Vivir es un tránsito, un camino en donde todos somos nómadas. Que la travesía merezca la pena, depende de ti.

3 de agosto de 2013

Destilando la esencia de la Provenza

Como todo el mundo puede suponer, la Provenza es mucho más que sus campos de lavanda en flor. Es, al igual que el resto del país vecino, el resultado del afecto que por su tierra transpiran sus habitantes por cada poro de su piel, algo de lo que nosotros, gentes al sur de Los Pirineos, podemos apreciar en el cuidado y mimo que transmiten sus pueblos, y de lo que también, por qué no decirlo, deberíamos aprender un poco. El atractivo de la Provenza es, pues, el resultado de su saber vivir, de su educación y del cariño que sienten por lo suyo. De ello son fruto sus pequeños y pulcros pueblecitos provenzales, sus casas cuidadas al detalle, sus carreteras flanqueadas por hileras de enormes plataneros, sus entramados de enredaderas que tapizan paredes y medio ocultan ventanas y puertas, y el propio espíritu que fluye en cada uno de estos pueblos. En ellos el silencio lo invade todo, e incluso en el bullicio de las terrazas llenas de gente, se respira paz y tranquilidad, sin voces altisonantes ni papeles por el suelo. Un murmullo pausado invita al paseo, a la sombra de los árboles o de las estrechujas callejuelas empedradas. Así es la Provenza, un alambique de donde se destila amor por la tierra, tranquilidad y saber vivir. 
















31 de julio de 2013

Cuatro calles y una plaza

El motor de la furgo deja de ronronear ya bien entrada la noche, cuando la aparcamos por fin junto a un pequeño pueblecito en La Segarra leridana. Salgo y estiro las piernas dando un paseo por el amurallado Montfalcó Murallat. Accedo intramuros ya sorprendido: no se puede entrar en coche por la primera calleja estrecha y serpentiforme que da paso al recinto fortificado. Bien, esto promete. Me sumerjo en su ambiente medieval por la primera calle que inmediatamente reclama mi atención por la derecha y que en unos pocos metros más acaba junto a la puerta de la iglesia. Un callejón corto y vacío se ramifica por su izquierda. Retrocedo y llego en un momento -que no ha sumado más de unos segundos- a la plaza del pueblo. Los farolillos iluminan una multitud de gatos, que a estas horas de la noche parecen ser los únicos dueños del lugar. No se ve gente ya. Salgo de la plazuela por una calle aportalada, como un túnel bajo las casas. Gira a la izquierda por otra callejuela con un horno de pan comunitario, y que desemboca en otra igual de corta que me devuelve a la plaza. Ya está. Se acabó el pueblo. Lo he visto todo, enterito, pues no hay ni casas ni calles fuera de las murallas, y no me ha dado tiempo a estirar las piernas. Menos de doscientos metros de callejuelas no dan para caminar mucho rato.

Pulcro. Limpio. Coqueto. Mimado por los pocos moradores que lo ocupan. ¡Qué maravilla de descubrimiento! Montfalcó Murallat. Volveré.







24 de julio de 2013

En mi casita con ruedas

3 de julio de 2013, Plage de Pièmanson, La Camargue. Hace viento, mucho viento. Cientos de caravanas, algunas de ellas abandonadas, campers y autocaravanas se alinean en la arena de la playa frente al oleaje del mar en una puesta de sol indescriptible. Varias cometas se baten contra las ráfagas de viento, prisioneras por sus cordones umbilicales que las devuelven a tierra. Algunos niños juegan con la arena y, mientras, alguien pasea con su perro. Las luces de algún barco pesquero se mueven pausadamente por el horizonte. Yo, me siento en mi casita con ruedas, con la puerta abierta al mar de par en par, para que entre su aire húmedo y salado hasta lo más hondo; para atrapar dentro de ella este atardecer que no se repetirá jamás, pues "hoy" solo existirá hoy. Tomo mi diario de viaje y anoto cuatro frases escuetas. Entre palabra y palabra, levanto la cabeza y miro la fina línea donde el mar se pierde en el cielo. La fina línea donde el cielo se encuentra con el mar. Alguien pasa delante y nos regala una sonrisa y su saludo con el gesto sencillo de su cabeza.

Viento, hace mucho viento. Huele a mar, a salitre. Las gaviotas vuelan a lo largo de la costa buscando pitanza. Los charranes lo hacen mar adentro en busca de peces. Hincho los pulmones y respiro profundamente. Siento paz. Tranquilidad. El relax que evoca el mar. La Mar, con mayúsculas. Ya casi no recuerdo dónde dormimos ayer y desde luego no sé dónde dormiré mañana. Mañana es una palabra lejana, carente ahora de significado.

Hoy, aquí, junto al mar.


Empieza mi viaje en la carretera,
por fin camino sola,
en mi casita con ruedas.
El tiempo será pa'mi lo que yo quiera que sea,
nunca un nido, nunca un muro,
solo lo que yo quiera.
Recorro montañas, desiertos, ciudades enteras,
no tengo ninguna prisa,
paro ... donde quiera.
La música que llevo será mi compañera.

("No+llorá", del disco "Y", de Bebe)

23 de julio de 2013

De color púrpura profundo

Parado de pie tras mi trípode compongo a primera hora de la mañana una imagen donde el color morado representa solo un tercio del TODO que tengo delante. Solo un tercio, porque un zumbido profundo y cavernoso envuelve la atmósfera alrededor mío. Decenas de miles de abejas se apresuran a libar el néctar de la lavanda y recorren en línea recta, pasando junto a mi, el trayecto hasta el campo cultivado desde sus panales. Las veo pasar a mi lado por millares, todas en la misma dirección, envolviendo el aire con ese sonido sordo sobrecogedor, como si fuera la respiración honda de un ser que no pudiéramos ver. Y ese zumbido poderoso NO lo puedo fotografiar.

Delante, hileras e hileras de plantas florecidas se disponen escrupulosamente ordenadas aromatizando el aire tibio que respiro. El perfume se hace más y más intenso a medida que el calor de la mañana aumenta y embriaga intensamente un sentido que para nosotros, el ser humano, especie animal que en muchos aspectos ha involucionado desde nuestros ancestros salvajes, se ha vuelto casi inadvertido. Huele a lavanda el aire. Profundamente. Intensamente. Y TAMPOCO lo puedo fotografiar.

¡Qué desastre!

Mientras, yo sigo capturando imágenes que nunca transmitirán ni el zumbido de las abejas, ni el aroma denso que las plantas dejan en el ambiente. No puedo capturar con mi cámara ni olores ni sonidos, lo siento. Me resignaré con plasmar lineas y colores, volúmenes y simetrías. Me conformaré con componer escenas que constituyen solo un tercio del TODO que me rodea, y dejo a la imaginación del que vea este blog el trabajo de completar el puzzle de estos paisajes con el aroma de sus flores y el sonido de sus abejas.













21 de julio de 2013

El otro Avignon

Avignon, la ciudad provenzal que fue residencia papal durante casi siete décadas, la animada ciudad del "medio puente" sobre el Ródano, declarada Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO, se transforma cada mes de julio con el Festival de Avignon que se ha convertido desde hace décadas en un referente sobre la actualidad teatral y de las artes escénicas, congregando en sus bulliciosas calles un ingente y variopinto número de personas, turistas, músicos callejeros, mochileros, danzarines, titiriteros, despistados, vecinos, fanáticos de la escena u hordas de asiáticos, cámara en ristre, sorprendidos por el "exotismo" de occidente. Una ciudad de contrastes, donde igual puedes dormitar en la hierba a la sombra de un árbol en la margen derecha del río, disfrutando del atardecer cálido sobre el Pont d'Avignon, que te puedes lanzar de cabeza en las abigarradas calles intramuros en su orilla izquierda y bucear entre su gente, dejándote bombardear por los reclamos turísticos, culturales y publicitarios que desbordan cada rincón, sin prisas, saboreando el ambiente del Avignon más actual y moderno.