Vivir es un tránsito, un camino en donde todos somos nómadas. Que la travesía merezca la pena, depende de ti.

29 de marzo de 2019

El inesperado

El no invitado. Este elemento se presentó a la mesa sin que nadie lo invitara, aunque como buen anfitrión me cuidé de no hacérselo saber y me comporté con la mayor de las hospitalidades de que hago gala. Dejé que comiera sin reparos hasta que, igual que vino, decidió dejarme. Quizás nos volvamos a ver en algún otro ágape, ¡quién sabe!


El buitre negro (Aegyius monachus), del que ya hemos visto aquí imágenes en varias ocasiones, es un ave formidable que engancha a quien lo tiene cerca. Su presencia altiva le confiere un aire de nobleza y majestuosidad que no presenta su primo, el buitre leonado. Siempre ha sido eso lo que más me ha llamado la atención de este animal, al que Félix Rodríguez de la Fuente llamaba "el monje". En esta ocasión la carroña tierna de una cordera que había muerto el día anterior, fue suficiente para que desayunara cómodamente, sin tener que compartir con otros invitados el plato. De hecho yo no esperaba a este comensal, sino a mis amigos los milanos, lo que hizo que la distancia al mantel fuera escasa para mi teleobjetivo. No fue fácil hacer que entrara todo su enorme corpachón en los encuadres, e hice lo que pude o supe. El convertidor 1,4X permitió acercarme un poquito más aún (por si no estaba ya demasiado cerca) y sacar algún detalle de su comportamiento a la hora de alimentarse. Siempre se comenta que esta especie prefiere la carne a las vísceras -al contrario que el leonado, que no le hace nunca un feo a buen paquete intestinal- y en esta ocasión cumplió con lo esperado. Desgarraba tiras de músculo con la sencillez con la que el cuchillo de un matarife hace su trabajo, sin esfuerzo alguno. Se olvidó por completo de las vísceras que afloraban por el vientre, abierto por un perro previamente, y se centró en patas y hombros. El poco peso de la cordera para un ave de este tamaño facilitaba al buitre moverlo sin miramientos de un sitio a otro.







El comportamiento de los buitres delante de una carroña siempre es una caja de sorpresas y la incertidumbre está asegurada. Pueden posarse a cincuenta metros de ella y tumbarse al sol toda la mañana sin acercarse a comer para luego partir volando con tranquilidad y sin probar bocado, o pueden estar una semana rebañando una carcasa reseca y despreciar una oveja nueva a poca distancia durante tres días para, finalmente, marcharse sin probarla.

¡Excéntricos!

Este ejemplar adulto estuvo alimentándose solo, sin el incordio de ningún otro congénere cerca con el que pelearse por la pitanza, lo que le permitió hacerlo con relativa rapidez, hasta que decidió volar a media mañana. Sin embargo, cuando algunos ejemplares entran solitarios o en un número muy reducido a una carroña lo normal es que el nerviosismo y la intranquilidad hagan que estén atentos a todo cuanto les rodea, y eleven el vuelo al menor atisbo de peligro. De ahí que les guste alimentarse en espacios abiertos, lo que les facilita controlar posibles enemigos. Este ejemplar actuó como era de esperar: tardó en entrar a la carroña, andando con precaución desde el punto en el que se posó previamente, a cincuenta o sesenta metros de distancia; luego, una vez que empezó a saborear la carne roja, se relajó y comió con tranquilidad hasta que decidió que era suficiente y se marchó. Nunca llegó a mirar hacia el hide buscando la procedencia del ruido de mis disparos. No hubo molestias humanas de otro tipo, ni vehículos pasando cerca, ni ciclistas, ni perros. Nada. Todo transcurrió en perfecta armonía. Y así, sin estreses de ningún tipo, comió y se fue, lo que resulta en un verdadero placer el hecho de enclaustrase en el hide. Por la tarde cinco negros y varios leonados volvieron a entrar al cadáver y dieron buena cuenta de lo que quedaba de él, aunque yo ya no andaba por la zona.

Nota: como siempre, fotos en formato original, sin recortes o reencuadres.

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