Nos acercamos al grupo de siete machos muy despacio, dejándonos ver desde mucha distancia para no espantarlos apareciendo repentinamente en su campo visual. Según vamos acortando el espacio que nos separa de ellos nos paramos en repetidas ocasiones, caminamos de modo oblicuo a su posición, nos sentamos y al principio incluso evitamos mirarlos directamente, como si la cosa no fuera con ellos. Así vamos ascendiendo penosamente por la ladera hasta que, por fin, podemos dejar nuestras engorrosas mochilas al resguardo de una piedra llamativa y prominente (para luego localizarlas sin problema) y proseguimos con el final del acercamiento. Los hemos rodeado por una loma cubierta de piornos hasta situarnos con el sol a nuestra espalda. No hay prisa, no tendrían por qué asustarse y deberían admitir nuestra presencia hasta una reducida distancia.
Los machos de cabra montés (Capra pyrenaica victoriae) son animales tranquilos, acostumbrados en algunos de estos valles de origen glaciar a la presencia continua de excursionistas y montañeros y, por lo tanto, sencillos de fotografiar. De hecho, generalmente admiten mejor la presencia humana cercana que los grupos de hembras con crías. Además, los animales más viejos y experimentados son a menudo más confiados que los jóvenes, lo que para la fotografía de fauna no deja de ser un gran aliciente.
Nosotros, con el permiso de la administración del parque en la mochila, nos prestamos a complacernos de su compañía durante varias horas. Ellos, sestean, se relajan, se tumban. Cambian de postura. Se rascan. A alguno se le cae la cabeza bajo el peso de sus cuernas mientras dormita indolente. Ramonean el matorral. Engordan y ahorran energías.
En unas semanas la cuestión será bien distinta.
Mientras permanecemos junto al rebaño -componiendo como podemos dentro de lo poco atractivo que es el entorno en el que se encuentra, y teniendo además que esquivar continuamente en los encuadres las ramas blancas de los piornos quemados-, pienso en el período de celo que se barrunta de un modo inminente en el ambiente. De hecho, algunos testarazos tímidos comienzan a retumbar ya por el valle, aunque más parezcan aún un juego que otra cosa. Aún es pronto. Los grandes cabrones velan todavía sus armas.
Pero pronto los combates resonarán e impregnarán la atmósfera otoñal de la alta montaña. Su gregarismo entonces se diluirá y la actual paz y armonía que impera en los grupos de machos se romperá y dará paso a un período de varias semanas en las que los grandes sementales, con mejor estado físico y mayores cornamentas, impondrán su tiranía a la hora de cubrir a las hembras. Será su momento. Y será también el nuestro.
Por ahora, nosotros nos relajamos al lado de su descanso, deleitándonos con su imponente presencia, de sus corpachones macizos, de sus enormes y temibles defensas desgastadas, melladas en tantas luchas. Nos distraemos a la espera de poder estar aquí presentes cuando dentro de unas semanas hayan dejado de velar sus armas y el fragor de sus combates resuenen un año más en la montaña.
7 de octubre de 2015
28 de septiembre de 2015
Entre caozos y marmitas VI: el pájaro azul turquesa
Hace una mañana digamos que "fresca" dentro del hide. La humedad de la ribera no ayuda a entrar en calor, y el gorro de forro polar y la braga para el cuello se vuelven ya necesarios. Con el alba la voz corta y aguda del martín pescador (Alcedo athis) lo delata rápidamente, aún antes de que en la penumbra podamos verlo volar, recto y rápido sobre el cauce medio seco del río. Al principio solo lo adivinamos. Con la tranquilidad que da el saber que su presencia está asegurada, la emoción se reserva a si se posará donde nosotros queremos o no, así como a, en caso afirmativo, cuántas veces lo hará y durante cuánto tiempo.
Este tramo del cauce fluvial lo ocupa una pareja. Por él patrullan arriba y abajo, posándose en un gran número de ramas y atalayas rocosas desde las que defienden el territorio de otros congéneres (al menos en el período reproductor) y acechan a sus presas. Es tal la cantidad de piedras que afloran en estos caozos que en prácticamente todas ellas acaban posándose antes o después, además de en los fresnos y zarzas que jalonan las orillas. Una vez identificada una de sus perchas favoritas, a la cual regresaba con una discreta insistencia uno de los ejemplares, fue un poco más sencillo rematar las sesiones con una última mañana un poco más fructífera -aunque aún muy mejorable, por supuesto-. Pero no penséis que es así de sencillo: observar dónde se posa y situar delante el hide. No. La orientación de sus posaderos respecto de la salida del sol y el recorrido que este describe durante la mañana, la altura del mismo, las luces y, sobre todo, las sombras que en esos puntos exactos proyectan los árboles de las orillas, así como los fondos que aparecerán en las fotos tras el animal, hacen que no sea factible el trabajo fotográfico en gran parte de los mismos. Por si estas fuera pocas cuestiones a tener en cuenta, hemos de prestar además atención a su propia ubicación, es decir a la localización más o menos escondida o accesible para el ganado y las personas, que no pocas veces desbaratan una sesión fotográfica.
Así pues, con un poco de paciencia esperamos que se acomode en el lugar en el que a nosotros nos interesa este pequeño pájaro de potente pico, habilidad especial para la pesca y colores más que sorprendentes.
Tras varias jornadas agazapados entre estos caozos y marmitas de gigante en tres puntos diferentes del río, pudimos comprobar que, a pesar de que ambos miembros de la pareja sobrevuelan los mismos tramos del cauce, siempre se posaron él en las mismas piedras de una poza, y ella en las mismas atalayas de otra. No pudimos en ningún caso verles o hacerles fotos a ambos en el mismo posadero. Ni juntos, ni por separado. Quizás tenga que ver simplemente con la costumbre y con que, aunque ambos compartan el mismo territorio, cada uno de ellos pudiera tener establecida una rutina de uso específico de ciertos posaderos desde los que otear la pesca o descansar. A lo mejor todo es una simple cuestión de preferencias, o puede que fuera de la época de reproducción se eviten mutuamente aún manteniendo el aprovechamiento común del mismo tramo fluvial.
Sea como fuere, las fotos se van sucediendo, mientras en mi cabeza especulo cómo hacer que se suban en los posaderos que yo le pueda colocar y cómo evitar que estos acaben por los suelos si una vaca tiene la idea peregrina de llegar hasta aquí para beber. Varios madrugones después nos vamos satisfechos de cómo se han portado con nosotros esta pareja de martines pescadores y, aunque no van a ser las sesiones definitivas a la espera de otro momento del año en el que intentaremos pulir los resultados, por ahora damos por concluidas nuestras visitas al lugar (¡quién lo pillara a pocos kilómetros de casa!)
Debajo os dejo dos retratos (recortes de las fotos originales) de nuestra pareja. El macho arriba, con su pico completamente negro, y la hembra debajo, con su característica coloración naranja en la parte inferior del mismo.
Este tramo del cauce fluvial lo ocupa una pareja. Por él patrullan arriba y abajo, posándose en un gran número de ramas y atalayas rocosas desde las que defienden el territorio de otros congéneres (al menos en el período reproductor) y acechan a sus presas. Es tal la cantidad de piedras que afloran en estos caozos que en prácticamente todas ellas acaban posándose antes o después, además de en los fresnos y zarzas que jalonan las orillas. Una vez identificada una de sus perchas favoritas, a la cual regresaba con una discreta insistencia uno de los ejemplares, fue un poco más sencillo rematar las sesiones con una última mañana un poco más fructífera -aunque aún muy mejorable, por supuesto-. Pero no penséis que es así de sencillo: observar dónde se posa y situar delante el hide. No. La orientación de sus posaderos respecto de la salida del sol y el recorrido que este describe durante la mañana, la altura del mismo, las luces y, sobre todo, las sombras que en esos puntos exactos proyectan los árboles de las orillas, así como los fondos que aparecerán en las fotos tras el animal, hacen que no sea factible el trabajo fotográfico en gran parte de los mismos. Por si estas fuera pocas cuestiones a tener en cuenta, hemos de prestar además atención a su propia ubicación, es decir a la localización más o menos escondida o accesible para el ganado y las personas, que no pocas veces desbaratan una sesión fotográfica.
Así pues, con un poco de paciencia esperamos que se acomode en el lugar en el que a nosotros nos interesa este pequeño pájaro de potente pico, habilidad especial para la pesca y colores más que sorprendentes.
Tras varias jornadas agazapados entre estos caozos y marmitas de gigante en tres puntos diferentes del río, pudimos comprobar que, a pesar de que ambos miembros de la pareja sobrevuelan los mismos tramos del cauce, siempre se posaron él en las mismas piedras de una poza, y ella en las mismas atalayas de otra. No pudimos en ningún caso verles o hacerles fotos a ambos en el mismo posadero. Ni juntos, ni por separado. Quizás tenga que ver simplemente con la costumbre y con que, aunque ambos compartan el mismo territorio, cada uno de ellos pudiera tener establecida una rutina de uso específico de ciertos posaderos desde los que otear la pesca o descansar. A lo mejor todo es una simple cuestión de preferencias, o puede que fuera de la época de reproducción se eviten mutuamente aún manteniendo el aprovechamiento común del mismo tramo fluvial.
Sea como fuere, las fotos se van sucediendo, mientras en mi cabeza especulo cómo hacer que se suban en los posaderos que yo le pueda colocar y cómo evitar que estos acaben por los suelos si una vaca tiene la idea peregrina de llegar hasta aquí para beber. Varios madrugones después nos vamos satisfechos de cómo se han portado con nosotros esta pareja de martines pescadores y, aunque no van a ser las sesiones definitivas a la espera de otro momento del año en el que intentaremos pulir los resultados, por ahora damos por concluidas nuestras visitas al lugar (¡quién lo pillara a pocos kilómetros de casa!)
Debajo os dejo dos retratos (recortes de las fotos originales) de nuestra pareja. El macho arriba, con su pico completamente negro, y la hembra debajo, con su característica coloración naranja en la parte inferior del mismo.
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25 de septiembre de 2015
Entre caozos y marmitas V: los vecinos
Por fin hace acto de presencia una especie emblemática que con un poco de perseverancia nunca falta a la cita en este apartado recoveco de la provincia salmantina. Llega silenciosa con un planeo suave una primera cigüeña negra (Ciconia nigra), y posteriormente observamos el aterrizaje en la poza de un segundo ejemplar, ambos inmaduros y probablemente hermanos. Acto seguido comienzan a rastrear con el pico en las aguas verdes con un repetitivo movimiento de sus cabezas y al tiempo que van avanzando con sus largas patas. De vez en cuando realizan unas aperturas bruscas de sus alas, que suponemos les servirá de alguna manera en la captura de sus presas. Hasta que no han pasado un par de horas de incesante actividad predatoria, no nos percatamos de la presencia en el mismo caozo de un tercer ejemplar, inmaduro al igual que los anteriores. Las grandes piedras y el bajo nivel del agua no nos habían permitido ver anteriormente a las tres cigüeñas juntas, y la llegada de la tercera se debió producir igualmente de un modo rápido y silencioso. Sorprendidos por el hecho en sí, las observamos aún una hora más, hasta que dan por concluida la pesca y se paran a descansar y a acicalarse el plumaje. Así pues, podría ser que los tres hermanos se mantuvieran unidos temporalmente tras su independencia familiar. En cualquier caso, la poza en la que se encuentran está demasiado lejos y solo realizamos alguna foto testimonial para el recuerdo. Escasos minutos después de dejar de pescar, levantan el vuelo y desaparecen sin haber tenido a bien acercarse a hacernos una visita a la poza en la que nosotros esperamos al martín pescador. Lástima, otra vez será. Sin embargo, su presencia me demuestra una vez más lo tranquilo y solitario de este retirado enclave, porque de lo contrario no sería común disfrutar aquí de un modo tan habitual de la presencia de un ave tan tímida y asustadiza como la cigüeña negra, ya que tozudamente rehuye la presencia humana,
Y entre tanto, otras especies se vienen a sumar a nuestro archivo y nos mantienen ocupados dentro del escondite. Contrastan las medidas de la gran cigüeña negra, de casi cien centímetros de longitud y unos ciento cincuenta de envergadura y sus aproximadamente tres kilogramos de peso, con las del minúsculo chochín (Troglodytes troglodytes) que nos hace una visita frente a los objetivos, y que no suele llegar a los diez centímetros de longitud y los diez y siete de envergadura, pesando unos ridículos nueve gramos, convirtiéndolo en una de las aves más pequeñas de Europa. Herrerillos y pinzones, así como mosquiteros, papamoscas, mirlos y otras especies van dejándose observar desde las ventanucas de nuestros hides, manteniéndonos atentos ante cualquier movimiento. Las mañanas junto al agua siempre nos depararán interesantes encuentros.
Y entre tanto, otras especies se vienen a sumar a nuestro archivo y nos mantienen ocupados dentro del escondite. Contrastan las medidas de la gran cigüeña negra, de casi cien centímetros de longitud y unos ciento cincuenta de envergadura y sus aproximadamente tres kilogramos de peso, con las del minúsculo chochín (Troglodytes troglodytes) que nos hace una visita frente a los objetivos, y que no suele llegar a los diez centímetros de longitud y los diez y siete de envergadura, pesando unos ridículos nueve gramos, convirtiéndolo en una de las aves más pequeñas de Europa. Herrerillos y pinzones, así como mosquiteros, papamoscas, mirlos y otras especies van dejándose observar desde las ventanucas de nuestros hides, manteniéndonos atentos ante cualquier movimiento. Las mañanas junto al agua siempre nos depararán interesantes encuentros.
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23 de septiembre de 2015
Entre caozos y marmitas IV: aguzanieves
Hay ocasiones en las que dentro del hide las horas llegan a ser verdaderamente tediosas ante la ausencia de movimiento. La fauna salvaje se muestra recelosa o simplemente el número de especies y de ejemplares es escaso. Como para compensar, en otras oportunidades la acción es incesante, y como ya habréis adivinado por las entradas anteriores y confirmaréis en las próximas, esta es una de ellas. Arrebujados contra el talud del recóndito cauce fluvial, el entretenimiento está asegurado. La actividad de las aves que habitan este lugar es frenética durante las primeras horas de la mañana y, aunque se relaja algo a última hora de la misma con el aumento de temperatura, nunca llega a detenerse. Cuando no son los cuervos, los zorros o los andarrios grandes y algún que otro chico, son las lavanderas blancas (Motacilla alba), las "aguzanieves" como se las conoce en muchos lugares, las que nos animan algún que otro rato. Su presencia intermitente nos mantiene atentos y, a ratos, ocupados. Disparamos nuestras inofensivas cámaras y las perseguimos con las lentes al tiempo que caminan nerviosamente por la orilla del agua. Su plumaje, afeado no obstante por la muda, le confiere un aspecto atractivo, con ese contraste entre el blanco y el negro, y sus tonos intermedios de grises limpios y suaves. Simpáticas, sin duda. Me gustan. Siempre me han gustado. Las podemos observar muy a menudo ligadas a ambientes humanos, por campos y ciudades, andando a paso ligero por humedales y praderas, pero también por parques y aceras, siempre buscando pequeños invertebrados de los que alimentarse. Graciosa, se posa sobre una piedra delante nuestro, recoge su patita izquierda y decide descansar. Se atusa el plumaje y nos regala un posado gratificante.
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21 de septiembre de 2015
Entre caozos y marmitas III: el desayuno
Mucho antes de que los rayos de sol penetren en el fondo del valle, una pareja de cuervos (Corvus corax) ya dedican su tiempo a trasegar por el cauce fluvial buscando una primera comida fácil, a la que sin duda ya están muy acostumbrados. Se van posando de piedra en piedra a lo largo de la rivera haciendo resonar sus profundos graznidos entre las laderas del pequeño cañón. No tarda mucho uno de ellos en localizar un cangrejo junto a la orilla y, con la tranquilidad con la que uno se sirve en un buffet libre, se baja, lo pinza con su pico y se lo lleva en un vuelo corto hasta una piedra, a no mucha distancia. No hay lucha, no hay persecución, ni forcejeo. El desayuno está servido. Las dos pinzas del crustáceo todavía se mueven en un intento desesperado de defenderse, pero el pobre animal está sentenciado. Lo deja sobre la piedra y sujetándolo con la ayuda de sus fuertes patas y uñas, lo divide en dos, comenzando directamente a comer del interior de su exoesqueleto. No deja el inteligente cuervo de observar a su alrededor, desconfiado, por si algún peligro lo acechase; es la ley de la naturaleza: comer y no ser comido. Él hoy, de momento, come. Observa. Vuelve a comer. Y vuelve a mirar -cualquier precaución es poca-. Acaba con el cangrejo rojo como si de un primer pincho en la barra de un bar se tratara, y regresa al arroyo en busca de más, desapareciendo valle arriba.
Y también arriba, pero sobre la piedra, quedan los restos de su pitanza: dos pinzas de cangrejo, los segmentos de un abdomen, unas pequeñas patas alargadas y la parte exterior de un robusto cefalotórax. Pequeños restos que se secarán al sol, igual que antes lo hicieron los de otros congéneres y que ahora reposan blanquecinos sobre otras piedras de este recóndito lugar.
Y también arriba, pero sobre la piedra, quedan los restos de su pitanza: dos pinzas de cangrejo, los segmentos de un abdomen, unas pequeñas patas alargadas y la parte exterior de un robusto cefalotórax. Pequeños restos que se secarán al sol, igual que antes lo hicieron los de otros congéneres y que ahora reposan blanquecinos sobre otras piedras de este recóndito lugar.
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