Se posa nervioso el milano real (Milvus milvus) en el prado, aún verde a finales de marzo porque el rebaño todavía no ha entrado en él. Desconfiado, no sabe muy bien qué hacer. Duda de si acercarse al pequeño cordero que yace delante de él, o volver a levantar el vuelo. Se siente vulnerable aquí abajo, en tierra firme, mientras que volando la sensación de seguridad que siente debe ser total. Mira al cielo y observa a las siempre molestas e incordiantes cornejas negras que pasan por encima. Avanza unos pasos, pero no de forma directa; se me acerca primero al hide y espera. Yo, nervioso como él, disparo la cámara con mucha precaución y aseguro al menos algún retrato, disparo a disparo. No he puesto todavía la ráfaga, no quiero asustar a esta hermosura de rapaz que en estos momentos, quizás, esté necesitada más que nunca de alimentarse sin molestias, pues el grueso de sus efectivos se encuentran en estas fechas - a comienzos de primavera- inmersos en la migración a sus áreas de reproducción en el Centro y Norte de Europa. Espero a que se relaje, y yo también lo hago cuando compruebo que por fin posa sus afiladas garras sobre el cuerpo inerte y aún blando del escuálido cordero de apenas unos días. Desde mi posición puedo verle todavía el cordón umbilical, ahora reseco, teñido de verde por el spray que le aplica el pastor al poco de nacer, para evitar infecciones. El pobre cordero no tuvo suerte y solo va a servir para alimentar a este desconfiado animal. No echará nunca carreras, ni dará saltos y brincos con sus compañeros de rebaño.
Cuando finalmente clava el pico sobre la carne tierna del pequeño recental, el milano parece despreocuparse definitivamente de lo que le rodea y engulle con rapidez la carne y las vísceras del cadáver. Mira todavía hacia todas partes, sí, pero ahora lo hace sin nerviosismo, solo como medida preventiva; la vida en la naturaleza es así, se puede perder en cualquier momento. Mira, arranca, engulle; vuelve a mirar, sigue rasgando carne y traga. Tira con fuerza, desgarrando pequeños trozos de un rojo intenso que ingiere ávidamente. No hay tiempo que perder, parece pensar.
Yo ahora también estoy tranquilo y sosegado. Me he programado en modo "has tenido suerte, tío, ahora ... a disfrutar", y meto la ráfaga a la cámara. Los disparos se suceden, las nubes van y vienen, y las últimas horas de la tarde ya están amortizadas. Doy rienda suelta a mi dedo (se me va a gastar la huella dactilar) sobre el botón disparador, procurando estar atento a no cortar las largas plumas de la cola y las alas de esta rapaz, que parecen no acabar nunca. El animal no parece inmutarse por el sonido que proviene de la encina donde yo me encuentro apretujado, y dedica más de una hora y media a saciarse. Tras ello, se aleja pausadamente unos metros de los restos, con el buche y el estómago llenos, se limpia el pico con las uñas de una de las garras, levanta el vuelo y se vuelve un ser etéreo y liviano, regresa a su elemento, el cielo, y lo pierdo.
Impactante...preciosas fotografías. Un saludo.
ResponderEliminarPara precioso el propio animal, que es una verdadera belleza emplumada. Tenerlo tan cerca desarrollando un comportamiento natural es un verdadero privilegio.
EliminarUn saludo.