Vivir es un tránsito, un camino en donde todos somos nómadas. Que la travesía merezca la pena, depende de ti.

30 de junio de 2020

La exploradora

Así deberíamos llamar a la tórtola turca (Streptopelia decaocto) porque su expansión por el planeta recuerda mucho a la de la especie humana, siendo casi tan exitosa como la nuestra.



Originariamente a finales del siglo XIX se distribuía desde Turquía al subcontinente indio y sur de China, pero desde entonces ha protagonizado una de las expansiones faunísticas más espectaculares de la historia natural. Aunque ya había habido registros previos puntuales de su presencia en Europa, no es hasta comienzos del siglo XX que la especie inicia una imparable colonización de Europa desde los Balcanes hacia el noreste, alcanzando mediados el siglo Alemania, Gran Bretaña e Irlanda. En las décadas siguientes se fue expandiendo tanto al norte del continente, donde alcanzó el Circulo Polar Ártico y el oeste de Rusia, como hacia el sur, donde ocupó la cuenca del Mediterráneo, colonizando el norte del Magreb, e incluso las Islas Canarias a finales de la pasada centuria. En la península Ibérica comienzan a verse ejemplares en la década de los 60, pero no es hasta 1974 que se constata la primera reproducción de tórtolas turcas en nuestro país, concretamente en Santander. Desde entonces la expansión hacia el sur fue imparable y veloz, y al alrededor de 15 años más tarde ya había colonizado el solar ibérico.





Introducida en las Bahamas en la década de los 70, dio rápidamente el salto a Florida y continuó su expansión por Norteamérica llegando incluso a Alaska y los Grandes Lagos. No se sabe muy bien en qué medida escapes de aves cautivas han ayudado a esta rápida colonización, pero lo cierto es que continúa en un franco proceso colonizador. Si en Europa se registraba una media de 50 km de avance geográfico anuales, en Norteamérica se han dado avances del doble, lo que resulta brutal para una especie que muestra patrones sedentarios.


¿A qué se debe este éxito sin parangón? sin duda a la conjunción de diversas causas. Por un lado a su enorme éxito reproductor. He llegado a constatar hasta cinco puestas seguras de una pareja en una casa de campo, probablemente seis, la última de las cuales tenía lugar en plenas Navidades. 




La otra causa fundamental puede ser que ha sabido adaptarse a la vida al lado del hombre. Esto le proporciona grandísimas ventajas, pues reduce las acciones depredatorias de sus enemigos naturales, así como la presión cinegética humana sobre ellas (en las ciudades y cascos urbanos no se puede cazar, algo que han descubierto también en las últimas décadas las palomas torcaces). Además, esta cercanía al hombre les proporciona alimentación abundante, lo que siendo una especie gregaria nos posibilita ver grandes bandos de ellas alimentándose de las cosechas agrícolas humanas, como en el caso de la foto que vemos aquí, donde los garbanzos amontonados para la alimentación del ganado constituyen un suplemento alimenticio que saben aprovechar muy bien.




Estos tres factores están sin duda detrás de su éxito demográfico y colonizador: su alta tasa reproductiva, la reducción de la mortandad y la facilidad para encontrar abundante alimento. Todo ello ha hecho que su expansión demográfica y geográfica se haya convertido en un caso paradigmático a nivel mundial. La tórtola turca ha venido para quedarse al abrigo de los asentamientos humanos, igual que lo ha hecho la paloma torcaz, ambas se han hecho un hueco entre nosotros haciendo valer su adaptabilidad y oportunismo, y en claro contraste con otras muchas especies que poco a poco van desapareciendo de nuestros campos.




23 de junio de 2020

Posaderos

Voy a aprovechar las sesiones que he hecho estos días de atrás a unas abubillas (Upupa epops) para hacer mención de la transcendencia que en la foto final tiene algo que es controlable por nosotros desde el primer momento y puede determinar la calidad final en la fotografía de aves. Me refiero, como ya sabéis por el título de la entrada, a los posaderos. Siempre se habla de que la fotografía es luz. Nadie lo discute y todos los que sentimos afición por retratar la fauna la buscamos con la misma intensidad que los paisajistas, por ejemplo. Cuando hablamos con compañeros de afición sobre ciertos escenarios, siempre hablamos de si las fotos son "de mañana" o "de tarde", por ejemplo, y buscamos, como todos los fotógrafos, que la luz sea lo más bonita posible. A veces deseamos días nublados para evitar contrastes, o lugares en sombra para trabajar con luz artificial, o escogemos la luz del atardecer o del amanecer más o menos a nuestra espalda cuando buscamos ambientes cálidos, ... Hasta aquí todo correcto, todo el mundo esta de acuerdo. El segundo factor es, por supuesto, el fondo. A veces nos interesa un fondo suave que no nos distraiga del sujeto a inmortalizar, o que acompañe a la especie aportando información sobre su hábitat o alimentación, por ejemplo. Un tercer factor a considerar es, por supuesto, el propio pájaro que pretendemos retratar. Cuanto más compleja sea su fotografía, más valor tendrá el trabajo resultante, aunque su valor artístico no esté siempre a la misma altura que el de fotos tomadas a especies sencillas.

Sin embargo, muchas veces vemos fotos de aves que lo tienen todo respecto de esos tres factores a tener en cuenta, pero pecan de posaderos feos o con defectos, tales como golpes, ramas rotas, o el liquen en la parte inferior de la rama (algo que en la naturaleza no se da).

Si la fotografía ha sido obtenida a salto de mata, a pecho descubierto, entonces no tenemos opciones de manipular la percha en la que se posa el pájaro. Pero resulta inaudito que, si la foto está preparada en un escenario intencionado, algunos fotógrafos aún se olviden de buscar ese posadero chulo que esté a la altura de esa foto tan pensada en su cabeza y que le ha llevado un cierto curre conseguirla. Y me parece sorprendente porque escoger un posadero adecuado es precisamente la parte más "controlable" por el fotógrafo, junto con su ubicación exacta para que el fondo sea bueno (si se trata de un escenario preparado). El resto, tanto la luz como el animal, pueden no ser los esperados el día de la sesión. Pero los posaderos sí, siempre son controlables. Busquemos, pues, siempre perchas interesantes.


Una vez que ya tenemos claro que el posadero es una parte fundamental de la imagen final, debemos plantearnos seriamente darles un solo uso. Ya sé que hay posaderos muy resultones y que dan ganas de aprovecharlos más veces y utilizarlos en varias sesiones, a veces incluso para varias especies distintas, pero esto es un error. Por mucho cariño que le hayas tomado de verlo tantos meses en un rincón de tu casa, o por haberlo llevado ya a unas cuantas sesiones en las que no se posó nada y ha regresado triste contigo, una vez usado debe desaparecer de tu vida, no es un drama, jejeje, deshazte de él. Un posadero, una vez exprimido en una sesión, por muy bonito que sea, debe ir a formar parte del campo, pudrirse y reintegrarse en la naturaleza. No debemos caer en la tentación de usarlo más veces. ¿A qué me refiero con lo de "exprimido"? pues a que si el posadero da juego para hacer fotos en vertical y apaisado, hay que hacerlas, y a ser posible con la especie en diversas posiciones, de espaldas, de frente, tanto con el macho como con la hembra si existe dimorfismo sexual, con diferentes luces, con el duplicador y sin él, etc. Todas las variaciones que se os ocurran. Esto es exprimirlo.



Lo ideal es que lo use un solo fotógrafo, aunque si invitas a un colega a la sesión no quedará más remedio que compartir imágenes similares. En estos casos la buena compañía lo compensa, sin duda. Si le invitas pero tú no vas, entonces ponle a él un buen posadero, y luego lo tiras.

Una de las cuestiones que muchas veces nos planteamos y que nos suele generar dudas es si, aprovechando el escenario en el que hemos puesto tantas esperanzas, situamos uno, dos o más posaderos, de modo que en una misma sesión tengamos más opciones. Aquí depende mucho de la especie y de las circunstancias. La experiencia nos lo irá diciendo. Si es una especie difícil, que aparece poco y que para poco posada en la percha, entonces mi recomendación es no arriesgarse y asegurar las fotos en un solo posadero. ¿Por qué? Porque Murphy andará por ahí ciscando, como siempre, y cada vez que tú tengas enfocada y encuadrada una percha el bicho cuando llegue se posará en la otra. Para cuando tu muevas despacio el objetivo y encuadres al bicho, este volará. Por mucho que no te lo puedas creer, esto te lo harán la mitad de las veces al menos; a tí se te hinchará la vena o te entrará la risa histérica porque no te podrás creer la de oportunidades que estás perdiendo, mientras ves que se te está yendo la luz buena. Si enfocas el posadero derecho el pájaro se subirá al izquierdo, y cuando después de que te haya hecho esto cinco veces seguidas tú encuadres el izquierdo, al "uyuyui" se le ocurrirá probar el derecho. De esta manera se pierden muchas oportunidades. Es preferible asegurar con especies así. Situar varios posaderos es un planteamiento bueno en bebederos o comederos donde la afluencia de aves sea numerosa, o con especies que una vez posados permanezcan mucho rato en la percha (martín pescador, por ejemplo), pero no con otras que duran unos segundos (como la abubilla). En estos casos debe prevalecer asegurar las fotos.

Bueno, aquí vemos a la abubilla en un posadero diferente al de la primera imagen, situado en el mismo punto y con el mismo fondo de encinas, aunque siempre con la precaución de modificar la posición o bien del posadero o bien del hide para que el juego de manchas del fondo varie. La luz es muy distinta dado que en la anterior tanto el fondo como el sujeto están en sombra, mientras que en esta segunda foto al fondo ya le daba el sol de la mañana.


Según estamos viendo, si queremos fotos de una especie que apenas para en el posadero, necesitaremos varias sesiones si queremos retratarla en varias perchas distintas, puesto que cada día usaremos una. En estos casos yo procedo a hacer el cambio de posadero cuando termino una sesión. Para ello hay que ser previsor y disponer de la siguiente percha que queremos ponerles al día siguiente ya preparada. Una vez acabada la sesión, en este caso matinal, el ave tiene todo el resto de la jornada para acostumbrarse al posadero (o mejor aún, varias jornadas, si intercalarais días sin sesiones). Aquí hay que decir que hay especies que extrañan más estos cambios y otras que no. A la abubilla no le preocupa en absoluto, según mi experiencia con la especie, y al momento de alejarme del lugar si le coincide está ya subida en el nuevo posadero.

Los posaderos no debemos buscarlos cuando vamos a preparar una sesión. Seguro que si no hemos sido previsores, cuando los necesitemos no encontraremos ninguno adecuado. Lo mejor es dedicar alguna excursión para buscarlos; nos pasamos un día relajados por el campo buscando palos y piedras chulos, con formas curiosas, atractivas, con musgo, o líquenes, etc. Se obtienen buenos posaderos en brezales incendiados, en donde podemos encontrar cepas como la de la última fotografía o ramas retorcidas muy chulas. También son buenos lugares para buscar palos las pozas de ríos de montaña y puntos en los que la leña (a ser posible de brezo, madroño y otras especies con ramas chulas, retorcidas, etc.) que arrastran las crecidas quedan atascadas. Aquí los palos están lavados por la erosión del agua y quedan muy interesantes. Lo mejor es tenerlos guardados, no tiene por qué ser en casa, si los tienes a la intemperie pueden ganar belleza, incluso. Por otro lado, cuando recojo piedras o ramas con musgo, las guardo a la sombra y cuando pienso en que las voy a necesitar -a veces varios meses después- las riego abundantemente (las meto en la bañera y las ducho a discrección, abundantemente y a menudo) durante varios días para que el musgo vuelva a rejuvenecer y se ponga de nuevo verde.

Mis posaderos los sitúo sobre un soporte de fabricación casera que me permite ser muy rápido y eficaz a la hora de montarlos. Tengo varios de varias alturas, según me pueda interesar. ¿Cómo los fabrico? muy simple: un cubo de plástico o similar no muy alto (20-25 cm), un tubo de PVC, unas pequeñas barritas metálicas y cemento. Con esto me hago soportes similares a los que se usan para sujetar algunas sombrillas. Hago un agujero en la base del cubo por donde meto un extremo del tubo de PVC, extremo al que previamente le he atravesado las barras metálicas para que haga cuerpo el cemento. Luego ya solo tengo que rellenar de cemento el cubo. Ya está, sencillo y efectivo.  Puedes incluso comprar empalmes de PVC en forma de "Y" para situar posaderos inclinados. El plástico llama un poco la atención en medio del campo, así que yo lo cubro con diversos trozos de corcho. Pensar que a las ramas de los alcornoques cuando llevan un tiempo en el suelo se les pudre la madera, pero no así el corcho. De este modo puedes encontrar "tubos" de corcho, huecos, de diversos diámetros que son perfectos para camuflar el PVC u otras barras similares, usadas en estos escenarios preparados.



Encima veis una ejemplo, con el soporte a la derecha y un posadero clavado en él, encintado a una barra de hierro y camuflado con corcho. Estos camuflajes pueden ser útiles más para los curiosos humanos que porque moleste a los pájaros la visión del plástico. Finalmente, si el posadero es un tocón de madera lo que hago es practicarle un taladro en la parte inferior y por detrás con una broca bastante gruesa, y será ahí donde aloje un palo recto o barra metálica que sobresalga 30-50 cms, que es la parte que introduzco dentro del tubo de PVC. Si el posadero es una rama simplemente la introduzco en el tubo o la encinto a él.


Respecto de esta última foto, poco más que añadir. Tercer posadero, esta vez una cepa de brezo, para la última sesión. Comienza a darle la sombra de una encina en la base del mismo, algo que me resulta atractivo. En esta vemos a la abubilla desde otra perspectiva, y además con la cresta enhiesta, aunque se le nota el plumaje algo desgastado. Las abubillas tienen por costumbre erizar la cresta justo en el momento de posarse. Es un segundo o dos, no más, luego la bajan y la mantienen gacha el resto del tiempo, así que hay que estar muy atento a disparar y enfocar el ojo en un instante.

Tres sesiones, tres luces, tres posaderos distintos.

21 de abril de 2020

El día de La Tierra

Hoy, 22 de abril, día mundial de La Tierra, soy especialmente pesimista respecto del futuro que nos espera al ser humano como especie. El confinamiento nos ha despertado a la cruda realidad de un futuro más que incierto si pensamos un poco más allá de la actual pandemia, a la cual de una manera u otra estamos venciendo. Porque si después de este interludio pasajero no pensamos como especie, si no interiorizamos que solamente somos una pieza más en un organismo vivo mucho más importante, si no aprendemos de los errores pasados, de la deriva a la que nos está llevando nuestro miopía histórica, si no actuamos como un todo junto con el resto de seres vivos del planeta ... llegará el día en el que La Tierra nos devolverá de la manera más cruda el maltrato al que la estamos sometiendo. Y ese día puede estar más cerca de lo que pensamos. Yo no lo veré, ni la generación o generaciones siguientes quizás, pero en tiempos geológicos el planeta no da para más. El desastre es inminente. El mundo globalizado que hemos construido puede ser nuestro verdugo si no dejamos de pensar en nosotros mismos, en mirarnos nuestro ombligo, y en amasar poder y dinero, consumiendo compulsivamente bienes materiales innecesarios y superfluos, y explotando recursos naturales escasos e imprescindibles para el funcionamiento de la vida en el planeta, tal y como la conocemos actualmente. Si no hacemos que ese mundo globalizado juegue a nuestro favor, a favor del planeta, muchas cosas estarán perdidas. Quizás todo.

Lo siento, reconozco que soy muy pesimista. Y es que no tengo ninguna confianza en la memoria de la especie humana; multitud de veces ha demostrado que es muy frágil, extremadamente frágil, por no decir inexistente. Cuando pase esta crisis sanitaria seguirá prevaleciendo el poder, el dinero, la explotación de los recursos del planeta y hasta de nuestros propios congéneres. Todo seguirá igual, incluidas las desigualdades. Seguiremos alimentando una máquina insaciable en la que la injusticia social se habrá acrecentado aún más. Nos habremos olvidado de todo, mientras gurús y salvapatrias nos relatarán el mantra de la heroicidad que hemos realizado venciendo todos juntos al virus. Y nosotros nos olvidaremos contentos del fondo del problema: nuestra total desconexión emocional de la naturaleza, del planeta y del resto de seres vivos con los que lo compartimos. Voluntariamente nos anestesiaremos para vivir felices en una ignorancia buscada y suicida.

De hecho, hay mucha gente que ni siquiera se plantea que pueda haber otro modelo social y económico. Y además los votamos, y los jaleamos. Los Trump o los Bolsonaro están entre nosotros, y nosotros, los hombres, los encumbramos y les damos el poder. No nos puede extrañar luego lo que digan y hagan.

Es cierto que hoy, 22 de abril, día mundial de La Tierra, cuando ya llevamos cuarenta días de cuarentena, empezamos a ver muy tenue la luz al final de este túnel. Aún no sabemos la longitud que tendrá el que estamos atravesando, aunque ya intuimos por lo pequeñita que se ve esa ventana luminosa al fondo del todo, que este va a ser todavía muy largo. Y por no saber, no sabemos si tras esta travesía oscura en la que nos encontramos vendrán más túneles igual de negros. El tiempo nos lo dirá, y esperamos estar todos para verlo, aun sabiendo que "todos" es una expresión que no se va a ajustar a la realidad. Por el camino muchos se apearán de este tren. Muchos ya lo han hecho.

Sea los que sea lo que el futuro nos depare a nosotros, la vida continúa ahí afuera, al lado mismo de nuestros confinamientos. Y yo sigo enganchado a ese resquicio de vida para mantener mi cordura y mi estabilidad emocional. No puedo salir a respirar naturaleza. No puedo sentir la corteza rugosa de las encinas, ni su hojarasca rígida y reseca en el suelo al caminar bajo sus grandes copas. Pero al menos desde las ventanas puedo observar cómo continúa la vida del otro lado. Soy testigo del devenir ancestral de la primavera. De otra primavera más. Espío desde mi ventana indiscreta cómo los gatos se han adueñado de la isla del Soto, y de cómo uno de ellos de color negro debe ser, sin duda, una gata porque hasta tres gatos diferentes van últimamente siempre detrás de un ejemplar negro. No les debe dar mala suerte, precisamente. Lo curioso de esto es que nunca antes, desde hace 21 años que vivo en este mirador privilegiado, habíamos visto a los gatos pasar de día por la pasarela de acceso a la isla, y menos aún habíamos visto alguno allí. Seguro que lo hacían de vez en cuando, pero obviamente sería de noche, pues aunque sean gatos urbanos la verdad es que rehuyen de la compañía humana y están medio asilvestrados. Ahora, sin embargo, con la isla cerrada desde días antes incluso de que se aprobara el confinamiento, el trasiego de gatos entre la isla y la urbe es continuo a cualquier hora del día.




Sin embargo, a mí los que más me gustan son los dos gatos de orejas melladas por las trifulcas que viven debajo de nuestras ventanas, en una casa baja deshabitada hasta la llegada del verano, cuando vienen los moradores desde su residencia madrileña habitual. El uno con unos ojos maravillosos de color azul cielo, el otro con su mirada amarilla. Ambos son ahora los dueños de los tejados de la casa, sestean y se amodorran entre las onduladas cubiertas de fibra de vidrio o entre la hojarasca caída en su jardín.





Como no puede ser de otra manera en estos días en los que las ventanas nos imantan, vemos a diario al visón americano medrando por el brazo de río encauzado entre la aceña y las casas. Que en dos ocasiones lo haya visto nadando hacia la misma zona de la casa baja con un cangrejo sin comer en las fauces -apreciable en la última de las fotos, por ejemplo-, me hace pensar en la posibilidad de que tenga cachorrillos en algún rincón de estas viviendas, lo que no puede ser motivo de alegría, precisamente. Los veo ir y venir de una orilla otra, con su inconfundible forma de nadar, como si de un palo se tratara, con la grupa asomando siempre fuera del agua, cuando no toda la espalda, y sin la soltura y elegancia de nuestras nutrias.






Ya conocéis de mi anterior entrada al resto de moradores del lugar. Un cormorán sigue dejándose caer de vez en cuando por aquí, a veces para pescar, a veces para descansar. Desconozco si será siempre el mismo individuo o si se trata de varios distintos, aunque desde luego siempre los veo de uno en uno, solitarios.




Los azulones siguen visitándonos cada día, a veces en grupos pequeños y otras en parejas o solitarios. Casi siempre machos, excepto algún que otro ejemplar hembra identificable en los grupos que pasan volando por delante nuestro a lo largo de la cinta transportadora que pasa a ser el río. A alguno incluso se le observa la muda del plumaje. Me sirven, en cualquier caso, para componer con las hondas que dejan tras de sí, o con la vegetación.












Las cigüeñas ya se han dejado fotografiar por fin. Las veo a diario en la isla, generalmente cazando por las praderas llenas de flores amarillas, aunque intermitentemente las observo acarreando algo de material para el nido. Caminan pausadas, con la elegancia que les caracteriza, por los caminos de la isla y entre los juegos y mobiliario deportivo instalados en ella. Van y vienen, de allá para acá, inspeccionando todo lo que se puedan echar al pico. Como ocurriera con los gatos, nunca antes en los años que llevamos viviendo aquí habíamos visto a las cigüeñas posadas en la isla. Se las ve felices, tranquilas, disfrutando de un espacio muy cercano a su nido, que un bichito nos ha arrebatado a los humanos.




Garzas reales y garcetas comunes siguen revoloteando por la aceña, aunque no sea fácil fotografiarlas al meterse recurrentemente tras la vegetación que cubre la caída del agua. De las primeras habitualmente dos ejemplares se persiguen y se molestan hasta que solo una se queda en la zona. De la segunda, van y vienen entre la aceña donde pescan y las ramas de los árboles donde descansan.


Los vecinos más agradecidos siguen siendo las palomas torcaces, que se posan en las antenas de alrededor y me permiten fotografiarlos con todo tipo de luces y fondos, según sean los cielos y nubes del día. Siempre me ha resultado un pájaro precioso, pero ahora que me encuentro limitado por las circunstancias y que lo observo con el plumaje intenso de la época de reproducción, no puedo por menos de fotografiarlo una y otra vez. Su belleza es incuestionable.






Y como no puede ser tampoco de otra manera, las palomas domésticas que viven en la casa baja también me distraen intentando componer con las tejas de la cubierta. No son muchas ahora; por algún motivo ha desaparecido el gran número de palomas que había hace años, aunque me percato de ello. ¿Por qué será?




De entre todos los vecinos emplumados que trajinan entre tejados, jardines y vegetación de ribera, la urraca se muestra incondicionalmente desconfiada. ¡Qué tía! No hay manera de abrir una ventana, por despacio que lo hagas, sin provocar que desaparezca como alma que lleva el diablo. De hecho, estas fotos están realizadas a pulso sin abrir la ventana, porque todos los intentos de fotografiarla como al resto de vecinos -apoyando el equipo sobre una "bean bag" en la ventana- acababan en una huida precipitada. Las veo perseguir a mirlos comunes y estorninos negros. Parece que disfrutan molestando a los demás, sin un objetivo concreto. Son los macarras del barrio, los abusones que nadie quiere tener al lado. Pero maravillosas con sus irisaciones verdes y azules. Inteligentes, adaptables. Magníficas y necesarias.



A  los estorninos negros y a los mirlos comunes los veo siempre afanándose en coger los frutos negros de la hiedra que crece en el jardín de la casa baja. Inquietos, no resulta sencillo retratar a los mirlos, siempre buscando entre la vegetación del jardín. Seguiré intentándolo. Lo veo siempre como ajetreado, como si una urgencia le obligara a no quedarse quito; se posa sobre el tejado o sobre la antena unos segundos (imposible, no me da tiempo), para luego dirigirse orilla arriba hasta una misma zona donde, con toda seguridad, estará oculto su nido. estos días solo veo al macho, así que la pareja estará tumbada incubando ya. La primavera no descansa.



Y finalmente los entrañables gorriones comunes van y vienen por tejados y aceras, recogiendo el pan que algún vecino les tira desde el balcón, ... bonitos también con su plumaje más intenso y el pico más negro, como corresponde a la época en la que estamos.



La vida sigue sin nosotros. Los vecinos que observo desde mis ventanas así me lo demuestran. La fauna está a lo suyo sin que le afecte negativamente nuestra situación, encantados, muy por el contrario, de nuestra cuarentena de cuarenta días ya. Y la vida seguirá incluso cuando no estemos nosotros, aunque será entonces necesariamente una vida más fea, porque por el camino habrá desaparecido gran parte de la biodiversidad que hoy aún conocemos. Y esto acabará sucediendo a menos que prioricemos por fin la justicia social y climática. Y eso solamente será posible si admitimos nuestros errores, aprendemos de ellos y aprovechamos, además, esa globalización en nuestro beneficio, para conquistar un modelo social y económico respetuoso con todo el planeta y con nosotros mismos.