Vivir es un tránsito, un camino en donde todos somos nómadas. Que la travesía merezca la pena, depende de ti.

23 de enero de 2014

Marialva

Tic, tac, tic, tac. Los segundos pasan y forman minutos, horas y días. Y los días se suman en semanas, meses y años. Las manecillas dan vueltas sin cesar recordándonos que el transcurrir del tiempo se creó inexorable y que envejece y transforma la vida que conocemos. Incluso los paisajes cambian y se confunden con el tiempo, las montañas se desmoronan y las selvas mutan en desiertos. Morimos los seres vivos y sucumben los pueblos. Piedra a piedra los muros se derrumban, las vigas se desploman y desaparecen los objetos. Se vacían las calles y las plazuelas, las casas y los corrales, los silos y los templos. Sus habitantes se marcharon o murieron. Emigraron. Abandonaron el lugar decrépito, se trasladaron fuera de las murallas, dejando intramuros un pesado vacío en el hogar donde crecieron, hermoso en su decadencia, marchito en el crepúsculo donde, en su postrera expiración, fenecieron. Ya no escucharemos arengas a los vecinos alrededor del pelourinho convocados, ni oiremos el cacareo de las gallinas ni los ladridos de los perros por sus calles husmeando; tampoco el chirriar de los carros puliendo el empedrado de granito en surcos paralelos. En su lugar, el turista caminará por entre casuchas derruidas al abrigo del silencio, esforzándose en imaginar cómo de dura era la existencia en la frontera del Côa frente al reino de León, mil años atrás. Mil años, se dice pronto, con sus meses y sus días, con sus horas, sus minutos y segundos. Tic, tac, tic tac, con esos segundos que, irremediablemente, se siguen deslizando entre las raíces del mundo que conocemos.













13 de enero de 2014

El trompeteo de las dehesas

Ya clarean las primeras luces matinales cuando nosotros entramos en los hides dispuestos a pasar, si el día nos lo permite, toda la jornada entre las grullas. Tenemos delante de nosotros una finca verde que en varias oportunidades ya hemos visto tapizada de grullas como si de un rebaño de ovejas se tratara. Sabemos que el gran bando de viajeras tiene una insistente querencia a esta amplia vaguada y esperamos que ello nos permita hacer un buen trabajo fotográfico (o, cuanto menos, correcto) para lo cual el propietario de la dehesa colindante nos ha permitido acceder a su interior (muchas gracias Javier, muchas gracias Ángel).

Nos acomodamos, pues, nosotros dos y el montón de bártulos necesarios -debidamente camuflados en el interior de nuestros chajurdos de tela- junto al alambre de espino que delimita las dos fincas y con la intención de aguardar todo el día si la jornada se da bien. Que por intentarlo no quede, nos decimos impacientes, aunque bien sabemos que el pronóstico climatológico no es nada halagüeño. Al poco tiempo de entrar en los hides el bullicioso trompeteo de la bandada nos sobrevuela y nos envuelve. Se posan en la ladera que tenemos delante poco tiempo antes de que los primeros rayos de sol hagan su aparición. Aunque sería bastante más exacto decir que hagan su "fugaz" aparición, porque al poco de amanecer se nubla, antes incluso de lo que anunciaban las predicciones meteorológicas. Junto con el cielo también se nos van nublando las expectativas que habíamos puestos en la jornada. Alrededor de tres centenares de fotografías generales constituyen mi pobre resultado de la mañana, ya que las grullas ni siquiera llegaron a acercarse a nuestra posición como en alguna otra oportunidad. De todas ellas sólo un tercio han pasado a formar parte del archivo. El cielo se encapota del todo y comienza incluso a chispear a última hora de la mañana, lo que hace que al final de la misma aprovechemos la lejanía del gran bando para recoger y regresar a nuestra casa. Nuestros helados pies en la fría y húmeda mañana de enero nos lo agradecieron, sin duda.

Sin embargo, no nos vamos decepcionados aunque una mueca de rabia se adivine en nuestra conversación. Como siempre, el resultado ha sido positivo. Y no solo porque por fin pudimos calentarnos los pies y terminar así con aquella pequeña tortura, o porque en cada espera se aprende algo, tanto de la fotografía en sí como del comportamiento de la especie que anhelas fotografiar, o por ese pequeño puñado de imágenes que me guardo, que al fin y al cabo siempre serán irrepetibles, sino porque hemos pasado una mañana más inmersos en la naturaleza sin que la fauna advirtiera nuestra presencia, lo que implica una extraña y agradable sensación interior, y porque, en definitiva, siempre será un recuerdo imborrable la experiencia de ver evolucionar de un modo natural a estas gráciles e incansables nómadas del Gran Norte.













4 de enero de 2014

Sorthela

Recorrer las calles de algunos pueblos portugueses es retroceder en el tiempo muchos años; es echar una mirada atrás, a una época en donde la ausencia de puertas de aluminio, persianas de plástico, tendederos en las ventanas y otros objetos antiestéticos de modernos materiales hacían de la población un lugar auténtico y con personalidad. Hoy en día, ese amor por lo propio de los habitantes de alguna de estas pequeñas aldeas del país vecino hace que muchas de ellas sean merecedoras de una visita pausada por parte de aquella gente fieles de lo auténtico. Y no creo que esté reñida la conservación del patrimonio cultural con la comodidad y la calidad de vida de los vecinos que habitan las casas que nosotros, los turistas que estamos simplemente de paso, fotografiamos. Basta tener un poco de sensibilidad respecto de la belleza estética del mundo que nos rodea para entenderlo, no importando el hecho de si estamos hablando de un paisaje sin trazas artificiales de pistas, carreteras o tendidos eléctricos, o de una coqueta y aislada aldea donde a la vieja puerta carcomida por el paso del tiempo se la sustituye por otra nueva igualmente de madera, en lugar de por la vulgar y antiestética de aluminio plateado.

Sorthela es un claro ejemplo de esto. El mimo con el que los propietarios de las casas y la municipalidad cuidan el conjunto de la aldea intramuros se traduce en belleza. Simplemente. Y la belleza atrae a la gente capaz de apreciarla. Pasear por un pueblo en el que no encuentras papeles por el suelo, en donde las construcciones conservan la arquitectura tradicional, en donde los recintos amurallados no están afeados por modernas barandillas metálicas, en donde el cuidado de cada rincón transmite cariño por la tierra, representa un ejercicio de aprendizaje y humildad del que muchos deberíamos aprender. Sí, Sorthela es uno de esos lugares maravillosos en donde es muy improbable que en una de tus fotografías te veas obligado a clonar algún papel del suelo de alguna de sus calles.








29 de diciembre de 2013

Nómadas del Gran Norte ...

... en las dehesas charras. Aunque no en el número en que se concentran en otros puntos de la geografía peninsular, en las dehesas de Salamanca también podemos disfrutar del encuentro anual con grandes bandos de grullas que vienen a pasar el invierno por nuestras latitudes. La algarabía inconfundible de su trompeteo anuncia anticipadamente al gran bando volando en formación, cambiando a un nuevo campo donde alimentarse de bellotas y brotes tiernos o, al caer la tarde, en dirección a sus dormideros en las orillas del embalse. El encuentro anual con estás incansables viajeras de tamaño ligeramente superior al de nuestras cigüeñas blancas, representa una cita ineludible durante los meses más fríos del año para cualquier amante de la naturaleza en los encinares peninsulares. Ya estamos deseando tener un hueco para intentar tenerlas un poco más cerca desde nuestro hide. Crucemos los dedos, pues, y si nuestros deseos se cumplen os mostraremos el resultado en estas páginas virtuales. Entre tanto, nos conformaremos con el sonido reciente de sus trompeteos en nuestras sienes -grabados de ayer mismo a estas mismas horas-, esas voces que llegan a nuestras latitudes con el frío y que nos traen cada invierno el sabor del Gran Norte.