Vivir es un tránsito, un camino en donde todos somos nómadas. Que la travesía merezca la pena, depende de ti.

16 de febrero de 2016

En los ojos del ciervo

Detengo el vehículo en la cuneta junto al mallado cinegético que encarcela en el interior de una gran finca dedicada a la caza intensiva a toda la fauna de un tamaño superior al de sus huecos. Del otro lado de las finas alambres, preso sin saberlo en su gran jaula, un joven macho de ciervo (Cervus elaphus) se siente libre. Me observa con bastante atención, pero sin muestra alguna de temor. Compartimentada la sierra como está, la desconexión de unos animales con otros se hace patente. Los de mayor tamaño se ven abocados a esperar el día de la montería, sentenciados desde que nacen. La falta de permeabilidad para ellos se vuelve fatal.


Miro con los prismáticos a los ojos del vigoroso ejemplar, mientras él me estudia a mi sin ningún pudor, y reflexiono, en tanto nuestras miradas se cruzan, en el día que caerá irremediablemente roto por el impacto de una bala, tras unas horas de tensión en las que las laderas de la sierra retumbarán agobiadas por los ladridos de los perros, las voces de los ojeadores y las detonaciones de los rifles. Caerá, como otros tantos lo han hecho antes y otros muchos lo harán después, emboscados por el hombre y empujados por las realas hasta la línea de tiradores. No habrá huída posible.


Y mientras nos observamos mutuamente, pienso en la ética de ciertos métodos de caza o, mejor dicho, en lo que muchos consideramos la falta de ella, y me cuestiono el valor de algunas "artes" cinegéticas, como las propias monterías. El animal sigue ramoneando el matorral al tiempo que, de vez en cuando, vuelve la cabeza para observarme y comprobar que sigo sin representar ningún peligro para él. Yo, entre tanto, continúo con mis disquisiciones preguntándome qué valor venatorio tiene para un hombre esperar sentado a que perros y ojeadores le metan a uno encima un animal -que en las fincas cinegéticas intensivas no es más que simple ganado- para descerrajarle un tiro. ¿Tienen estas monterías algo de caza o más bien de tramposas encerronas? Lamento además el brutal estrés que supone para toda la fauna de la zona -incluida la protegida, no lo olvidemos, esa a la que la administración competente nos prohibe molestar bajo pena de recibir una sanción- ese bullicio de perros ladrando, ojeadores bociferando atravesando lo más denso de las manchas de matorral, sin dejar espacio para la tranquilidad o el cobijo, barriendo literalmente el monte, y de decenas de cazadores disparando a todo lo que se mueve. Los casos lamentables de monterías en laderas con presencia de osas con crías son más normales de lo que el público piensa. Y tampoco es extraño que se organicen los multitudinarios ojeos coincidiendo con el comienzo del proceso reproductor en laderas con, por ejemplo, colonias de buitre negro. Sí, allí donde nuevamente los organismos públicos que prohiben al ciudadano caminar con unos prismáticos colgados del cuello porque causa molestias a la colonia nidificante (prohibición que, dicho sea de paso, es, no solo lógica, sino muy necesaria), allí sí se pueden realizar monterías. ¿Alguien lo entiende? Yo no.


Y se me vienen ahora también a la cabeza mientras disfruto de la presencia del imponente ejemplar de ciervo, esos sacos de pienso que he visto en ocasiones en cuidados refugios de caza en algunos lugares de la Cordillera Cantábrica y que usan aquellos que se llaman así mismos deportistas, para atraer a ungulados y fidelizarlos a algunos puntos desde donde son abatidos a traición. Y no digamos ya la vergonzosa manera en la que en diversas zonas de Castilla y León la propia administración se encarga de cebar a los lobos con carroñas de burro para abatirlos desde casetas de madera o chozas realizadas con ramas de pino. Y se me viene igualmente a la cabeza en estos momentos -puestos ya a pensar en los abusos que cometemos los seres humanos con la fauna, no lo puedo evitar- el mérito que debe suponer el hecho de apuntar con una mira telescópica a un macho de cabra montés en muchas de nuestras sierras y montañas, donde su mansedumbre llega a ser proverbial.

¿De verdad a estos métodos se les puede denominar caza? Quiero pensar que, incluso, probablemente, muchos cazadores opinarán que no. No son más que masacres y ejecuciones sin valor. ¿Dónde está la ética? ¿Dónde la dificultad de los lances? ¿Dónde la lucha en una mínima igualdad de condiciones? No, eso no es caza.

Podréis, sus defensores, llamarlo acto social, si queréis, en la mayoría de los casos; o podréis defenderlo con argumentos mercantilistas, como se puede hacer con la cría y sacrificio de ganado vacuno; en otras oportunidades podrán convertirse las grandes fincas cinegéticas en aquellos lugares en los que algunos señoritos entablen negociaciones o conversaciones políticas, o donde ricos empresarios chocan sus manos y cierran sus negocios (o, incluso a veces, ambas cosas mezcladas). No sé, podrá ser muchas cosas, pero caza, lo que la sociedad entiende por caza, no. Eso seguro. Y dejando a un lado mi opinión personal respecto de que esta práctica, la de cualquier tipo de caza en general, como actividad deportiva debería ser abolida de un modo global de toda sociedad civilizada en pleno siglo veintiuno, los que debemos convivir aún con ella tragando sapos observamos, y queremos hacer observar a los demás, que hay métodos cinegéticos que, en cualquier caso, no son en absoluto justificables en nuestros días, por muy arraigados que se encuentren en la vida rural de muchas sierras ibéricas o en la de la alta sociedad política y económica de un país. ¿Por qué?, por la ausencia total de humanidad de que hacen gala para con los animales. Son un método de caza sin ética ni moralidad. Y a menudo una masacre y una sangría que siempre afecta muy negativamente a toda la fauna del lugar, incluidas las especies protegidas.



Al mediar la mañana, el joven venado deja de ramonear y sin ni siquiera esconderse de mi presencia, se tumba a descansar al abrigo de unas pequeñas piedras cubiertas de musgo, sobre un mullido tapiz de hierba. Lo observo aún durante un largo rato, con la vana esperanza de que se levante tras su descanso y me permita hacerle aún alguna fotografía más. Me observa de tanto en tanto, con la indolencia de quien no tiene miedo, de quien se siente a salvo, de quien se cree en realidad libre dentro de su enorme cárcel de alambre.

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