Que el tiempo es relativo ya lo sabemos todos. Lo que para nosotros es una vida laaaarga cuando pensamos en algunos seres vivos, para otras criaturas o sucesos de la naturaleza pudiera ser sencillamente un instante efímero.
¿Por qué digo esto? Porque ayer, caminando por una garganta de Gredos, un buen amigo me enseñaba rincones donde la erosión va rebañando poco a poco algunos taludes fluviales, arañando piedra a piedra, desmoronando tierra y dejando en precario equilibrio algunas rocas de gran tamaño. Me señalaba los cambios ocurridos en el trazado de las sendas porque la erosión se había merendado un tramo de las mismas, así como restos de antiguas vallas de piedra que el tiempo y el desgaste han acabado precipitando a los tumultuosos ríos de montaña. En un momento dado me llevó hasta un tramo del camino, hoy en desuso, donde un bloque enorme permanecía suspendido sobre el cauce de un arroyo, en un delicado equilibrio que nos haría pensar a todos que en cualquier momento se iba a precipitar hasta el lecho del mismo, bastantes metros más abajo. Eso mismo pensé yo y así se lo expresé, a lo que él me contestó que ese bloque seguía exactamente igual desde 2005, cuando él lo vio en la misma posición por primera vez. Increíble.
O no tanto, pensé yo de pronto.
Porque aquello me recordó al instante una anécdota que nos puede describir fielmente la lentitud con que algunas veces se producen los procesos erosivos en la naturaleza, y, por extrapolación, lo relativo del tiempo. El mítico fotógrafo de montaña Galen Rowell fotografió en 1975 un grupo de porteadores pakistaníes caminando a lo largo de un abrupto sendero cortado a pico sobre un terreno absolutamente descompuesto que se precipitaba sobre las rugientes aguas opacas del río Braldu, en plena cordillera del Karakorum. Es una fotografía que yo pude ver y disfrutar en varias publicaciones a finales de los 90. Y sí, se me quedó grabada en la cabeza para siempre. Imposible no imaginarme a mí mismo caminando por aquellos desolados y paupérrimos parajes rotos donde la historia del alpinismo mundial escribió grandes e inolvidables páginas, enormes gestas de irrepetibles alpinistas en montañas que parecieran existir solo en nuestros sueños. Cada punto del recorrido a lo más profundo y salvaje del Karakorum me lo conocía al dedillo muchos años antes, incluso, de llegar a Askole, la minúscula aldea a partir de la cual ya no se podía avanzar más sino era caminando.
El caso es que 26 años después de que Galen Rowell tomara aquella fotografía, yo iniciaba junto a dos compañeros el mismo recorrido; y en mi mente seguía grabada aquella foto. A cada recodo del camino, en los lugares más abruptos, escudriñaba el sendero hasta que localicé el mismo recoveco inmortalizado por aquel genio de la fotografía. No me lo podía creer y, de hecho, hasta no estar de regreso en mi hogar no estuve convencido de haber dado con aquel rincón exacto. Junto con las imágenes de los grandes ochomiles que había fotografiado estaba casi ofuscado por la foto de aquel recodo que parecía desmoronarse por momentos. Y cuando tuve por fin la diapositiva en mi despacho sobre una mesa de luz y la pude observar detenidamente con una lupa cuentahilos no daba crédito a lo que veía. "Luces de montaña" al lado, abierto por la página 148, ya mostraba entonces muchas de las piedras que aparecerían en mi transparencia de 35 mm casi tres décadas más tarde.
Yo miraba una y otra imagen y no podía más que sorprenderme al comprobar que un número realmente elevado de piedras de pequeño y mediano tamaño siguieran tantos años después aguantando sujetas por una mísera capa de tierra y arena que parecía deshacerse entre las manos. Poco había cambiado en aquel tiempo transcurrido ese tramo del sendero. Muy poco.
Podéis comprobarlo por vosotros mismos buscando detenidamente las coincidencias en el foto-montaje superior, aunque no soy tan malo y, pensando en los que ya sufráis de vista cansada y en los impacientes, os ahorraré el suplicio dejándoos parte del trabajo hecho en la imagen de debajo, donde podemos ver de un simple vistazo la importante cantidad de piedras que todavía se aferraban al abismo, inmutables en el tiempo, cuando yo tuve la fortuna de caminar por aquellos mismos lugares.
Viendo esto parece evidente que el tiempo en la naturaleza y en la vida se vuelve relativo, y que nuestro parecer al respecto solo puede ser considerado como subjetivo. Nosotros, al final, nos tenemos que reconocer como unos seres con vidas incuestionablemente cortas en medio de una naturaleza y un tiempo eternos. ¿En realidad se desmoronan rápidamente las laderas como de azúcar que dominan las orillas del río Braldu?, ¿o, por el contrario, lo hacen lentamente? Pues depende de los ojos con los que lo observemos. Quizás la respuesta sea que su tiempo es, sencillamente, a la vez eterno y fugaz.
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