18 de agosto de 2013
Alyscamps
Atrás queda el bullicio del cemento, el tráfico y el gentío de la ciudad cuando cruzamos la verja que da paso al interior de Alyscamps. Como si cruzáramos a otro mundo o a otra dimensión, la paz y el sosiego te envuelven bruscamente, y te obligan a caminar despacio, a meditar y a observar. O a observar y meditar, en el orden que tú lo prefieras. Rodeados de decenas de ajados y ruinosos sarcófagos, de decadentes arcos y muros que un día fueron centro de recogimiento y espiritualidad, de vidrieras góticas y frescas estancias en penumbra, uno no puede por menos dejar de pensar sobre el paso del tiempo. Retorcidas raíces serpentean entre las piedras musgosas de lo que antaño fueron habitaciones, las hojas marchitas del ya olvidado invierno se mueven solas por el suelo y se arrebujan por los rincones con la ayuda del aire, mientras las sombras de los árboles nos invitan a descansar bajo ellos en esta tarde de bochornoso calor. Una mujer, sentada en un escondido banco, se entrega ensimismada a la lectura; quizás de un poemario, cual personaje extraído del romanticismo europeo. A excepción del canto de los pájaros, el silencio lo envuelve todo, ceñido en el interior de los altos muros que rodean el templo y sus terrenos. Alyscamps es una cura de tranquilidad en un mundo de prisas y ajetreos. Sin duda, en él puedo escuchar mis pasos sobre la tierra y, como decía la ya mítica melodía, los sonidos del silencio.
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16 de agosto de 2013
La sorpresa
A veces la unión de la acción del hombre con la naturaleza te sorprende gratamente donde menos te lo esperas. Recorres paisajes homogéneos, monótonos y a veces casi monocromáticos, del color verde del bosque, o marrón del terruño seco y polvoriento, o amarillo de los tiesos rastrojos del agostadero, cuando te topas de frente con un estallido de color que te fuerza a detenerte. Inesperado. Detrás de una curva cualquiera. Una paleta de colores en el que un pintor ha esparcido el más llamativo de los tintes, el de mayor contraste con lo que le rodea o, simplemente, el color que menos te esperas.
14 de agosto de 2013
Planeo
Morí.
Me tumban sobre el hueco de la roca. Me entierran. Dejé de existir. Dejé de ser. Dejé mi cuerpo, mi vieja morada de carne y huesos, y me elevo. Me levanto sobre la atmósfera espesa del sufrimiento de los míos y planeo sobre todos ellos. Los veo debajo, abajo. Miran a la tumba, ahora llena de carne y huesos, rodeados de otras tumbas. Levito y los dejo. Todo es perfecto, todo está bien, todo correcto, todo es como debe ser: la vida continúa, aunque no para mí, pues morí.
Me tumban sobre el hueco de la roca. Me entierran. Dejé de existir. Dejé de ser. Dejé mi cuerpo, mi vieja morada de carne y huesos, y me elevo. Me levanto sobre la atmósfera espesa del sufrimiento de los míos y planeo sobre todos ellos. Los veo debajo, abajo. Miran a la tumba, ahora llena de carne y huesos, rodeados de otras tumbas. Levito y los dejo. Todo es perfecto, todo está bien, todo correcto, todo es como debe ser: la vida continúa, aunque no para mí, pues morí.
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7 de agosto de 2013
Espectros en la noche de los tiempos
¿En la noche de los tiempos, o por siempre? Guerras, muerte, dolor y sufrimiento en el nombre de un dios cualquiera. De cualquiera de los dioses, de los muchos que inventamos, del mío, del tuyo, del suyo. Ruido de espadas en alto y sangre derramada. El control de los hermanos por medio del miedo. Miedo hasta los tuétanos. Miedo a la muerte, miedo al castigo, miedo al infierno, miedo al otro lado. El miedo da poder, y el poder embriaga. Poder, miedo y sufrimiento, ¿cuántas veces van unidos en la triste historia de la humanidad? ¿y cuántas en el nombre de un dios cualquiera, de cualquiera de los dioses?
3 de agosto de 2013
Destilando la esencia de la Provenza
Como todo el mundo puede suponer, la Provenza es mucho más que sus campos de lavanda en flor. Es, al igual que el resto del país vecino, el resultado del afecto que por su tierra transpiran sus habitantes por cada poro de su piel, algo de lo que nosotros, gentes al sur de Los Pirineos, podemos apreciar en el cuidado y mimo que transmiten sus pueblos, y de lo que también, por qué no decirlo, deberíamos aprender un poco. El atractivo de la Provenza es, pues, el resultado de su saber vivir, de su educación y del cariño que sienten por lo suyo. De ello son fruto sus pequeños y pulcros pueblecitos provenzales, sus casas cuidadas al detalle, sus carreteras flanqueadas por hileras de enormes plataneros, sus entramados de enredaderas que tapizan paredes y medio ocultan ventanas y puertas, y el propio espíritu que fluye en cada uno de estos pueblos. En ellos el silencio lo invade todo, e incluso en el bullicio de las terrazas llenas de gente, se respira paz y tranquilidad, sin voces altisonantes ni papeles por el suelo. Un murmullo pausado invita al paseo, a la sombra de los árboles o de las estrechujas callejuelas empedradas. Así es la Provenza, un alambique de donde se destila amor por la tierra, tranquilidad y saber vivir.
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