Vivir es un tránsito, un camino en donde todos somos nómadas. Que la travesía merezca la pena, depende de ti.

29 de agosto de 2022

¿Urbanitas vs. ruralitas?


Alguien escribía "Mucha matemática y cero conocimiento de campo. Mucha silla y ordenador y pocos callos en las manos.", a lo que otro lector respondía "Eso, tú piensa con los callos. Este autor prefiere hacerlo con el cerebro y los datos."

Los comentarios los encontraremos al artículo "No, el ecologismo no quema los montes", publicado por la revista on-line "El vuelo del grajo, observación y naturaleza" y en el fondo ejemplifican muy bien la brecha social que padecemos en la actualidad entre el mundo rural y el urbano. 



Y es que resulta un problema difícil de soslayar la polarización que observamos en los últimos tiempos entre diferentes colectivos sociales según residan estos en ciudades o pueblos, lo que parece tanto más difícil de evitar cuanta más importancia cobra la conservación de la naturaleza para la sociedad actual, esa naturaleza que siempre fue fundamental para nuestra propia existencia a la par que una cuestión secundaria en nuestra toma de decisiones, en nuestro ritmo y estilo de vida y, finalmente, en los objetivos vitales de nuestra civilización moderna; esa naturaleza que estaba ahí de siempre, como infinita, per se, para que el ser humano la explotara y alcanzara cotas de bienestar social y calidad de vida antes inimaginables.


Peeeero ... nos hemos dado cuenta -quizá demasiado tarde ya, el tiempo nos lo dirá- que vivir a expensas del planeta que nos mantiene y de espaldas a su conservación acarrea unas consecuencias que nos están afectando a nosotros mismos como especie. Así las cosas, el hombre ha tomado la decisión de cuidar y conservar la casa en la que vivimos, ese planeta azul que nos alberga, 


aunque esta decisión no implique todavía, por desgracia, que levantemos el pie del acelerador, motivo por el que cada vez somos más los pesimistas redomados respecto a que hayamos llegado a tiempo -o que vayamos a hacerlo- de salvar la vida en el planeta tal y como la hemos conocido hasta ahora -el planeta y la vida en él nos sobrevivirá, sin duda, pero no será la misma, inmersos como estamos en la sexta extinción masiva. Pero, bueno, eso es ya otra historia que no atañe a esta disertación. 

Bien, hasta aquí todos de acuerdo: como civilización hemos tomado conciencia de la necesidad urgente de proteger el planeta -o lo que es lo mismo, la naturaleza-, aunque básicamente lo hagamos para protegernos a nosotros mismos, lo que tampoco importa mucho que así sea si el resultado final es que lleguemos a tiempo de evitar la irreversibilidad del deterioro que estamos provocando.

La cuestión ahora es tomar a tiempo las decisiones adecuadas para mantener, e incluso mejorar, ese legado ambiental que ha llegado hasta nuestros días desde las generaciones previas, en mejores o peores condiciones de conservación según los casos. Esas grandes decisiones globales en materia medioambiental llevan siendo reclamadas por la comunidad científica desde hace décadas, advirtiéndonos del desastre que se nos hecha encima, siendo paulatinamente tomadas por los gobiernos de cada país, así como por algunas organizaciones supranacionales a las que diversos estados soberanos se encuentran adheridos. Finalmente, son esas grandes decisiones las que, en última instancia, se traducen en regulaciones que nos afectan a unos y otros en nuestro día a día. Y aquí aparece el primer fleco del conflicto: lo que se decide en los despachos a raíz de lo demandado por la ciencia afecta muy directamente a los habitantes que viven en el medio rural de los recursos naturales que, al final, son un bien común. Y esto, precisamente, entronca con el sentimiento de los dos primeros párrafos.

- ¡Ah, carallo!, ¿eso significa que unos señores con corbata que en su vida han pisado el campo me van a decir a mí cómo tengo que cuidar mi rebaño de cabras?

Paradójicamente, en una época en la que el habitante de las urbes más se acerca y mejor conoce el medio natural de lo que nunca antes había hecho,
  

más distancia parece haber entre la mirada urbana y el sentir rural, provocando que la brecha emocional y social entre los unos y los otros se ensanche cada vez más.

Sin caer en el error fácil de generalizar, en algunas ocasiones nos encontramos con una cierta arrogancia en paisanos que llevan toda su vida cuidando ganado o labrando la tierra y se niegan a razonar que en las ciudades existan técnicos que hayan dedicado toda su vida a la investigación científica y sepan cuestiones, incluso de ganadería o agricultura, y desde luego de ecología, que ellos desconocen. Y aunque estos negacionistas no sean mayoría, su pensamiento se acaba filtrando en un entorno social muy permeable a lo que opine un colega, a la vez que reticente y remolón respecto de lo que provenga "de fuera", distorsionando y enrareciendo la relación campo-ciudad.



A ciertos profesionales del medio rural todavía les resulta duro aceptar que eso pueda suceder, y se les atraganta la posibilidad de que existan en la ciudad expertos en la gestión de los recursos naturales por el mero hecho de llevar corbata o no tener callos en las manos, mostrando su descontento con que las normativas o directrices tendentes a mejorar la calidad y sostenibilidad ambiental de las explotaciones agro-ganaderas provengan aparentemente de un despacho. Lo consideran imposiciones exógenas y una arbitrariedad injusta, tomada sin contar con ellos.


Estos profesionales, sin embargo, se ponen a silbar y miran para otro lado como si la cosa no fuera con ellos cuando alguien les menciona las subvenciones a fondo perdido que mantienen a flote sus negocios y que han abonado solidariamente todos los europeos a través de la Política Agraria Común, incluidos por supuesto todos esos "urbanitas" a los que ellos les niegan el derecho a opinar sobre el manejo que hacen de los recursos naturales, olvidándose además del insignificante detalle de que son ayudas directas específicamente condicionadas a cumplir ciertos criterios de sostenibilidad ambiental en sus explotaciones. En palabras del Ministerio: Compensan las rentas de los agricultores y ganaderos por practicar formas de producción que nos permitan mantener nuestro patrimonio natural. Sin embargo, estamos cansados de encontrarnos con ganaderos y sindicatos que exigen el exterminio del lobo, por ejemplo, o con agricultores que no cumplen con las buenas prácticas en materia de labranza, quema de rastrojos o de usos de productos fitosanitarios, a pesar de que todos ellos son beneficiarios de las mismas ayudas de la PAC que condicionan dichas prácticas.


Por otra parte, en el lado contrario, el paisano de la ciudad no sufre en sus carnes el olvido al que tienen que enfrentarse muchos de nuestros pueblos en materia de educación, de digitalización o de implantación de nuevas tecnologías; no tiene que bregar con la enorme y muchas veces incomprensible burocracia que implican sus negocios; o con las dificultades que conlleva la ausencia de muchos servicios públicos en el medio rural, del cierre de centros de salud, de colegios y de la casi totalidad de sucursales bancarias; ni con las a veces pésimas vías de comunicación o los obsoletos transportes públicos que los comunican, así como con la distancia que los separa de las capitales de provincia para realizar un gran número de gestiones -gestiones que hoy en día las instituciones públicas poco menos que te obligan a realizar de manera telemática, a pesar de que una gran mayoría de los pueblos no dispongan ni de fibra óptica, y muchas veces ni de cobertura de telefonía móvil. Sin ánimo de generalizar tampoco, lo que sería totalmente injusto también en este caso, a veces el residente de las grandes urbes llega incluso a menospreciar la opinión de las gentes del campo en base a sus supuestos niveles académicos. Más bajo no se puede caer, desde luego.

La España vaciada de la que tanto cacarean en nuestros días los políticos, no se vacía porque sí, la vacía el olvido al que ellos la tienen arrumbada; la vacía el abandono al que se tienen que enfrentar día a día por parte de nuestras instituciones públicas, además de por las grandes corporaciones privadas, empresas tecnológicas, entidades financieras y de telefonía. La modernidad, las oportunidades y la cultura parece que se concentran en el mundo urbano. 



Ni unos ni otros ayudan. La desconexión entre ambos mundos parece absoluta.

Habrá quien pudiera pensar que ese desdén prepotente tiene siempre una dirección concreta: desde la ciudad hacia el pueblo. Pero sería un error admitir esta simplista visión de la relación existente entre ambos entornos. No solo menosprecia algún urbanita a la gente del campo hablando con ciertos aires de superioridad que ofenden a cualquiera, también ocurre al revés, lo que se vuelve palmario cuando hablamos de la naturaleza, ya que parecemos no tener ni voz ni voto cuando se pone encima de la mesa el manejo que se hace de nuestro patrimonio natural. 

- ¡Me van a decir a mí estos señoritos de la ciudad cómo tengo yo que llevar mi negocio! Pues sí, si ese negocio lo llevas con el dinero de todos y afecta, además, a la naturaleza, que es un bien común.

- ¡Van a saber más de lo mío unos tíos que en su vida han pisado el campo que nosotros, que lo hemos mamado desde pequeños! Pues muchas veces también sí, en según qué temas. Haber nacido o vivir en un pueblo no implica en absoluto tener conocimientos ni innatos, ni genéticos, ni por ciencia infusa, en materia de ecología, botánica o fauna, por ejemplo, igual que tampoco implica que se sea respetuoso con el medio natural en el que desarrolla su actividad profesional por el mero hecho de haber nacido en un pueblo, y de la misma manera que el habitante de la ciudad tampoco tiene porqué ser poseedor de la verdad porque su nivel medio de estudios pudiera ser hipotéticamente superior. No caigamos ninguno en el error de creernos ni más informados ni más listos que los demás. 


Sin embargo, vemos que se están volviendo demasiado normales en nuestros días a través de las redes sociales y otros medios de comunicación ese tipo de frases surgidas en el medio rural, muchas veces a raíz de desastres naturales o polémicas concretas (lo hemos vivido recientemente con el tema de los incendios forestales, e históricamente con la cuestión del lobo, por ejemplo) y que, menospreciando los conocimientos o -lo que es más injusto- la simple opinión que la gente de la ciudad puede tener sobre las dinámicas naturales y el manejo que se hace de ellas en el medio rural, empiezan a representar un problema serio de entendimiento y diálogo, acentuando el enfrentamiento.

Para complicar más aún este "ecosistema social", a veces desde las mismas ciudades se comete el error contrario. Mientras que unos miran con displicencia insultante a la gente del campo, otros mitifican la figura del aldeano como la de un ser de proverbial sabiduría que vive en perfecta comunión con la naturaleza, poco menos que artífice verdadero y consciente de la biodiversidad que hoy en día se conserva en nuestros campos.



Que "el buen estado de conservación de los espacios naturales ibéricos o europeos ha llegado así hasta nuestros días gracias a que las gentes del campo lo cuidaron y lo conservaron con mimo y cariño", es un mito que hay que empezar a desterrar definitivamente. La frase más bien debería rezar que "ha llegado así hasta nuestros días a pesar de las gentes del campo". Soy plenamente consciente de lo políticamente incorrecto que resulta mantener esta aseveración en la actualidad, cuando existe un esfuerzo hasta institucionalizado que hace bandera del buenismo rural (eso sí, al mismo tiempo que se olvidan realmente de ellos a la hora de proporcionarles los mismos servicios, facilidades y oportunidades de que disponemos en las ciudades). Así, las diputaciones provinciales, medios de comunicación locales y autonómicos, otros entes o instituciones, empresas o productoras de documentales, etc., no cejan de machacar en sus folletos, publicaciones y producciones ese mantra de que la sabiduría de la gente del campo y su amor por la tierra han sido los responsables de que hasta nuestros días lleguen los espacios naturales tan bien conservados como lo han hecho.

Ha calado tanto este eslogan en la sociedad urbana que incluso gran parte del movimiento ecologista lo ha hecho propio. Pero que sea incómoda la realidad que apunta a todo lo contrario, no nos debe hacer caer en la tentación (amén) de creernos esa versión de la historia. La gente del campo no cuida el campo -o sí, depende de cada caso, que hay de todo, por supuesto-, lo explota y extrae de él sus recursos. Punto. Son cosas diferentes y, aunque no dudo que en la actualidad estén aumentando los profesionales que sí tengan una visión conservacionista y sostenible de su negocio, y que hayan incorporado al mismo esta nueva mentalidad, fueron en el pasado una rotunda excepción los que se pudieron plantear la cuestión medioambiental en sus explotaciones. Explotar los recursos naturales no es lo mismo que conservarlos, y no es ni mejor ni peor. "ES", simplemente. Que sus actividades agrícolas, ganaderas o selvícolas fueran más o menos sostenibles en su momento, con los pobres medios tecnológicos de que disponían en el pasado, o que fueran poco impactantes en el entorno, no es lo mismo a que su sabiduría les llevara a cuidar y proteger conscientemente ese patrimonio natural para legarlo a las generaciones que hemos llegado después. 



Y mantengo esta idea remitiéndome a las pruebas históricas y actuales que lo demuestran: el uso rotundamente abusivo de productos químicos para hacer más productiva la agricultura a costa de la vida de los polinizadores o de la calidad del suelo y de los acuíferos -el caso del Mar Menor es solo un ejemplo especialmente llamativo, pero hay más; el exterminio masivo de toda vida animal o vegetal que afecte o no al negocio (ratones, conejos, depredadores, avutardas, ..., todo sobraba, ... "malas hierbas", "cenizos", "maleza", ...), muchas veces incluso fuera de la propias tierras privadas, arrasando con linderos y cunetas colindantes que son sulfatadas en nuestros días con herbicidas o incendiadas en una verdadera obsesión por eliminar todo lo que no sea productivo hasta extremos que en nuestra agricultura actual empieza a parecer algo patológico; el odio que se les profesaba en el pasado a muchos seres vivos a los que se les tildaba de alimañas; el odio que todavía se les sigue teniendo en nuestros días a alguno de ellos a pesar de que los conocimientos científicos nos hablan de su necesidad en el ecosistema (zorros, lobos, urracas,...); la desaparición de arboledas enteras en las agroestepas cerealistas, hoy en día casi completamente desprovistas de bosques islas y de las serpenteantes alamedas que antiguamente jalonaban los innumerables regatos estacionales que las surcan; la deforestación tan salvaje que sufrieron todas nuestras sierras y montañas en el pasado -cuyos bosques hoy en día se encuentran muy recuperados precisamente como resultado del abandono y despoblación del medio rural; la explotación ilegal de acuíferos (a veces hasta extremos vergonzosos como en el caso de Doñana); la caza incontrolada de especies de vertebrados que fueron llevados al borde mismo de la extinción; la desecación de grandes y pequeños humedales para cultivar; la roturación con el mismo fin de grandes extensiones de encinar; incluso la locura de los trasvases de agua entre cuencas para regar huertas y mares de plástico allí donde el ecosistema es predesértico; el uso del veneno para la fauna; o el del fuego como medio de gestión del campo, especialmente en suelos agrícolas o ganaderos; y un largo etcétera demuestran que la explotación de los recursos naturales que se hizo en el pasado y que se hace en el presente, no tienen en absoluto una vocación conservacionista del entorno. Tenemos lo que se salvó en su momento. Incluso hasta la anecdótica basura que encontramos en los paseos por nuestros campos agrícolas, donde se abandonan sin pudor los envases de los productos químicos utilizados en las tierras de labor, ruedas de tractores, sacos de pienso que se los lleva el viento, ... todo nos desmitifica la figura idílica del hombre de campo, sabio y amante de su terruño, y responsable del buen estado de conservación en el que ha llegado la naturaleza hasta nuestros días.

La deforestación en el pasado fue realmente salvaje, llegando numerosos ejemplos de la devastación a mantenerse bien entrado el siglo XXI, cuando aún podemos encontrar muchas de nuestras montañas desnudas.


Campos arrasados de todo rastro de arbolado.



Campos en los que el agricultor hace desaparecer con productos químicos cualquier signo incipiente de vegetación, incluso cuando el suelo descansa después de la cosecha; como en la imagen siguiente, donde el propietario de la parcela donde se asienta la encina en primer plano no consiente absolutamente nada, y en un manejo esquizofrénico de sus tierras sulfata incluso donde no puede cultivar bajo el árbol. Bajo las copas de las encinas del fondo vemos el pasto verde, como debería quedar. 


El uso del fuego como herramienta agrícola.

Y seguimos sin entender que cada animal y cada planta juegan un papel fundamental en el equilibrio natural y en la conservación de la biodiversidad. Los mismos zorros que la gente del campo siguen masacrando son los que se alimentan principalmente de los micromamíferos contra los que ellos, luego, lucharán envenenando con rodenticidas nuestros campos.


¿Es esto cuidar y amar tu tierra?

No, amigos, desengañaos, nos ha llegado hasta hoy solo lo que se ha salvado de la explotación que se vino haciendo desde siempre de nuestros campos con los medios técnicos que tuvieron en el pasado. Si entonces hubieran dispuesto de tecnología más moderna, la alteración con la que nuestro entorno hubiera llegado hasta nuestros días hubiera sido, sin duda, mucho mayor. Esto es así de rotundo.

Conocer esa realidad, sin embargo, no debe darnos tampoco ningún derecho a, con el modo de pensar de un ciudadano actual, juzgar de manera inquisitorial las alteraciones que llevaron a cabo nuestros antepasados en el medioambiente. Hay que ser conscientes de que las mentalidades -la de entonces y la de ahora- son muy diferentes, y comprender que las circunstancias que ellos vivieron y sufrieron generaciones atrás eran muy distintas a las actuales, basadas en una economía prácticamente de subsistencia. Ante la disyuntiva de conservar una encina o ganarle unos metros cuadrados al trigal todos hubiéramos obrado de igual modo en sus circunstancias, sin duda, haciendo leña del árbol. No había nacido aún la actual conciencia medioambiental, ni la urgencia por cambiar el modelo de relacionarnos con el planeta, lo que debe derivar en la comprensión y tolerancia para quienes mataban en el pasado águilas u osos, para los que cortaban árboles o desecaban humedales. Pensaban que hacían lo correcto o, por lo menos, no creían que fueran hechos censurables.


Que con nuestras comodidades y mentalidad del siglo XXI no podemos ni debemos juzgar a las generaciones pasadas, es algo que resulta obvio, pero que tampoco debe ser óbice para negar la realidad histórica que fue.

Hoy, sin embargo, no es ayer. La vida ha evolucionado, y con ello también ha revolucionado los tiempos. Y mucho. El sector agro-ganadero se ha modernizado e intensificado, y las transformaciones que pueden derivar de ello en el medioambiente también pueden llegar a ser muy superiores. Hoy sabemos muchas cosas que desconocían nuestros antepasados y debemos actuar en consecuencia a dichos conocimientos para frenar la deriva en la que nos encontramos.

Y para conseguirlo es primordial conocer de dónde venimos y a dónde queremos llegar.

Para cambiar el rumbo de la cosas debemos comprender que la ciencia y la investigación son las que deberán marcar nuestros pasos en el presente y en el futuro; sí, esa ciencia que informa desde la ciudad pero que, muy a pesar de que en el medio rural siga habiendo negacionistas sin quererlo ver, se hace pisando el campo.

Y es aquí donde campo y ciudad deben ir de la mano. No podemos indultar al planeta si el campo no aporta su esfuerzo asumiendo que la ciencia y la investigación son fundamentales, y que la gente de la ciudad, no solo puede, sino que debe opinar sobre la gestión que se hace de los recursos naturales que ellos explotan. La actitud que transpire el medio rural es una parte nuclear en ese cambio de relación con la naturaleza y sin ellos no podremos avanzar, siendo los que al final manejan los recursos. Pero tampoco podremos salvar el planeta como lo hemos conocido hasta nuestros días si las gentes de las grandes ciudades no comprenden, por un lado, la situación real que se vive en el campo y, por otro, no lucha contra ese incremento exponencial de consumo desorbitando de unos recursos naturales que, hoy sabemos, son limitados.



Campo y ciudad no son, pues, excluyentes entre sí; son complementarios. Cada uno con sus luces y sus sombras, son lo que nosotros hemos construido, refugio de sueños o paz interior, o crisol de oportunidades y calidad de vida, pero también sumidero de recursos naturales. La una sin el otro no tienen sentido. Debemos interiorizar que, en el fondo, solo somos territorio, y en un territorio hay ciudades y pueblos; y estamos juntos, dependientes los unos de los otros.

Y todos de la naturaleza.

En la lucha por la conservación tenemos que caminar a la par, porque tenemos mucho que perder, pero está todo por ganar.



2 comentarios:

  1. Este verano ha pegado muy fuerte en los platós televisivos, en las redacciones de los periódicos, en los estudios de radio y en los canales de los influencers, el tema titulado "Los bosques arden porque están sucios".

    Casi que prefiero como canción del verano los Aserejés o cualquier pachanga de Georgie Dann que las mamarrachadas que he tenido que escuchar por parte de los cantamañanas de los medios de comunicación.

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    1. Estos comentarios están a la orden del día, por desgracia, y las redes sociales no han hecho sino ayudar a propagarlos más fácilmente. La única suciedad que hay en el monte es la que nosotros tiramos, el resto es sotobosque necesario en el ecosistema. En fin ...

      Gracias por tu comentario. Un saludo.

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