Vivir es un tránsito, un camino en donde todos somos nómadas. Que la travesía merezca la pena, depende de ti.

16 de octubre de 2018

La montaña y el hombre

O el hombre y la montaña, porque no sé cual de los dos está más presente en la esencia del Himalaya, si las propias montañas y sus nieves perpetuas, sus alturas y sus rincones inhóspitos e inexplorados, o si sus gentes, con sus creencias y sus dioses, sus quehaceres y su presencia constante. Y es que caminas por valles de dimensiones salvajes y encuentras trazas humanas allí donde mires. Un yakero que evoluciona por lo alto de una ladera imposible tras un yak rebelde que ha decidido asilvestrarse. Los ojos de Buda en un chorten, que observan desde un altozano hacia los cuatro puntos cardinales. Los muros mani que nos anuncian que entramos en una aldea o salimos de otra. Una choza junto a una pradera alpina y sus corrales de piedras mal colocadas que nos recuerdan que alguien pace su ganado en estas minúsculas llanuras alpinas. Los banderines de oración que ondean a los cuatro vientos en hileras de colores escrupulosamente colocados, azul, blanco, rojo, verde y amarillo, proclamando sus mantras tibetanos o sánscritos. Un camino empedrado con infinitos peldaños que suben sin clemencia hasta el cielo o más allá, o que bajan con la misma falta de misericordia a lo más profundo de una garganta cortada de un hachazo en las más grandes de las montañas del planeta, junto a un rugiente río, donde un puente suspendido en el vacío nos permite cruzar a salvo sus aguas blancas y salvajes ... O las voces que resuenan en lo más profundo de un bosque tropical envuelto en nieblas y lluvias suaves, silencioso y misterioso, y que delatan la presencia de algún arriero azuzando a sus acémilas para que, en hileras eternas, no paren de caminar con sus cargas a cuestas.

Puentes, banderines de oración, estupas, chortens, muros o piedras mani, aldeas,... los caminos de Himalaya nos acogen con la hospitalidad que ofrece su humanización, muy a pesar de sus dimensiones descomunales y aparentemente implacables, y nos abrazan con el calor de la gente y de su presencia. No se puede realizar un viaje por estas montañas y obviar que en parte han sido transformadas por la acción del hombre, y que allí donde nosotros, pobres occidentales, vemos unos collados inhóspitos e infranqueables, ellos ven su tierra cotidiana; que donde nosotros vemos una hora de ruta, ellos ven el camino al cole; que donde nosotros vemos una naturaleza salvaje e inalterada, ellos ven sus recursos vitales; que donde nosotros vemos simple belleza, ellos ven mucho más allá de ella, ven espiritualidad; que donde nosotros vemos, en definitiva, regiones exóticas ellos ven lo que en realidad es su hogar.





















11 de octubre de 2018

Mi catálogo

Son los pilares que sujetan sobre nuestras cabezas el firmamento, la bóveda celeste, el infinito azul. Entre ellas encontramos cuatro cumbres de más ocho mil metros (Cho Oyu, Makalu, Lothse y Everest), varias de más de siete mil y un abanico casi infinito de cumbres menores de "solo" seis mil metros de altitud sobre el nivel del mar. Pero sus nombres no importan, ni tampoco si superan una u otra barrera, ni si las etiquetamos en una u otra categoría. Importan, por el contrario, su hermosura, su grandiosidad, su verticalidad, sus atardeceres envueltos en brumas y nieblas, sus amaneceres limpios como un espejo. Sus cambios de color.  Sus dimensiones descomunales, la amplitud de sus horizontes. Importan sus historias, sus leyendas, los sacrificios que impusieron entre quienes osaron amarlas. Los que impondrán a aquellos que flirteen con sus laderas en adelante. Su épica. El magnetismo que nos obliga a mirar sus cúspides.

Veintitrés imágenes de otras tantas vivencias, recuerdos que ya son solo sueños en nuestras mentes; veintitrés ensoñaciones que nos conectan con el pasado más reciente, un catálogo hecho de roca, hielo, viento y nubes; de espacios abiertos, de inmensos espacios abiertos, inabarcables, infinitos.

Eso y mucho más es el Himalaya.

























30 de junio de 2018

El monje

Cuando los fotógrafos nos escondemos frente a una carroñada solemos esperar con especial expectación a un señor de aspecto serio y orgulloso, de genio rudo y trato difícil; bronco, huraño. El buitre negro (Aegypius monachus) es un carroñero escaso que no cuenta ni con la décima parte de parejas reproductoras que su compañero de fatigas, el buitre leonado. Mientras que de este último contamos en la Península Ibérica con una población cercana a las diez y ocho mil parejas, del buitre negro rondan solo las mil trescientas, aunque afortunadamente parece que en franca recuperación. Sin lugar a dudas este aspecto de su estado de conservación le confiere una notoria relevancia para el naturalista, que siempre presta más interés a aquellas especies que precisan de una mayor protección. Pero es que, además, ostenta otros atributos peculiares que se vienen a sumar a su precaria situación poblacional. Por un lado, es el mayor ave voladora de Europa y una de las más grandes del mundo tras albatros y cóndores andinos, alcanzando casi los tres metros de envergadura. Resulta ser mucho menos gregaria que el leonado, apareciendo en las carroñas en menor número que aquel (exceptuando allí donde una gran colonia de buitre negro está cercana). Tiene unos hábitos alimenticios algo diferentes a los del leonado -digamos que es un poco más exquisito a la hora de sentarse en la mesa, escogiendo con preferencia la carne a las vísceras-, alimentándose a menudo de carroñas muy pequeñas. Se agrupa en dispersas colonias de cría en densas masas forestales de algunas serranías sobre todo del Centro-Oeste peninsular, donde construyen enormes plataformas sobre la copa de los árboles. Por si fueran poco sugestivas todas estas particularidades, exhibe un porte sobrio y elegante, propiciado en gran medida por las plumas que adornan erizadas la parte posterior de su cuello y que le otorgan ese cariz a la vez aristocrático y severo. Todo ello hace que para un fotógrafo el buitre negro sea una verdadera tentación. Personalmente los considero unos animales realmente bellos, en especial los jóvenes del año, con su cabeza prácticamente negra.

Todo esto se me agolpa en la cabeza cuando a lo largo de varias carroñadas en dos ubicaciones diferentes busco encuadres y gestos que inmortalizar. Sigo y persigo a los ejemplares con el objetivo, los espío y los vigilo, esperando una pose, un gesto o un comportamiento. Caliento el sensor de la cámara con continuas ráfagas desde el escondrijo intentando plasmar en bits digitales ese empaque de personaje duro que siempre transmite esta especie y que a mí tanto me engancha; ese semblante ceñudo y áspero, sí, como de señor serio y orgulloso.