Vivir es un tránsito, un camino en donde todos somos nómadas. Que la travesía merezca la pena, depende de ti.

24 de octubre de 2018

La vida real

Caminamos por los senderos del Himalaya y paseamos por sus aldeas bajo la apabullante presencia de sus montañas, afiladas como cuchillos, inmensas y vertiginosas. Pero a su sombra la vida cotidiana discurre sin descanso, dura y frágil al mismo tiempo, rigurosa y hermosa por igual. Las gentes que nos cruzamos luchan cada día por "ganarse la vida", expresión muy occidental pero que aquí cobra verdadero sentido.

Dejamos paso a un grupo de ocho o diez hombres jóvenes seguidos de otros más mayores y algunas mujeres. Suben por las curvas cerradas del camino en medio del bosque húmedo, envuelto en nieblas, lleno de sanguijuelas que te caen de las ramas de los árboles con la lluvia fina. Los primeros transportan a hombros el cadáver de algún familiar o de un vecino, sobre una camilla improvisada con palos largos; se turnarán sin duda. Todo el cortejo sube por el tremendamente empinado vericueto en el más profundo de los silencios. El fallecido va amortajado y atado para no caer en algún traspié; y cubierto por un plástico transparente para que la lluvia no lo acabe empapando. Escalón a escalón ganan altura en la ladera, a base de fuerza y esfuerzos, intentando no tropezar y caer. Suben y se pierden de vista en el interior del bosque, que lo engulle todo: aldeas, montañas, voces,... Nosotros seguimos descendiendo enmudecidos por la escena. Comprendemos de un plumazo lo que significa verdaderamente vivir aislados, lejos de cualquier medio de comunicación motorizado.

Nosotros buscamos esto conscientemente cuando viajamos a un país como Nepal, alejarnos de nuestra vida cómoda y sencilla, en donde todo lo tenemos al alcance de la mano. Como buenos turistas, llegamos a estos valles con nuestras cámaras colgadas del cuello, con nuestro dinero y nuestros equipos de montaña en busca de la autenticidad de la cordillera más grande del planeta, de su esencia, de su vida, de su alma. De su aliento. Y cuando lo encontramos nos volvemos conscientes de la superficialidad de nuestras existencias, de nuestros egoísmos y ... de la suerte que tenemos por haber nacido donde lo hemos hecho. Porque aquí convives con la crudeza de sus vidas cotidianas cuando ves a los porteadores reventados por el peso que cargan en sus espaldas, doblados a veces en ángulo recto mientras caminan aplastados. Cuando vez a las mujeres horas eternas preparando con sus manos "tortas" redondas con los excrementos de los yaks para usar después como combustible, una vez secos. Cuando ves a los críos caminando bajo la lluvia durante ni se sabe cuánto tiempo para ir a la escuela. Cuando ves que algunos de estos mocosos ni siquiera van a ella porque tienen que cuidar de sus hermanos, aún más chicos todavía. Cuando ves que a pesar de no tener nada su devoción les incita a mantener pulcros chortens, stupas, templos y muros mani. Cuando los ves recogiendo sus exiguas cosechas de maíz o patatas, o peleándose con sus recuas de mulas o yaks para transportar los productos que nosotros, los turistas, vamos a necesitar en los lodges. Nos damos cuenta de su crudeza y de su aislamiento cuando vemos los enormes puentes colgantes que posibilitan las comunicaciones entre valles y aldeas, siempre andando, solo caminando. Aquí no hay carreteras, no hay ambulancias, no hay evacuación rápida posible. Ante una enfermedad o un accidente ... solo tienen el camino, porque el helicóptero será para muchos una opción fuera de su alcance, inimaginable. Y el camino pueden llegar a ser de varios días hasta alcanzar el jeep más cercano.

Así es la vida diaria que observas alrededor tuyo cuando recorres los caminos del Himalaya. Aunque no quieras verla, aunque solo desees contemplar montañas y paisajes, la ves, la tienes delante; ves la vida real, la de verdad, a veces cruel y siempre dura, porque es la que flota en estos valles alrededor nuestro, occidentales afortunados, siempre envueltos en nuestras burbujas de turistas de paso.

Verás esa vida dura más allá, incluso, de sus eternas sonrisas.





















16 de octubre de 2018

La montaña y el hombre

O el hombre y la montaña, porque no sé cual de los dos está más presente en la esencia del Himalaya, si las propias montañas y sus nieves perpetuas, sus alturas y sus rincones inhóspitos e inexplorados, o si sus gentes, con sus creencias y sus dioses, sus quehaceres y su presencia constante. Y es que caminas por valles de dimensiones salvajes y encuentras trazas humanas allí donde mires. Un yakero que evoluciona por lo alto de una ladera imposible tras un yak rebelde que ha decidido asilvestrarse. Los ojos de Buda en un chorten, que observan desde un altozano hacia los cuatro puntos cardinales. Los muros mani que nos anuncian que entramos en una aldea o salimos de otra. Una choza junto a una pradera alpina y sus corrales de piedras mal colocadas que nos recuerdan que alguien pace su ganado en estas minúsculas llanuras alpinas. Los banderines de oración que ondean a los cuatro vientos en hileras de colores escrupulosamente colocados, azul, blanco, rojo, verde y amarillo, proclamando sus mantras tibetanos o sánscritos. Un camino empedrado con infinitos peldaños que suben sin clemencia hasta el cielo o más allá, o que bajan con la misma falta de misericordia a lo más profundo de una garganta cortada de un hachazo en las más grandes de las montañas del planeta, junto a un rugiente río, donde un puente suspendido en el vacío nos permite cruzar a salvo sus aguas blancas y salvajes ... O las voces que resuenan en lo más profundo de un bosque tropical envuelto en nieblas y lluvias suaves, silencioso y misterioso, y que delatan la presencia de algún arriero azuzando a sus acémilas para que, en hileras eternas, no paren de caminar con sus cargas a cuestas.

Puentes, banderines de oración, estupas, chortens, muros o piedras mani, aldeas,... los caminos de Himalaya nos acogen con la hospitalidad que ofrece su humanización, muy a pesar de sus dimensiones descomunales y aparentemente implacables, y nos abrazan con el calor de la gente y de su presencia. No se puede realizar un viaje por estas montañas y obviar que en parte han sido transformadas por la acción del hombre, y que allí donde nosotros, pobres occidentales, vemos unos collados inhóspitos e infranqueables, ellos ven su tierra cotidiana; que donde nosotros vemos una hora de ruta, ellos ven el camino al cole; que donde nosotros vemos una naturaleza salvaje e inalterada, ellos ven sus recursos vitales; que donde nosotros vemos simple belleza, ellos ven mucho más allá de ella, ven espiritualidad; que donde nosotros vemos, en definitiva, regiones exóticas ellos ven lo que en realidad es su hogar.





















11 de octubre de 2018

Mi catálogo

Son los pilares que sujetan sobre nuestras cabezas el firmamento, la bóveda celeste, el infinito azul. Entre ellas encontramos cuatro cumbres de más ocho mil metros (Cho Oyu, Makalu, Lothse y Everest), varias de más de siete mil y un abanico casi infinito de cumbres menores de "solo" seis mil metros de altitud sobre el nivel del mar. Pero sus nombres no importan, ni tampoco si superan una u otra barrera, ni si las etiquetamos en una u otra categoría. Importan, por el contrario, su hermosura, su grandiosidad, su verticalidad, sus atardeceres envueltos en brumas y nieblas, sus amaneceres limpios como un espejo. Sus cambios de color.  Sus dimensiones descomunales, la amplitud de sus horizontes. Importan sus historias, sus leyendas, los sacrificios que impusieron entre quienes osaron amarlas. Los que impondrán a aquellos que flirteen con sus laderas en adelante. Su épica. El magnetismo que nos obliga a mirar sus cúspides.

Veintitrés imágenes de otras tantas vivencias, recuerdos que ya son solo sueños en nuestras mentes; veintitrés ensoñaciones que nos conectan con el pasado más reciente, un catálogo hecho de roca, hielo, viento y nubes; de espacios abiertos, de inmensos espacios abiertos, inabarcables, infinitos.

Eso y mucho más es el Himalaya.