... en una ciudad dormida, anestesiada, sumida en el letargo de sus propias vanidades, obscena de sus lujos y superficialidades, un vagabundo se desliza por la avenida bajo los luminosos de neón. Busca su cena en el contenedor de un restaurante mientras camina hacia las afueras, abandonando el centro opulento. Las luces de los escaparates embaucan a los transeúntes, seduciéndolos con objetos innecesarios. Él recoge un cartón. Un grupo de jóvenes pasa riendo a su lado mientras hablan de las últimas prendas que se han comprado y lo bien que les sientan. No le ven. Es invisible. Para ellas y para el matrimonio que lo adelanta mientras se cuentan sus problemas cotidianos. Él abre otro contenedor y con un palo hurga en el fondo del mismo. No encuentra nada valioso y continúa hacia los suburbios. Una señora se aparta de su lado cuando este le mendiga con la mano una limosna. Ni siquiera le ha mirado, pero sí le ha juzgado -sucio, quizás vago, probablemente alcohólico, debía irse a uno de esos albergues para indigentes-. Sale de la ciudad bajo las últimas farolas de un polígono industrial, ahora desierto. Luego abandona los haces de luz amarilla y se dirige a su refugio, más allá de las últimas naves. Sus ojos se hacen a la oscuridad y, sorteando la basura, penetra por un hueco y se adueña de su espacio en el viejo club de carretera, en ruinas, con ventanas sin ventanas, y puertas sin puertas. Salta entre los montones de desperdicios, busca un rincón oscuro medio limpio que le proporcione tranquilidad y descanso otra noche más, allí, en el más sórdido de los hogares. Extiende sus cartones y cierra por fin los ojos.
Sueña que vive la vida de otro".
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