos puntos de concentración y sobre todo sus horarios, hemos insistido a lo largo de varias mañanas para acumular una, aún pequeña, cantidad de archivos de esta garza tan curiosa, aunque todavía no ha terminado el trabajo con ella.

Lo que más llama la atención de esta especie es el lugar en donde se alimenta ya que, a diferencia del resto de especies emparentadas, no suele hacerlo en el agua. De este modo, mientras garzas reales e imperiales, garcetas grandes y comunes, cangrejeras, avetoros, avetorillos y martinetes buscan pececillos y renacuajos en humedales, marismas, lagunas y cursos fluviales, las garcillas bueyeras lo hacen casi siempre en praderas y tierras de labor, siguiendo los pasos a menudo del ganado o de los tractores durante sus tareas agrícolas, buscando saltamontes, escarabajos y otros pequeños animalillos.

Veo desde el interior de mi chajurdo de tela cómo en estas praderas cargadas de rocío engullen una y otra vez grandes lombrices que rebuscan en el pasto desde tempranas horas de la mañana. Se desayunan sin descanso una tras otra aprovechando que la humedad y el frescor del amanecer aún las mantienen en el exterior. Concentradas, serias, decididas y eficientes, van caminando sin descanso, inquietas. Los pequeños -y variables en número de un día para otro- bandos de garcillas pastoras van y vienen a lo largo de la mañana, prestándose a ser fotografiados y permitiéndome disfrutar nuevamente de la emoción de la espera en el hide.











4 de enero de 2017

Veinticinco años atrás

Entre las 17:20 y las 17:45 llegamos a la cumbre del Aconcagua tal día como hoy, veinticinco años atrás. Culminó así una parte importante de aquel viaje que nos permitió deambular por tierras argentinas y chilenas a lo largo de tres meses durante el verano austral de finales de 1991 y comienzos de 1992. Patagonia, la cumbre del volcán Tupungato por la vertiente argentina y una buena sobredosis de avalanchas de piedras y nieve en la zona del Cordón del Plata completaron aquel viaje. En el tintero se quedó acercarnos al Mercedario, el tercer gran coloso de los Andes Centrales.

Tal día como hoy de hace veinticinco años supimos cómo queríamos vivir. Intensamente.

Veo las diapositivas escaneadas de aquella aventura (¡qué poco me gusta usar esta manoseada palabra!) y pienso que fue en realidad un viaje iniciático para nosotros dos, aunque en mi bagaje ya hubiera otros dos expediciones anteriores similares en las que pude hoyar las cumbres de cinco seismiles, incluida la del propio Aconcagua varios años antes. A partir de aquella ocasión, ya no hemos dejado de viajar juntos. Aquellos mochileros que se pasaban a veces decenas de horas para cruzar un país en un desvencijado autobús o que visitaron algunas de las más importantes cordilleras del planeta, somos en realidad los mismos que ahora recorremos Europa en nuestra furgoneta, los mismos que seguimos vagabundeando en busca de un rincón donde dormir y en busca de ese paisaje que sería imperdonable no ver. La ilusión es la misma ahora que entonces y la intensidad también.

Mirando aquellas entrañables diapositivas, llenas de grano, motas de polvo y falta de definición, comprendo que han cambiado mucho las cosas desde entonces en el Aconcagua. Ha cambiado su campamento base; ha cambiado la burocracia y el costo de entrar en el valle; las infraestructuras de rescate y de las empresas que guían allí a sus clientes; incluso algún campamento de altura y, obviamente, el equipamiento personal. Pero el clima sigue siendo igual de duro, la altura mucha y las pendientes igual de incómodas que entonces. Veo con un respingo de nostalgia esas imágenes de nuestra rutina diaria en el campo base esperando aquella mejoría climatológica que tanto se hizo de rogar; escuchando música con el walkman (¿qué es eso?, dirán algunos jóvenes); aquellos dos huevos de gallina que compramos allí a un dólar americano la unidad, para celebrar nuestro regreso de la cima con unos huevos fritos de chuparse los dedos; la nieve que casi llegó a tapar nuestra tienda plateada en Nido de Cóndores y que estuvo a punto de dar al traste con el último intento a la cumbre ya que al quedar soldada al suelo con el hielo nos vimos en la necesidad de rajarla para arrancarla de aquella trampa, con el peligro que suponía subir a vivaquear a seis mil metros con una tienda hecha jirones; o nuestro regreso a la civilización, quemados por el viento y ya sin apenas comida en la mochila, repartiéndonos los últimos sobres de keptchup que nos quedaban y un pequeño brick de tomate frito por toda vitualla; y, por supuesto, nuestra llegada a Puente del Inca que suponía la recompensa a todo aquel esfuerzo. Habíamos regresado a la civilización tras hacer una cumbre que aquel año se había mostrado especialmente correosa.

Fueron otros tiempos. Para Castilla y León fue uno de los primeros seismiles femeninos y la primera ascensión a esta cumbre en concreto por parte de una mujer de esta comunidad. Los periódicos así lo reflejaron y sus recortes forman parte ya de nuestros recuerdos junto con un puñado de diapositivas que nos hacen recordar que sí, que estuvimos allí, que fuimos nosotros quienes vivimos aquellos días intensamente, veinticinco años atrás.