Vivir es un tránsito, un camino en donde todos somos nómadas. Que la travesía merezca la pena, depende de ti.
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15 de abril de 2020

Nuetras ventanas

Ayer hizo un mes que los españoles estamos encerrados en nuestras casas, castigados por portarnos mal, quizás. Buena parte del planeta está igual, en la misma tesitura, encerrado, confinado, encarcelado en sus madrigueras de ladrillo, madera o chapa. Todos castigados por tratar al planeta con desprecio y prepotencia. Y el planeta se reveló. Nos está advirtiendo que la destrucción de la biodiversidad y de los ecosistemas puede tener un precio más alto de lo que todos quisiéramos y, desde luego, de lo que nadie supusiera nunca. Bueno, esto no es del todo cierto: diversos científicos e investigadores llevan años advirtiendo que al ritmo de maltrato al que estamos sometiendo a la biodiversidad del planeta, este, antes o después, nos rebotará en la cara con alguna calamidad irreparable. El desequilibrio hace tiempo que se ha vuelto lo habitual, y así estamos cavando nuestra propia tumba como especie. Superaremos este virus, sin duda, pero también sin duda vendrán otros, quizás más letales. El cambio climático se volverá irreversible y, junto con otros factores como la globalización de la invasión de especies exóticas en todos los ecosistemas de la tierra, la monoespicifidad de cultivos y ganado doméstico, o la transformación de actividades tradicionales y locales en otras intensivas y globales, harán de la pérdida de la diversidad biológica el mejor aliado para la propagación de zoonosis más graves aún que la de la actual pandemia.

Entonces dicho quebranto a la biodiversidad se volverá contra nosotros, como ya advirtió Keesing en 2006 cuando anunció que con la pérdida de biodiversidad del planeta perderemos también su efecto protector por "dilución"; algo que demostraron posteriormente Johnson y Thieltges. La riqueza y variedad biológica amortigua el efecto de transmisión de zoonosis al ser humano; esto es un hecho. La lista que demuestra que la ausencia del cortafuegos que supone la diversidad biológica del planeta para la transmisión de enfermedades de animales al hombre es larga, muy larga: el évola, el virus del Nilo, gripe aviar, virus de Marburgo, la fiebre de Crimea-Congo, la fiebre de Lassa, coronavirus de Oriente Medio (MERS-Cov), el SRAG (síndrome respiratorio agudo grave), virus de Nipah, henipavirus, virus del Zika, enfermedad de Lyme, virus del Hasta, fiebre del valle del Rift, el SARS, ... ahora el COVID-19. Nuestra alteración de la diversidad, la simplificación a la que hemos sometido a los ecosistemas es la única responsable de la transmisión de todas estas zoonosis.

Pero mientras algunos se hacen ricos con las desgracias del planeta, el resto de la población  nos guarecemos en nuestras madrigueras como si de búnkers en una guerra se tratara. Nos sentimos a salvo. ¡Qué ilusos! El reloj sigue corriendo y el planeta sigue enfermando. Y antes o después todos nosotros como especie sufriremos las consecuencias de su enfermedad. Él nos sobrevivirá, pero nosotros ...

En este confinamiento odioso, necesario y solidario, la naturaleza se nos muestra desde las ventanas y balcones de nuestra casas. Algunos privilegiados siguen saliendo a trabajar de nuestros pueblos y ciudades, a cuidar al ganado, a la faena con el tractor o a cuidar nuestros parques naturales. El resto, vivimos ..., no, vivimos no, sobrevivimos de nuestros recuerdos y con nuestros sueños. De los recuerdos de cuando pisar la hojarasca del bosque era algo normal, o de soñar con las cumbres que esperan ser subidas de nuevo. Sobrevivimos mirando la naturaleza desde nuestras ventanas.

Y para ella la primavera continúa, sigue su curso. No puede parar, ha llegado el momento de que las especies se perpetúen. Y yo lo veo desde mi ventana igual que muchos otros lo hacen desde las suyas. Tengo la fortuna o la desgracia de tener el caramelo a la puerta de casa, o mejor dicho bajo la ventana, y desde esta cada día sumo especies a la lista. Uno de mis vecinos más habituales son los azulones, que por algún motivo siempre los que veo son machos. Quizás las hembras ya estén tumbadas en algún recoveco. Los veo pasar, dejando tras de sí hondas y estelas que me obligan a sacar la cámara por estéticas y fotogénicas.





Aunque estos días de primavera apenas quedan ya garcetas comunes o cormoranes en el tramo de río que tenemos delante -especies que, sin embargo, durante el invierno se congregan delante nuestro en varias decenas de individuos cada mañana-, aún podemos disfrutar de la presencia de algunos ejemplares despistados que se acercan a pescar o descansar. Por el contrario, la garza real es un visitante fiel durante todo el año, dejándose ver por la aceña pescando o descansando sobre las ramas de algún árbol de manera intermitente y bastante a menudo.






Como no podía ser de otra manera en nuestros días, las palomas torcaces se han vuelto una especie de lo más habitual en nuestras ciudades y en los campos que están más o menos ligados a la actividad humana. Delante nuestro también lo es, ahora enfrascadas en sus cortejos y comenzando la reproducción.




De la urraca diré que la hemos visto construir su nido en lo alto del álamo que tenemos delante de una de las ventanas. Ya se encuentra incubando porque las pocas hojas tiernas que presenta aún el árbol deja entrever ya la cola de uno de los ejemplares sobresaliendo de la bola de ramas que conforma su hogar.


El inquieto colirrojo tizón, macho y hembra, se dejan ver a menudo también por tejados y antenas. Baja al suelo de vez en cuando, investigando todo y moviendo nerviosamente su cola.





Mirlos comunes aparentemente con ceba, gorriones y currucas capirotadas son también habituales por los tejados de la casas bajas que nos separan del río y los arbolillos y setos de la orilla del jardín que tenemos debajo.




Otro habitual, aunque de muy difícil observación (y no digamos ya de fotografiarlo desde casa) es el avetorillo, especie a la que podemos ver incluso en pleno invierno, como queriendo confirmar el aumento de las temperaturas que confirman el cambio climático. Lo vemos siempre por sorpresa, volando río abajo y río arriba, de una orilla a otra, ocultándose entre la vegetación en cuanto se posa. Complicado poder observarlo con los prismáticos una vez posado, siempre tímido. Macho y hembra nos regalan de vez en cuando sus furtivos vuelos.


Y por desgracia, estos días vemos a diario al visón americano, mucho más de lo que quisiéramos. Obviamente, no es que ahora haya más, sino que estamos más tiempo delante de nuestras ventanas y las posibilidades de verlo y fotografiarlo han aumentado exponencialmente desde el inicio del confinamiento. Hemos podido observar dos ejemplares diferentes, así que mal lo van a tener las posibles nidadas de aves en las márgenes del río si este mustélido invasor se sigue reproduciendo. Siendo prospectadas exhaustivamente las orillas del río por este infatigable depredador, las especies nidificasteis en ellas tienen pocas posibilidades de sacar adelante a sus nidadas.



Otras muchas especies se dejan ver desde mi extraño hide, desde martines pescadores o cigüeñas, a milanos planeando, golondrinas, aviones comunes, vencejos, verderones, jilgueros, carboneros comunes, herrerillos, ruiseñores bastardos, estorninos, abejarucos, abubilla, cernícalos vulgares, andaríos chicos, ... 


Mientras hago las fotos desde mi ventana, yo también me olvido de la cruda realidad que vivimos, me olvido que nos encontramos inmersos en el proceso acelerado de la sexta gran extinción de especies que ha sufrido el planeta desde que apareció la vida en él, y que este hecho ha sido el responsable directo de mi encierro. De vuestro encierro. Del encierro en el que estamos castigados todo el planeta. La simplificación y el empobrecimiento de los ecosistemas nos hace vulnerables. Una naturaleza compleja y rica en especies y ecosistemas equilibrados contrarresta enfermedades, además de calamidades ambientales y contaminación. Cuando esta pandemia pase, debemos plantearnos la relación de nuestra especie con la naturaleza, otorgándola el valor crucial que tiene para el bienestar humano, y ello deberá llevar irremediablemente a una reconversión social y económica a escala global. Si eso no lo hacemos no habremos aprendido nada. Como siempre. Vivir de espaldas a la naturaleza nos matará.

NOTA:Todas las imágenes se muestran es su formato original, sin aplicarles recortes o reencuadres, con la Canon 7D y el 500 mm, sin añadir convertidores.

2 de marzo de 2016

El espejo

La charca era ayer un espejo. A la cita acudieron diversos conocidos del vecindario, desde el minúsculo zampullín chico -al que esta vez sí le pude hacer alguna foto- a la esbelta garceta grande. La tarde tranquila, sosegada, incluso con buena temperatura, fue testigo de los quehaceres cotidianos de los residentes de aquel escondido rincón. Azulones, cercetas, mosquiteros, bisbitas, molineros y algún palustre, entre otros muchos vecinos, me proporcionaron durante bastantes horas entretenimiento con sus idas y venidas; picoteando, comiendo, descansando, reclamando,... El ganado vacuno aún no entra en esta parcela por lo que la hierba crece tierna con un verde intenso. El lejano ronroneo de algún tractor envuelve de cuando en cuando la tarde serena. Y de entre los recuerdos que me traigo para casa cuando declina el sol me quedo con esta imagen sin recorte, del grandullón del barrio (al lado de zampullines y cercetas, es fácil ser grande) navegando sobre el espejo bruñido de aquel remanso apartado, en una escena sutil, liviana, casi etérea, que realza sin contemplaciones la belleza elegante de esta especie, el ánade real o ánade azulón (Anas platyrhinchos), tantas veces desdeñada por su abundancia.


30 de octubre de 2014

En mi ciudad

El inquisitivo visón americano se me acerca al trípode mientras yo me concentro en los azulones (Anas Platyrinchos) que nadan pausadamente con los primeros rayos del sol de la mañana. Se zambulle en el agua de un salto para volver a arrimarse a mí en varias oportunidades más, husmeando, curioso como todos los mustélidos. No le presto ninguna atención ni cuando me olisquea a escasos treinta centímetros de la rodilla, hincada en la tierra para intentar bajar al máximo posible el punto de vista de la cámara.

Estamos a finales de octubre y aún no hace frío. Nos abraza un otoño suave y tibio que invita a pasear al borde de nuestros ríos, teñidos ya de los reflejos dorados de choperas pintadas de amarillo. Los azulones también me observan curiosos de la misma forma que el visón. Están acostumbrados a la presencia de la gente, aquí, a orillas del Tormes, junto a la ciudad del Lazarillo, una burbuja de naturaleza entre puentes, barrios y tráfico. Un corredor de gran biodiversidad pero maltratado por quien debería velar por su conservación. Pienso en los destrozos que se han venido provocando en los últimos meses en las márgenes y pequeñas islas del río a su paso por esta Salamanca que han calificado de "Culta y Limpia" quienes no comprenden que no hay cultura si se vive de espaldas a la naturaleza. Esta culta ciudad ha talado indiscriminadamente árboles grandes y pequeños, y eliminado importantes cantidades de vegetación, desde juncos a zarzales, mimbreros y sauces. El refugio de una gran cantidad de fauna ligada al río ha sido literalmente arrasado sin contemplaciones, dejando sin ningún miramiento expuestas las orillas desnudas al posible ímpetu de las crecidas. Durante semanas y meses las motosierras han acallado el canto de los pájaros y las hogueras no han parado de quemar enormes montones de materia vegetal apilada en hogueras que a veces han tardado varios días en apagarse, destruyendo de un modo sistemático la cubierta vegetal de una parte de las márgenes e islas del río. El sinsentido se ha adueñado de la ciudad una vez más, y en vez de proteger y cuidar esa explosión de naturaleza que el Tormes nos brinda y nos regala, se destruye.

No hemos aprendido nada, seguimos viviendo de espaldas al río.

Pienso en todo esto mientras disparo ráfagas de fotos a los ánades reales que, desde una distancia prudencial, me animan esta bonita mañana de otoño.