Recorrer las calles de algunos pueblos portugueses es retroceder en el tiempo muchos años; es echar una mirada atrás, a una época en donde la ausencia de puertas de aluminio, persianas de plástico, tendederos en las ventanas y otros objetos antiestéticos de modernos materiales hacían de la población un lugar auténtico y con personalidad. Hoy en día, ese amor por lo propio de los habitantes de alguna de estas pequeñas aldeas del país vecino hace que muchas de ellas sean merecedoras de una visita pausada por parte de aquella gente fieles de lo auténtico. Y no creo que esté reñida la conservación del patrimonio cultural con la comodidad y la calidad de vida de los vecinos que habitan las casas que nosotros, los turistas que estamos simplemente de paso, fotografiamos. Basta tener un poco de sensibilidad respecto de la belleza estética del mundo que nos rodea para entenderlo, no importando el hecho de si estamos hablando de un paisaje sin trazas artificiales de pistas, carreteras o tendidos eléctricos, o de una coqueta y aislada aldea donde a la vieja puerta carcomida por el paso del tiempo se la sustituye por otra nueva igualmente de madera, en lugar de por la vulgar y antiestética de aluminio plateado.
Sorthela es un claro ejemplo de esto. El mimo con el que los propietarios de las casas y la municipalidad cuidan el conjunto de la aldea intramuros se traduce en belleza. Simplemente. Y la belleza atrae a la gente capaz de apreciarla. Pasear por un pueblo en el que no encuentras papeles por el suelo, en donde las construcciones conservan la arquitectura tradicional, en donde los recintos amurallados no están afeados por modernas barandillas metálicas, en donde el cuidado de cada rincón transmite cariño por la tierra, representa un ejercicio de aprendizaje y humildad del que muchos deberíamos aprender. Sí, Sorthela es uno de esos lugares maravillosos en donde es muy improbable que en una de tus fotografías te veas obligado a clonar algún papel del suelo de alguna de sus calles.
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