Abro el buzón y recojo la correspondencia, tras lo cual subo las escaleras y entro en la penumbra de la casa. Dejo el móvil y las llaves en la mesita de la entrada y me dirijo al salón. Pulso de manera autómata una tecla del teléfono y escucho sin escuchar el contestador automático mientras me dejo caer, derrotado, en un sillón situado estratégicamente junto a una ventana por la que entra, tamizada por unos visillos, la luz de un patio interior. Dejo a un lado, en el suelo, facturas y publicidad, y me quedo sosteniendo la postal. Una nueva postal que me remueve por dentro las entrañas. La miro sin prisas y observo su imagen, una antigua y descolorida fotografía de la ciudad donde siempre viví. La ciudad de mi infancia, de mi juventud y de mi madurez. La ciudad donde dejé a mi gente y a mi familia, ahora tan, tan lejana.
Le doy la vuelta y leo pausadamente lo que en ella escribió alguien a quien hecho mucho de menos. Está lejos, muy lejos. Y yo estoy cansado, muy cansado. Verdaderamente cansado. Me pesan los días, pero sobre todo las noches. Me pesan más si cabe ahora, con este puñado de palabras escritas que sostengo entre mis manos. Me pesan la ausencia, el tiempo y la distancia. Me pesan la impotencia y el desánimo, la nostalgia y la añoranza, que me obligan a arrastrar los pies por esta vida que ya no parece vida. Quiero rebobinar y no sé dónde está el botón que debo apretar.
Dejo la nueva postal dentro de la caja de cartón azul, al lado de la que recibiera la semana anterior, haciendo un gran montón junto con las de los meses pasados, y las restantes postales que he ido acumulando los últimos años. Años que perdí -que perdimos- en busca de un sueño que siempre se mostró burlón, siempre un poco más allá de la punta de mis dedos. Mi caja de cartón azul no es, sino, el resumen de mi dolor y desesperación. Devuelvo la caja a su rincón, junto al portarretratos en el que unos ojos negros carbón me hablan directos al corazón. Nos miramos por unos momentos eternos y le doy la espalda, saliendo de la habitación.
Arrastro los pies por el pasillo hasta el dormitorio frío. Mi cuerpo se desploma sobre la cama como si lo hubieran ejecutado, y cando los párpados recordando esos ojos negros carbón. Duermo una vez más soñando haber volado de aquí mañana al despertar.