Vivir es un tránsito, un camino en donde todos somos nómadas. Que la travesía merezca la pena, depende de ti.

5 de octubre de 2012

Dos horas y media

No llevo una hora escondido cerca del cadáver de una oveja, distraído toqueteando mi móvil para amenizar el paso del tiempo, cuando escucho un aletear pesado que me resulta familiar. Antes incluso de levantar la cabeza ya sé que el primer buitre ha llegado. Y efectivamente, miro a través de la malla de camuflaje y veo que acaba de aterrizar junto a su sustento un primer buitre leonado (Gyps fulvus), y que tras él bajan en tropel unos cuantos más. Bruscamente se termina la paz y la tranquilidad que reinaban en la llanura cerealista hasta ese preciso momento. En pocos minutos varias decenas de leonados rodean la oveja o esperan turno a pocos metros, impacientes y ansiosos por meter su cuello en el mantel. Quizás medio centenar o más en el momento de mayor concurrencia.





Comienza un bullicioso y frenético ágape de vísceras blandas y contenido intestinal. Veo cómo se embadurnan las cabezas de un sospechoso color marrón verdoso y cómo tragan sin contemplaciones grandes bocados de una materia informe del mismo color. Tan solo veinte minutos más tarde se aprecia entre los cuerpos histéricos de los buitres que lo tapan todo, el costillar de la oveja, ya hueco. Empiezan a verse algunos buches llenos que levantan el vuelo y desaparecen. Para los que se quedan, toca rebuscar entre las migajas. Y lo hacen durante casi dos horas, entre un enjambre de moscas que al principio no existía. Poco a poco los ánimos se van calmando en algunos ejemplares, antes agresivos, y van pasando a un segundo plano, lo que deja sitio en la mesa a los individuos que antes veían ansiosos cómo no tenían acceso a su parte de la pitanza.






Llegan hasta tres juveniles de buitre negro (Aegypius monachus), y sin miramientos se hacen un hueco entre los leonados que aún rodean la carcasa medio pelada de la oveja. Rebañan los últimos despojos de carne adherida a los huesos. Algún leonado joven toma los últimos postres, hasta que finalmente dan por concluido el banquete. Se acabó. Ya sólo queda desplegar las alas y desaparecer, y lo hacen tan repentinamente como aparecieron.





Han pasado dos horas y media y retorna de nuevo la tranquilidad y el silencio a la rastrojera amarilla. Me quedo nuevamente solo. Yo y mi móvil en el bolsillo.

6 comentarios:

  1. muy buena serie unas fotos espectaculares un saludo

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  2. Gracias por vuestras palabras. Si son espectaculares las fotos es solo gracias a que estos animales lo son, ellos y sus actitudes y comportamientos. Un privilegio tenerlos delante.

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  3. Gracias por compartir estas fotos tan increibles......

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  4. ¡¡Vaya banquete!! No te acerques mucho a estos bichos, Chuchi, no se vayan a equivocar de costillar...
    ¡Buen reportaje, artista!
    Saludos.
    Lillo.

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  5. Cachis!!! Angelillo, ¿qué haces el sábado de un puente comentando entradas en un blog?. Bueno, me alegra que te guste y que te preocupes por mi costillar.

    Un abrazo

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