Vivir es un tránsito, un camino en donde todos somos nómadas. Que la travesía merezca la pena, depende de ti.

21 de marzo de 2013

A esa luna ...

... que nos espía y nos vigila.

A esa luna que esparce al mismo tiempo sombras en el bosque
y destellos en el agua.
A la luna en blanco y negro, y a la de cálidos naranjas.
A la luna redonda, y a la de estrecha uña afilada.

A esa luna cómplice en ilusiones y desengaños,
alcahueta de amores y despechos,
sabedora de alegrías y desánimos,
encubridora de traiciones y recelos.

A la tímida luna diurna y a la noctámbula vanidosa.

A esa luna nuestra, Selene mentirosa.


 




17 de marzo de 2013

En la niebla

¿Nos volvemos o seguimos? No se ve nada a nuestro alrededor; ni por arriba, hacia donde dirigimos nuestros pasos, ni por abajo, de donde venimos. Subimos sin descanso, a tientas, casi a ciegas siguiendo pequeños montoncitos de piedras. Ganamos altura rápidamente. Sin embargo, hace un buen rato que dejamos de ver nada a nuestro alrededor y nos sumergimos en una atmósfera oscura, lúgubre, lechosa y húmeda. Sin llover, resbalan multitud de gotitas de agua por nuestras mochilas y nuestras prendas técnicas de montaña. Seguimos ascendiendo mientras nuestro interior delibera si nos bajamos. Estamos solos. El silencio en la alta montaña se me antoja ahora brutal.

El camino zigzagea en fuerte pendiente, y se divide y se bifurca en pequeños senderillos, cada uno con sus líneas de hitos. Más dudas. Vacilamos. La incertidumbre envuelve nuestros pensamientos como la niebla que la provoca.

Pero mientras decidimos bajarnos, subimos.






15 de marzo de 2013

Habitación sin vistas

El aleteo de las palomas retumba en el espacio hueco y diáfano del derruido palomar. Por el techo roto y semicaído se filtran rayos de sol que proyectan su vivificante calor sobre las toscas paredes de adobe. Entro en el interior y piso tablas de madera y tejas que resuenan bajo mis pies cuando se quiebran. Veo cómo algunos pichones resecos, prácticamente momificados, yacen en los rincones entre plumas y guano. También veo egagrópilas de diversos tamaños que delatan la presencia más o menos habitual de la sempiterna lechuza y del cernícalo. La atmósfera me envuelve con un olor acre y caliente producto de la amalgama de excrementos, huevos rotos y cadáveres.

Sin prisas, me paro en el centro del habitáculo y observo a mi alrededor. Me tomo mi tiempo. Veo composiciones, detalles, rincones que me atraen y me inspiran. Que me hablan pidiéndome que los fotografíe. Pausadamente reflexiono sobre lo que me rodea, hasta que asiento el trípode entre los cascotes y comienzo a mirar a través del ocular de la 5D. Cable disparador, diafragma, velocidad. Mientras los minutos pasan, compongo fotografías que me cuenten cosas, que narren sensaciones, que expliquen la esencia del lugar, su alma. Finalmente, cuando siento que he capturado lo que el entorno me ha ofrecido, decido que es hora de devolverle la tranquilidad cotidiana, permitiendo que las pocas palomas que aún habitan este peculiar edificio de apartamentos sin vistas, vuelvan a sus domicilios. Salgo y me marcho, dejando de nuevo en el olvido al viejo palomar de barro y paja, cerrando tras de mi con su cuerda de empacar su puerta rota.







11 de marzo de 2013

Jugando

Suben, trepan, bajan cabeza-abajo. Se paran, se mueven, se vuelven a parar. Serpentean. Se pegan a la superficie, por lisa que esta sea. Se arremolinan al calor de la bombilla; del farol que ilumina el oscuro callejón. Sacan la lengua, pero no a ti, no te enfades, si no a los mosquitos y a las polillas nocturnas. Un disparo y para adentro. La vertical es su residencia. Se camuflan. O lo intentan, a veces sobre el ventanal de un edificio de Doñana. Es la Tarentola mauritanica, el perenquén o santorrostro. Nuestra conocida salamanquesa.


10 de marzo de 2013

Mis árboles

Las gotas de agua echan entre ellas sinuosas carreras por el cristal de mi ventana. Llueve del otro lado.

Miro el chaparrón sobre la superficie del río y contemplo cómo algún cormorán intenta pescar su sustento con las últimas luces de la tarde, en una masa de agua realmente crecida y desbordada, que salta sin contemplaciones a borbotones sobre la aceña de cemento; la misma aceña que normalmente desvía el agua hacia el molino y por la que se podría caminar. Masas de diversos tamaños de juncos y carrizos bajan sobre la superficie como balsas a la deriva, arrancados de las orillas. El martín pescador va río abajo, río arriba; no sé cómo se las apañará con estos caudales de aguas turbias.

Mientras esto sucede afuera, yo me arrebujo cerca de la calefacción y abro sobre mi mesa una carpeta azul de la que extraigo decenas de dibujos y bocetos, recuerdos de mi juventud. Separo de entre ellos mis árboles, y los apilo en un montón aparte. Viejas encinas enroscadas, de corteza rugosa, y algún roble o algún haya. Hoy no puedo salir a caminar bajo sus copas, pero revivo su presencia sobre el papel, en mis manos. Con su tinta negra, con su trazo fino. Sobre el cuaderno cuadriculado o sobre el folio limpio.

Viejos apuntes sobre árboles retorcidos. Mis árboles.