Pirineos nunca defrauda. Ordesa y su entorno tampoco. Cuando llegamos ya se veían las cumbres con las primeras nevizas de la temporada, una ligera capa reciente caída los días previos en los que el mal tiempo barrió la Península. Duró apenas lo que tardó en calentar un poco el sol en la jornada siguiente. Hacía años que no pateábamos por Ordesa, aunque en esta ocasión tampoco era ese el objetivo principal. Nuestra mente estaba ocupada casi únicamente por el quebrantahuesos (Gypaetus barbatus), el magnífico "buitre-águila", ese buitre barbado en grave peligro de extinción que tiene en esta región pirenaica el principal reducto en Europa y probablemente las mayores densidades de la Península. Pero aún así hubo tiempo para todo, y el lugar no puede ser más espectacular para dejarse llevar. Estar inmerso en este ambiente de montaña durante varios días es un privilegio; un privilegio que supimos comprender. No en vano estamos rodeados por algunas cumbres relevantes de la cordillera, y de ellas son varias a las que nosotros hemos subido en anteriores viajes: Vignemal, Monte Perdido, Astazous, El Casco,... la Munia. El propio Tozal del Mallo en pleno valle de Ordesa nos ha visto descansar en su cima. Recuerdos eternos.
Atardeceres y amaneceres que se suceden ante nuestros ojos. Paredes teñidas de ocres cálidos, el profundo valle de Ordesa que se hunde en las sombras, volutas de nubes que se arremolinan en flecos deshilachados entre las paredes y que ocultan a ratos las cumbres, la levedad de un arcos iris que nos regala su belleza única, intangible, efímera, un techo de mil estrellas, el absoluto silencio de las noches,... ¿Se puede pedir más?
Paredes, paredes y más paredes. La mirada se nos va a ellas inevitablemente. Nos rodean colosales muros de caliza que nos empequeñecen, los mismos muros verticales en los que descansan las grandes rapaces a las que venimos a ver. Muros inaccesibles, salvajes, donde pareciera que solo las aves pueden llegar; profundas grietas que abrigan ríos tumultuosos. Añisclo, Escuain, Ordesa, Bujaruelo, son nombres que cualquier pirineísta reconoce, y a los que siempre nos gustará regresar. Y ya lo he hecho unas cuantas veces desde aquella primera ocasión en la que, siendo aún un adolescente, llegara en autoestop un anochecer de otoño, lluvioso y desapacible. La sensación de vulnerabilidad que sentí vivaqueando en el interior de aquellos bosques profundos, con sus ruidos desconocidos, no la olvidaré nunca. Ni tampoco el chaparrón que me dejó empapado de arriba a abajo, incluido el saco de dormir.
Han pasado cuatro décadas desde entonces, una eternidad; pero en el fondo, la sensación de llegar a un lugar apabullante y soberbio sigue siendo la misma. Esto es lo que nos regala Ordesa y Monte Perdido.
Simplemente precioso. Saludos.
ResponderEliminarDesde luego que sí, Teresa, una pasada de lugar. Un saludo.
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