Aparco cerca de la esclusa y apago el motor en este rincón apartado de las miradas de todos, lejos de cualquier pueblo y rodeado de campos de cereal. Un tractor destartalado y su ronroneo pasan por el camino empolvando el paisaje reseco en este día de invierno. Yo me quedo en el asiento y comienzo a picar algo de comer mientras observo lo que me rodea. La mayoría de los que hasta aquí llegan miran y caminan junto al canal, pero a mí la vista se me escapa al viejo edificio de ladrillo, quizás de finales del XVIII o principios del XIX. Destartalado, vacío, arruinado. Las palomas entran y salen por sus ventanas huecas, y un nido de cigüeña se ha encaramado en lo alto de uno de sus muros, con la cubierta del tejado medio hundida. "Peligro, No Pasar" reza un cartel clavado en una puerta. Las ventanas inferiores permanecen tapiadas de ladrillo moderno y cemento. Los viejos farolillos de chapa agonizan sin bombillas, oxidados, con un cableado que no llega a ningún sitio. Todo muerto y olvidado. La vieja fábrica de harinas no sale en las fotos del turista. Está ahí, molestando, estorbando a la belleza pausada y amable del agua mansa, verdecina, que se desliza entre la arboleda.
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