-Jolín, ¿pero cuándo ha crecido ese arbusto tan grande que hay debajo de esa encina? estoy segura que ayer por la tarde no estaba ahí- parece pensar la abubilla (
Upupa epops) cada vez que regresa a su posadero habitual, utilizado como atalaya justo antes de encaminarse al cercano nido a cebar a su prole. Llega con la cresta erizada, señal de que extraña la modificación del escenario, pero sin inmutarse ni un momento más continúa con su tarea: se dirige desde allí al nido, introduce allí el pico con la comida y en unas décimas de segundo ha elevado el vuelo de nuevo. Como casi siempre, se dirige a una zona concreta con cipreses ornamentales, no muy alejada y con abundante alimento, y se posa en el suelo. La perdemos de vista solo momentáneamente mientras rebusca comida, pues no tardamos en verla venir una vez más con su vuelo ondulante, como de mariposa. Por enésima vez se aproxima a nosotros, que permanecemos escondidos dentro del hide, ese arbusto raro que ha crecido repentinamente durante la noche y que al amanecer tanto le ha llamado la atención.
Sin lugar a dudas, esta especie es una de las más reconocibles de nuestros campos, tanto por entendidos como por profanos, siempre deambulando por el suelo, de allá para acá, picoteando con su largo pico entre la hojarasca o introduciéndolo en el suelo en busca de larvas, insectos, saltamontes, procesionarias del pino y cuanto se le ponga a su alcance. Este miembro del orden de los Coraciiformes, que incluyen otros tres aves llamativas de nuestra geografía como los martines pescadores, las carracas y los abejarucos, no deja indiferente a nadie. Y a nosotros tampoco.
Durante varias horas se continúan las cebas sin miramientos, con una periodicidad constante y a una velocidad pasmosa, hasta que ... uno de los pequeños tesoros que guarda el agujero cercano emerge del mismo y, con la ingenuidad del novato, se lanza desde la horquilla del árbol y realiza su primer vuelo.
Y, ... sin pensárselo, ... voilá, ... voló.