Vivir es un tránsito, un camino en donde todos somos nómadas. Que la travesía merezca la pena, depende de ti.
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25 de mayo de 2016

El buitre negro

Estoy preparándome para salir ya del hide, recogiendo todos los bártulos tras una entretenida mañana fotografiando a un ejemplar de buitre negro (Aegypius monachus) que ha tenido la amabilidad de acercarse durante una media hora a comer a mi lado, cuando una sombra enorme y silenciosa se desliza sobre la pradera a escasos diez metros de mi posición. Miro escorado a mi izquierda y observo sorprendido cómo un nuevo ejemplar de esta especie se posa a unos metros de mi.

Tras abandonar el lugar un par de horas antes tanto los once leonados como los dos negros, yo ya no esperaba el regreso de ninguno de ellos. Pero me equivoqué, una vez más, como otras muchas veces con estos enormes necrófagos. Yo siempre digo de los buitres que son raros como ellos solos. Así, los he tenido al fondo dentro de mi campo de visión rebañando cinco días seguidos una carcasa donde ya no había nada que rebañar, mientras planeaban por encima y desdeñaban la suculenta carroña de oveja recién muerta que esperaba delante de mi escondite. O los he fotografiado en el campo comiendo de un cadáver a cuarenta metros de distancia y pasar un paisano andando con su bici entre ellos y mi hide y no levantar el vuelo (¿a dónde diablos iría ese buen señor por el medio de una rastrojera que no llevaba a ningún lado, sin camino, tirando de una bici y despotricando palabras que nunca entendí?). En esta última ocasión, y como para confirmar que estos animales son imprevisibles, los trece buitres descendieron a las diez de la mañana desde las encinas cercanas hasta la pradera donde se hallaba la carroña. Directos. Pero nada más aterrizar se han tumbado al sol y no se han movido durante varias horas, mientras que solo uno de los dos buitres negros se ha acercado andando a comer delante de mi durante un corto espacio de tiempo (ese poco más de media hora). Luego se han ido  levantando todos en varios turnos y se han marchado volando, sin desayunar. ¿Alguien los entiende?, yo no. Tendrían, supongo, el buche muy lleno del día anterior. En fin, que uno nunca sabe qué puede esperar del comportamiento de estos grandes planeadores cuando está delante de una carroña, escondido en algún recoveco de nuestra amplia Castilla y lejos de sus comederos habituales.

El caso es que, y volviendo al bicho que nos ocupa, el monje siempre me ha parecido un carroñero imponente, con unos retratos simplemente espectaculares, en especial los de los ejemplares juveniles, de cabeza mucho más oscura. Un tipo serio, con un pico tremendamente fuerte y afilado, perfecto para desgarrar cueros, tendones y partes duras, accediendo de este modo a la carne más nutritiva, pues no en vano es más escrupuloso que su pariente el leonado a la hora de comer, prefiriendo el músculo a las vísceras y tripas. No es tonto el tipo este.

Yo disfruto satisfecho un rato más fotografiando su seriedad y su pose altiva, los minutos que este segundo ejemplar me regala como postre de la jornada, antes de que levante el vuelo definitivamente, alejándose por el horizonte.

Ahora ya sí, puedo recoger todos los trastos y regresar a casa.













5 de octubre de 2012

Dos horas y media

No llevo una hora escondido cerca del cadáver de una oveja, distraído toqueteando mi móvil para amenizar el paso del tiempo, cuando escucho un aletear pesado que me resulta familiar. Antes incluso de levantar la cabeza ya sé que el primer buitre ha llegado. Y efectivamente, miro a través de la malla de camuflaje y veo que acaba de aterrizar junto a su sustento un primer buitre leonado (Gyps fulvus), y que tras él bajan en tropel unos cuantos más. Bruscamente se termina la paz y la tranquilidad que reinaban en la llanura cerealista hasta ese preciso momento. En pocos minutos varias decenas de leonados rodean la oveja o esperan turno a pocos metros, impacientes y ansiosos por meter su cuello en el mantel. Quizás medio centenar o más en el momento de mayor concurrencia.





Comienza un bullicioso y frenético ágape de vísceras blandas y contenido intestinal. Veo cómo se embadurnan las cabezas de un sospechoso color marrón verdoso y cómo tragan sin contemplaciones grandes bocados de una materia informe del mismo color. Tan solo veinte minutos más tarde se aprecia entre los cuerpos histéricos de los buitres que lo tapan todo, el costillar de la oveja, ya hueco. Empiezan a verse algunos buches llenos que levantan el vuelo y desaparecen. Para los que se quedan, toca rebuscar entre las migajas. Y lo hacen durante casi dos horas, entre un enjambre de moscas que al principio no existía. Poco a poco los ánimos se van calmando en algunos ejemplares, antes agresivos, y van pasando a un segundo plano, lo que deja sitio en la mesa a los individuos que antes veían ansiosos cómo no tenían acceso a su parte de la pitanza.






Llegan hasta tres juveniles de buitre negro (Aegypius monachus), y sin miramientos se hacen un hueco entre los leonados que aún rodean la carcasa medio pelada de la oveja. Rebañan los últimos despojos de carne adherida a los huesos. Algún leonado joven toma los últimos postres, hasta que finalmente dan por concluido el banquete. Se acabó. Ya sólo queda desplegar las alas y desaparecer, y lo hacen tan repentinamente como aparecieron.





Han pasado dos horas y media y retorna de nuevo la tranquilidad y el silencio a la rastrojera amarilla. Me quedo nuevamente solo. Yo y mi móvil en el bolsillo.