A veces me pregunto, en estos tiempos en los que la inmediatez de las redes sociales arrasan literalmente con la información pausada y reflexiva, qué futuro tienen los blogs como Cuaderno de un Nómada donde los visitantes se tienen que tomar su tiempo para leer párrafos de más de ciento cuarenta caracteres y ver imágenes que, ¡oh, horror!, no cambian a cada instante, ni quedan anticuadas a los cinco minutos. Son diarios personales que están ahí para ser leídos y vistos durante una eternidad, pudiendo siempre volver a ser releídos y vistos de nuevo como si de un milagro se tratara. ¿A quién le puede interesar eso ya?. En ellos la información no se volatiliza a los pocos días, horas o minutos, engullidos por la avalancha de comunicaciones, irrelevantes en muchos de los casos, de las redes sociales. En estas, lo que ayer se dijo, hoy se ha olvidado; de lo que ahora es trendtopic, mañana nadie se acuerda. Y en medio de ese mundo absorbido por las redes sociales, los likes, los seguidores y los amigos desconocidos, donde la realidad es que no se existe si no estás en ellas, los blogs parecen subsistir a duras penas, alejados de los millones de selfies que cuentan a esos cientos o miles de amigos -sí, a esos mismos desconocidos- lo bien que lo pasas y lo bonita y perfecta que es tu vida, como en una descomunal feria de vanidades. Quiero pensar que será por algo, que será porque en medio de todo ese batiburrillo de redes (¡qué sustantivo más bien escogido, le va que ni al pelo!) que han atrapado a una sociedad que parece adorar la "memoria fugaz", el recuerdo de lo inmediato, o lo que es lo mismo la "desmemoria", el olvido instantáneo, la amnesia, siempre habrá algún nostálgico de aquellos tiempos lejanos de internet en los que un blog era el lugar de referencia en el que encontrar información, reflexiones, pensamientos o ideas, experiencias compartidas por alguien al que realmente ni conocías, ni era tu amigo, pero que esperaba altruístamente que te sirvieran para algo. Sin esperar likes ni solicitudes de amistad a cambio. Vivencias vividas, compartidas y además útiles.
¡Qué alejadas están estas reflexiones de los cantos y trinos que la primavera más efervescente nos regala en la sierras!, pensaréis. Sin embargo, en el interior del hide, entre la visita de una tarabilla y la de un escribano, tengo tiempo para pensar en cómo cambian los tiempos, en cómo lo que ayer era "tendencia" (¡qué moderno era, fue bloguero!) hoy es un viejo recuerdo del pasado. Yo sigo con mis elucubraciones -alguno dirá que !anda que no se aburre ese!- en los ratos muertos, porque durante el resto ... ¡uff, no hay tiempo ni para pensar!
Las tarabillas (Saxicola rubicola) me dan juego en la alta montaña y me salvan alguna que otra sesión fotográfica, quizás para compensar que los pechiazules este año nos han dado calabazas. Y es que estamos acostumbrados a ver a este familiar pajarillo cerca de nuestras ciudades y pueblos, en cunetas, eriales y lindes, subidos sobre la ramita ligera de un rosal silvestre, una zarzamora, un carrasco o cualquier otro arbusto de no mucha altura, vigilando y cazando a los insectos que se le pongan a tiro por los alrededores. Sin embargo, se trata de una especie muy adaptable y con una amplia distribución, lo que nos permite observarla ocupando un amplio espectro de ecosistemas desde el nivel del mar a la alta montaña. Junto a acentores, pechis, currucas o escribanos, en las laderas del Sistema Central no nos costará localizar y observar a este pequeñajo encaramado en la punta de un piorno o de una prominente piedra, a menudo cerca de arroyuelos y prados alpinos. Así, por mi parte, tras varias jornadas por las laderas medio amarillas de estas sierras abulenses voy ampliando mi archivo fotográfico sobre este pequeño miembro de la familia turdidae. Veo a los machos siempre vigilantes, peleándose entre ellos ocasionalmente. Me observan aproximándome sin prisas a sus posiciones, sin forzar la situación, mostrándose, en cualquier caso, mucho más conspicuos que las hembras, recatadas y tímidas. Los busco a ellos por sus contrastes y su llamativo pecho naranja, y ellos se dejan encontrar, lo que les agradezco sinceramente. Los fotografío una y otra vez sin descanso. Con mi trípode acuestas en aproximaciones necesariamente lentas a pecho descubierto, o desde el interior del hide, voy retratando a este duende que tanta simpatía recoge entre los naturalistas.
Son mis tarabillas de montaña, las que me acompañan allí arriba, las que me engatusan para que les dispare mis inofensivas ráfagas repetidamente, las que me seducen, las montaraces que ahora se vienen a mostrar en este anticuado diario lleno de nostalgia y naftalina, donde no se puede dejar un triste like, aunque sí una reflexión tranquila y pausada, y amplia si se quiere, tomándose su tiempo, incluso de más de ciento cuarenta caracteres.
15 de junio de 2017
7 de junio de 2017
El montesino
A este escribano sí se le conoce por un nombre que hace honor a sus hábitos de vida, al revés de lo que sucedía con el hortelano, como vimos un par de entradas atrás. El escribano montesino (Emberiza cia) vive efectivamente, como su nombre refleja, en laderas montañosas de muchas cordilleras o áreas accidentadas de la Europa mediterránea y buena parte de Asia hasta el Himalaya, con vegetación arbustiva y zonas pedregosas o rocosas. Al menos es así durante el período reproductor, porque durante los fríos inviernos de nuestras montañas se suelen agrupar en bandos y descender a regiones inferiores de clima más suave, realizando en la Península Ibérica pequeños movimientos estacionales, por lo menos de tipo altitudinal.
Es para mi un ave familiar, que nos ha acompañado en multitud de ocasiones en nuestras correrías montañeras. Ahora lo espío, sin embargo, desde un escondite que me permite permanecer a escasos seis o siete metros de distancia sin que él varíe un ápice su comportamiento natural. Se posa generalmente unos instantes, inquieto y zascandil, yendo de un lado a otro, entre las rocas y los piornos, a menudo por el suelo o muy cerca de él, buscando comida. De vez en cuando se posa sobre alguna de mis piedras y se dedica a entonar sus cantos y reclamos, que si del hortelano decíamos que resultaba monótono pero agradable, del montesino tengo que reconocer que es por lo menos igual de monótono, si no más, pero bastante más insulso y foto de atractivo, repetitivo hasta el aburrimiento, con perdón para el pobre animal, que simplemente hace lo que puede. En cualquier caso, a las hembras les debe gustar lo suficiente como para que la especie tenga una tendencia poblacional estable, o incluso positiva. En fin, que aparte de bonito, este precioso bandido de antifaz negro, no podría competir con otras aves de cantos mucho más variados y melodiosos (desde nuestra perspectiva humana). Suelto mis ráfagas cuando el macho se sube a una de las perchas que le he preparado y se decide a cantar insistentemente. Yo disfruto con su cercanía y su presencia, al tiempo que la única jornada que le dedico va avanzando, como avanzan las nubes de tormenta que con el paso de las horas y el bochorno se van formando. Tal es así que la soleada mañana la arranqué con 200 ISO en la cámara y a última hora me veo obligado a subir a 400 y 640.
Intento disimular mi presencia mirando para otro lado cuando los primeros avisos de mi estómago me insisten de que hace ya muchas horas que desayuné, como si la cosa no fuera conmigo. Pero ante la perseverancia del molesto hueco que siento dentro de la barriga, decido recoger tranquilamente y plegar los bártulos, para ir a picar algo. La mañana ha estado bien, los kilómetros realizados antes del amanecer de este miércoles primaveral han sido provechosos, aunque solo haya podido retratar a una de las especies que viven por la zona. No importa, el resumen es mi propia satisfacción.
Es para mi un ave familiar, que nos ha acompañado en multitud de ocasiones en nuestras correrías montañeras. Ahora lo espío, sin embargo, desde un escondite que me permite permanecer a escasos seis o siete metros de distancia sin que él varíe un ápice su comportamiento natural. Se posa generalmente unos instantes, inquieto y zascandil, yendo de un lado a otro, entre las rocas y los piornos, a menudo por el suelo o muy cerca de él, buscando comida. De vez en cuando se posa sobre alguna de mis piedras y se dedica a entonar sus cantos y reclamos, que si del hortelano decíamos que resultaba monótono pero agradable, del montesino tengo que reconocer que es por lo menos igual de monótono, si no más, pero bastante más insulso y foto de atractivo, repetitivo hasta el aburrimiento, con perdón para el pobre animal, que simplemente hace lo que puede. En cualquier caso, a las hembras les debe gustar lo suficiente como para que la especie tenga una tendencia poblacional estable, o incluso positiva. En fin, que aparte de bonito, este precioso bandido de antifaz negro, no podría competir con otras aves de cantos mucho más variados y melodiosos (desde nuestra perspectiva humana). Suelto mis ráfagas cuando el macho se sube a una de las perchas que le he preparado y se decide a cantar insistentemente. Yo disfruto con su cercanía y su presencia, al tiempo que la única jornada que le dedico va avanzando, como avanzan las nubes de tormenta que con el paso de las horas y el bochorno se van formando. Tal es así que la soleada mañana la arranqué con 200 ISO en la cámara y a última hora me veo obligado a subir a 400 y 640.
Intento disimular mi presencia mirando para otro lado cuando los primeros avisos de mi estómago me insisten de que hace ya muchas horas que desayuné, como si la cosa no fuera conmigo. Pero ante la perseverancia del molesto hueco que siento dentro de la barriga, decido recoger tranquilamente y plegar los bártulos, para ir a picar algo. La mañana ha estado bien, los kilómetros realizados antes del amanecer de este miércoles primaveral han sido provechosos, aunque solo haya podido retratar a una de las especies que viven por la zona. No importa, el resumen es mi propia satisfacción.
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29 de mayo de 2017
La corta vida del cordero
Se posa nervioso el milano real (Milvus milvus) en el prado, aún verde a finales de marzo porque el rebaño todavía no ha entrado en él. Desconfiado, no sabe muy bien qué hacer. Duda de si acercarse al pequeño cordero que yace delante de él, o volver a levantar el vuelo. Se siente vulnerable aquí abajo, en tierra firme, mientras que volando la sensación de seguridad que siente debe ser total. Mira al cielo y observa a las siempre molestas e incordiantes cornejas negras que pasan por encima. Avanza unos pasos, pero no de forma directa; se me acerca primero al hide y espera. Yo, nervioso como él, disparo la cámara con mucha precaución y aseguro al menos algún retrato, disparo a disparo. No he puesto todavía la ráfaga, no quiero asustar a esta hermosura de rapaz que en estos momentos, quizás, esté necesitada más que nunca de alimentarse sin molestias, pues el grueso de sus efectivos se encuentran en estas fechas - a comienzos de primavera- inmersos en la migración a sus áreas de reproducción en el Centro y Norte de Europa. Espero a que se relaje, y yo también lo hago cuando compruebo que por fin posa sus afiladas garras sobre el cuerpo inerte y aún blando del escuálido cordero de apenas unos días. Desde mi posición puedo verle todavía el cordón umbilical, ahora reseco, teñido de verde por el spray que le aplica el pastor al poco de nacer, para evitar infecciones. El pobre cordero no tuvo suerte y solo va a servir para alimentar a este desconfiado animal. No echará nunca carreras, ni dará saltos y brincos con sus compañeros de rebaño.
Cuando finalmente clava el pico sobre la carne tierna del pequeño recental, el milano parece despreocuparse definitivamente de lo que le rodea y engulle con rapidez la carne y las vísceras del cadáver. Mira todavía hacia todas partes, sí, pero ahora lo hace sin nerviosismo, solo como medida preventiva; la vida en la naturaleza es así, se puede perder en cualquier momento. Mira, arranca, engulle; vuelve a mirar, sigue rasgando carne y traga. Tira con fuerza, desgarrando pequeños trozos de un rojo intenso que ingiere ávidamente. No hay tiempo que perder, parece pensar.
Yo ahora también estoy tranquilo y sosegado. Me he programado en modo "has tenido suerte, tío, ahora ... a disfrutar", y meto la ráfaga a la cámara. Los disparos se suceden, las nubes van y vienen, y las últimas horas de la tarde ya están amortizadas. Doy rienda suelta a mi dedo (se me va a gastar la huella dactilar) sobre el botón disparador, procurando estar atento a no cortar las largas plumas de la cola y las alas de esta rapaz, que parecen no acabar nunca. El animal no parece inmutarse por el sonido que proviene de la encina donde yo me encuentro apretujado, y dedica más de una hora y media a saciarse. Tras ello, se aleja pausadamente unos metros de los restos, con el buche y el estómago llenos, se limpia el pico con las uñas de una de las garras, levanta el vuelo y se vuelve un ser etéreo y liviano, regresa a su elemento, el cielo, y lo pierdo.
Cuando finalmente clava el pico sobre la carne tierna del pequeño recental, el milano parece despreocuparse definitivamente de lo que le rodea y engulle con rapidez la carne y las vísceras del cadáver. Mira todavía hacia todas partes, sí, pero ahora lo hace sin nerviosismo, solo como medida preventiva; la vida en la naturaleza es así, se puede perder en cualquier momento. Mira, arranca, engulle; vuelve a mirar, sigue rasgando carne y traga. Tira con fuerza, desgarrando pequeños trozos de un rojo intenso que ingiere ávidamente. No hay tiempo que perder, parece pensar.
Yo ahora también estoy tranquilo y sosegado. Me he programado en modo "has tenido suerte, tío, ahora ... a disfrutar", y meto la ráfaga a la cámara. Los disparos se suceden, las nubes van y vienen, y las últimas horas de la tarde ya están amortizadas. Doy rienda suelta a mi dedo (se me va a gastar la huella dactilar) sobre el botón disparador, procurando estar atento a no cortar las largas plumas de la cola y las alas de esta rapaz, que parecen no acabar nunca. El animal no parece inmutarse por el sonido que proviene de la encina donde yo me encuentro apretujado, y dedica más de una hora y media a saciarse. Tras ello, se aleja pausadamente unos metros de los restos, con el buche y el estómago llenos, se limpia el pico con las uñas de una de las garras, levanta el vuelo y se vuelve un ser etéreo y liviano, regresa a su elemento, el cielo, y lo pierdo.
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26 de mayo de 2017
El hortelano
Me resulta curioso el nombre común de este pequeño y discreto pájaro, ya que yo suelo verlo en terrenos muy alejados de cualquier "huerta". El nombre de escribano hortelano (Emberiza hortelana) hace mención a su costumbre de habitar a veces en zonas de cultivo, o colindantes a ellas, pero induce claramente a error puesto que nos invita a pensar que "principalmente" gusta de esos terrenos, cuando la realidad es bien distinta, debiendo hablar más bien de una especie monotípica (es decir, que no se le adscriben subespecies) que reside en áreas abiertas, principalmente de media montaña, a menudo onduladas y con abundante matorral y arbolillos o grandes arbustos dispersos, hasta los dos mil metros de altitud o incluso más. Es más, su distribución en la Península Ibérica se encuentra claramente ligada a los principales cordilleras montañosas de la mitad norte, y a una población aislada en Sierra Nevada. En estas áreas montañosas, a menudo utilizan huertos situados en ellas, pero no parece seleccionar positivamente estos espacios humanizados frente a otros diferentes, si no que más bien los usa por propia adaptabilidad. Tan poco acertado nombre debería ser revisado antes o después.
En todo caso, es en estos momentos de la primavera, cuando yo suelo acercarme hasta las laderas serranas de la vecina provincia abulense en busca de objetivos fotográficos concretos. Tras un invierno silencioso, estas pendientes cubiertas de piornos se vuelven a llenar con el canto de algunas aves que han pasado el invierno en África tropical. Entre sus peñas y matorrales me esperan diversas especies de montaña y el hortelano no suele faltar a su cita. Su monótono canto los vuelve fácilmente localizables. Desde lo alto de un arbusto o una roca los machos emiten su reclamo, avisando a otros ejemplares que la zona ya tiene propietario. Modesto y retraído, fuera de estos momentos es un animal tímido, que gusta de picotear por el suelo en busca principalmente de insectos, aunque puede no desdeñar algunas semillas. Durante estas fechas los machos presentan una coloración más llamativa que la del resto del año, con la cabeza claramente pintada de un verde oliva (o gris verdoso) sobre el que resalta su babero y bigotera amarillos, contrastando con el bonito color naranja que cubre las partes inferiores del pecho y el vientre.
Tan críptico plumaje no los vuelve precisamente conspicuos, pasando bastante desapercibidos entre los arbustos y matorrales. Su hermoso anillo ocular amarillo me llama la atención desde la tronera de mi hide. Yo disparo la cámara en cortas ráfagas cuando el macho abre su pico naranja proclamando a los cuatro vientos sus melodías primaverales. Con las laderas teñidas de verde y amarillo, busco los fondos que mejor acompañen a su plumaje. Compongo y aprieto el botón disparador. Reviso los resultados en el respaldo, y cuando el resultado es satisfactorio cambio los posaderos. Las fotos se suceden.
Disfruto de estos momentos en mi montaña, rodeado de cantos familiares, de milanos que sobrevuelan el paisaje de sus laderas, de cernícalos que otean desde sus atalayas o de aquel buitre negro que baja a beber a la turbera; maravillado con aquellas vistas infinitas hacia la penillanura, con el aroma de los piornos ya florecidos. Ver sin ser visto ofrece, en definitiva, una perspectiva de la montaña diferente a la que tenemos cuando caminamos por ella. Se ve lo que de otra forma pasa desapercibido. Se respira el vigor de la primavera, su intensidad. Su locura.
En todo caso, es en estos momentos de la primavera, cuando yo suelo acercarme hasta las laderas serranas de la vecina provincia abulense en busca de objetivos fotográficos concretos. Tras un invierno silencioso, estas pendientes cubiertas de piornos se vuelven a llenar con el canto de algunas aves que han pasado el invierno en África tropical. Entre sus peñas y matorrales me esperan diversas especies de montaña y el hortelano no suele faltar a su cita. Su monótono canto los vuelve fácilmente localizables. Desde lo alto de un arbusto o una roca los machos emiten su reclamo, avisando a otros ejemplares que la zona ya tiene propietario. Modesto y retraído, fuera de estos momentos es un animal tímido, que gusta de picotear por el suelo en busca principalmente de insectos, aunque puede no desdeñar algunas semillas. Durante estas fechas los machos presentan una coloración más llamativa que la del resto del año, con la cabeza claramente pintada de un verde oliva (o gris verdoso) sobre el que resalta su babero y bigotera amarillos, contrastando con el bonito color naranja que cubre las partes inferiores del pecho y el vientre.
Tan críptico plumaje no los vuelve precisamente conspicuos, pasando bastante desapercibidos entre los arbustos y matorrales. Su hermoso anillo ocular amarillo me llama la atención desde la tronera de mi hide. Yo disparo la cámara en cortas ráfagas cuando el macho abre su pico naranja proclamando a los cuatro vientos sus melodías primaverales. Con las laderas teñidas de verde y amarillo, busco los fondos que mejor acompañen a su plumaje. Compongo y aprieto el botón disparador. Reviso los resultados en el respaldo, y cuando el resultado es satisfactorio cambio los posaderos. Las fotos se suceden.
Disfruto de estos momentos en mi montaña, rodeado de cantos familiares, de milanos que sobrevuelan el paisaje de sus laderas, de cernícalos que otean desde sus atalayas o de aquel buitre negro que baja a beber a la turbera; maravillado con aquellas vistas infinitas hacia la penillanura, con el aroma de los piornos ya florecidos. Ver sin ser visto ofrece, en definitiva, una perspectiva de la montaña diferente a la que tenemos cuando caminamos por ella. Se ve lo que de otra forma pasa desapercibido. Se respira el vigor de la primavera, su intensidad. Su locura.
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18 de mayo de 2017
Upupa epops
Pasar largas horas fotografiando fauna que, no lo olvidemos, se presenta siempre más o menos esquiva a la presencia del hombre (por algo será, y no dice mucho de nosotros) nos da la oportunidad de presenciar de cerca lo que, por lo general, la mayor parte de la gente no puede ver con tanto detalle. Observar con un telescopio acorta las distancias mucho, es cierto, pero ni aún así a veces se puede contemplar tan de cerca la vida salvaje como desde dentro de un escondrijo al que los animales no prestan ninguna atención o, en el peor de los casos, muy poca. Así, tener posado a dos metros a tu izquierda un pájaro cazando sin sospechar que lo observamos te da la ocasión de deleitarte de una forma diferente de la naturaleza. Tenerlo delante, además, te permite fotografiarlo y guardar para siempre un recuerdo que se habrá vuelto imperecedero, con el valor añadido de suponer un documento gráfico que describe un aspecto determinado del comportamiento animal. Esto es, en gran parte, el principal atractivo de la fotografía de fauna para una persona que se considera ante todo naturalista, como yo. Si además, por añadidura, la fotografía es una afición pasional, la satisfacción de volverte para casa con algunas tomas interesantes no puede tener otro resultado final: acabas enganchado. Y mucho.
Yo generalmente había visto a las abubillas (Upupa epops) cargando saltamontes y escarabajos en la punta de sus picos camino de algún nido más o menos escondido en el hueco de algún árbol, de algún montón de piedras, o de algún muro. En el encinar donde me muevo últimamente no dejan de capturar enormes arañas de grandes y rechonchos abdómenes. Las veo cómo van y vienen batiendo la zona. Se posan reiteradamente bajo la misma encina tres o cuatro veces, yendo y viniendo desde ella al nido con una captura tras otra. Luego se van a otra encina y después a otra, y a otra, y a otra. A veces por mi izquierda, a veces por mi derecha o por detrás de mi escondite. Pero en ocasiones lo hacen por delante de mi objetivo, bajo el propio árbol que me cobija y camufla. Y en esas circunstancias observo cómo las sacan de su agujero en el suelo con la seguridad de que sus picos largos y finos las protege de una posible picadura. Las deja en el suelo, las golpea repetida y eficazmente con el extremo del mismo y las mata. Si antes, al comienzo de la operación, la araña movía sus largas patas y quelíceros intentando zafarse del ave y defenderse, ahora, ya muerta, permanece encogida, como hecha un minúsculo ovillo, inerte e inofensiva. Es el momento de ofrecérsela a la hembra que permanece cazando cerca en los primeros momentos del período reproductor, o de levantar el vuelo y regresar al nido, cuando aquel está ya más avanzado.
Al nido en cuestión no siempre entran de la misma forma. Hay veces en las que se posan previamente en alguna rama concreta de la propia encina o de otras aledañas, y hay veces en las que lo hacen de un modo directo hasta la boca de la cavidad. Yo las observo desde lejos desde mi coche, con los prismáticos, y anoto los intervalos de tiempo entre cada una de las cebas. De esta forma compruebo en los primeros momentos del período de crianza que la hembra debe estar ya incubando o con pollitos muy chicos, pues solo permanece un ejemplar en el exterior aportando alimento. Días después ya son los dos miembros de la pareja los que acuden con presas en sus picos hasta el tronco hueco de la encina. E imagino además que los vástagos deben ser aún pequeños, pues ambos progenitores se introducen completamente dentro del mismo, señal de que aquellos aún no saben o no pueden esperar su ración en la entrada, trepando por el interior del estrecho habitáculo. Las cebas se suceden frenéticamente. A veces dos en un mismo minuto. Si ambos padres coinciden en la entrega, el macho traspasa la presa capturada a la hembra y esta remata la ceba.
Con el paso de los días, ya no entran dentro, lo que delata que los pollos han crecido bastante; simplemente se asoman al interior, introducen su largo pico y se van a por más. Su hambre debe ser insaciable, y no hay tiempo que perder. Araña tras araña, intercaladas con alguna que otra gran larva, van siendo engullidas por una nidada que se debe mostrar hambrienta y exigente. Dictatorial. Las cebas duran unos segundos escasos desde que llegan a la hoquedad con la cresta enhiesta (como hacen siempre que se posan en cualquier sitio), introducen el pico y se van. Muchas veces es un "visto y no visto".
Amanece y yo me encuentro una vez más dentro del hide. Se despereza por fin el día con el clarear de la mañana mientras los bichos de la noche se retiran. Roedores, zorros, erizos y algún que otro mochuelo se repliegan a sus escondrijos. Estos últimos aún se harán notar a lo largo de varias horas con sus reclamos aflautados, emitidos desde algún punto indeterminado del monte. ¡Cómo me gustan estos momentos del nuevo día! Cambia la luz por instantes y en cuestión de unos minutos el escenario sobre el que fotografío a mi pareja de abubillas muta. Voy modificando los parámetros de la cámara con la misma rapidez con la que esa luz se torna más intensa. Al principio todo en sombra, tanto fondos como posadero. Luego por fin los primeros rayos del sol alcanzan la encina que utilizo de fondo, mientras que el posadero donde descansa por un momento uno de los ejemplares permanece en sombra. Más tarde todo se tiñe de sol cálido y tibio. Tres luces, tres fotos.
Pero la última mañana aún me depara un nuevo aspecto del comportamiento de las aves que por cotidiano nos pasa generalmente desapercibido. Se trata del aseo del plumaje a través de una glándula que, aunque no tienen todas las especies de aves, sí la mayoría: la glándula uropígia, o uropigial.
Se trata de una glándula sebácea que presentan en la base de la cola, sobre la espalda, y que en ocasiones está rematada por un pequeño "plumero", una especie de pincelillo de minúsculas plumas. Con las ceras que excreta esta glándula durante el acicalamiento diario, el ave impregna su plumaje para mantener en él un cierto nivel de impermeabilización, así como de resistencia y limpieza.
El aceite secretado a través de las papilas finales de la glándula mancha el extremo del pico de esta abubilla mientras pinza con su punta el pequeño pincel de minúsculas plumas existente junto a los poros excretores, en la parte exterior de la misma.
Las secreciones así producidas en el interior de la glándula son repartidas con el pico del ave por aquellas plumas a las que no llega bien con su cabeza, en una acción de aseo muy típica y característica. Mediante este procedimiento, y gracias al uso del propio pico del animal, son untadas las plumas de la cola y de las alas.
Allí a donde el ave sí llega, distribuye los aceites restregando directamente el plumaje de su cabeza contra el del resto del cuerpo, tras haberla previamente frotado contra la glándula.
Esta labor, repetida en diversas ocasiones a lo largo de la jornada, permite mantener un nivel óptimo de limpieza e impermeabilización del plumaje, y su trascendencia es mayor de la que pudiera parecer en un principio. De hecho, de ello depende su supervivencia, y no solo por el elevado grado de aislamiento que proporciona una pluma bien cuidada frente a las inclemencias climatológicas adversas, sino además porque ello les permite realizar los largos trayectos migratorios que muchas de estas aves realizan cada año, incluida nuestra pareja de abubillas.
Poder fotografiar algo tan minúsculo y hasta íntimo (aunque de nombre tan poco glamouroso) como la citada glándula uropígia durante su aseo diario, ha sido el postre perfecto para las jornadas de trabajo realizadas con estas abubillas, que, dicho sea de paso, a estas alturas ya está concluyendo con éxito la primera de las nidadas de la temporada. A la satisfacción de tener de cerca a estas bellas aves mostrando su comportamiento más natural, se une la de haber fotografiado algo tan inusual, por pequeño y escondido.
La primavera con su climatología enrevesada y cambiante no se detiene y los días de campo se suceden. Bosques, estepas, humedales y montañas se llenan de cantos y amoríos. Las nuevas generaciones de los seres que los habitan obligan a sus progenitores a trabajar duramente para perpetuar las especies, lo que a nosotros nos brinda la oportunidad de disfrutar de sus idas y venidas, de sus comportamientos y de sus quehaceres cotidianos, aprendiendo un poquito más sobre ellos, y disfrutando "un mucho más" de su presencia. De esa presencia que desde el interior del hide resulta mucho más cercana y natural.
Yo generalmente había visto a las abubillas (Upupa epops) cargando saltamontes y escarabajos en la punta de sus picos camino de algún nido más o menos escondido en el hueco de algún árbol, de algún montón de piedras, o de algún muro. En el encinar donde me muevo últimamente no dejan de capturar enormes arañas de grandes y rechonchos abdómenes. Las veo cómo van y vienen batiendo la zona. Se posan reiteradamente bajo la misma encina tres o cuatro veces, yendo y viniendo desde ella al nido con una captura tras otra. Luego se van a otra encina y después a otra, y a otra, y a otra. A veces por mi izquierda, a veces por mi derecha o por detrás de mi escondite. Pero en ocasiones lo hacen por delante de mi objetivo, bajo el propio árbol que me cobija y camufla. Y en esas circunstancias observo cómo las sacan de su agujero en el suelo con la seguridad de que sus picos largos y finos las protege de una posible picadura. Las deja en el suelo, las golpea repetida y eficazmente con el extremo del mismo y las mata. Si antes, al comienzo de la operación, la araña movía sus largas patas y quelíceros intentando zafarse del ave y defenderse, ahora, ya muerta, permanece encogida, como hecha un minúsculo ovillo, inerte e inofensiva. Es el momento de ofrecérsela a la hembra que permanece cazando cerca en los primeros momentos del período reproductor, o de levantar el vuelo y regresar al nido, cuando aquel está ya más avanzado.
Al nido en cuestión no siempre entran de la misma forma. Hay veces en las que se posan previamente en alguna rama concreta de la propia encina o de otras aledañas, y hay veces en las que lo hacen de un modo directo hasta la boca de la cavidad. Yo las observo desde lejos desde mi coche, con los prismáticos, y anoto los intervalos de tiempo entre cada una de las cebas. De esta forma compruebo en los primeros momentos del período de crianza que la hembra debe estar ya incubando o con pollitos muy chicos, pues solo permanece un ejemplar en el exterior aportando alimento. Días después ya son los dos miembros de la pareja los que acuden con presas en sus picos hasta el tronco hueco de la encina. E imagino además que los vástagos deben ser aún pequeños, pues ambos progenitores se introducen completamente dentro del mismo, señal de que aquellos aún no saben o no pueden esperar su ración en la entrada, trepando por el interior del estrecho habitáculo. Las cebas se suceden frenéticamente. A veces dos en un mismo minuto. Si ambos padres coinciden en la entrega, el macho traspasa la presa capturada a la hembra y esta remata la ceba.
Con el paso de los días, ya no entran dentro, lo que delata que los pollos han crecido bastante; simplemente se asoman al interior, introducen su largo pico y se van a por más. Su hambre debe ser insaciable, y no hay tiempo que perder. Araña tras araña, intercaladas con alguna que otra gran larva, van siendo engullidas por una nidada que se debe mostrar hambrienta y exigente. Dictatorial. Las cebas duran unos segundos escasos desde que llegan a la hoquedad con la cresta enhiesta (como hacen siempre que se posan en cualquier sitio), introducen el pico y se van. Muchas veces es un "visto y no visto".
Amanece y yo me encuentro una vez más dentro del hide. Se despereza por fin el día con el clarear de la mañana mientras los bichos de la noche se retiran. Roedores, zorros, erizos y algún que otro mochuelo se repliegan a sus escondrijos. Estos últimos aún se harán notar a lo largo de varias horas con sus reclamos aflautados, emitidos desde algún punto indeterminado del monte. ¡Cómo me gustan estos momentos del nuevo día! Cambia la luz por instantes y en cuestión de unos minutos el escenario sobre el que fotografío a mi pareja de abubillas muta. Voy modificando los parámetros de la cámara con la misma rapidez con la que esa luz se torna más intensa. Al principio todo en sombra, tanto fondos como posadero. Luego por fin los primeros rayos del sol alcanzan la encina que utilizo de fondo, mientras que el posadero donde descansa por un momento uno de los ejemplares permanece en sombra. Más tarde todo se tiñe de sol cálido y tibio. Tres luces, tres fotos.
Pero la última mañana aún me depara un nuevo aspecto del comportamiento de las aves que por cotidiano nos pasa generalmente desapercibido. Se trata del aseo del plumaje a través de una glándula que, aunque no tienen todas las especies de aves, sí la mayoría: la glándula uropígia, o uropigial.
Se trata de una glándula sebácea que presentan en la base de la cola, sobre la espalda, y que en ocasiones está rematada por un pequeño "plumero", una especie de pincelillo de minúsculas plumas. Con las ceras que excreta esta glándula durante el acicalamiento diario, el ave impregna su plumaje para mantener en él un cierto nivel de impermeabilización, así como de resistencia y limpieza.
El aceite secretado a través de las papilas finales de la glándula mancha el extremo del pico de esta abubilla mientras pinza con su punta el pequeño pincel de minúsculas plumas existente junto a los poros excretores, en la parte exterior de la misma.
Las secreciones así producidas en el interior de la glándula son repartidas con el pico del ave por aquellas plumas a las que no llega bien con su cabeza, en una acción de aseo muy típica y característica. Mediante este procedimiento, y gracias al uso del propio pico del animal, son untadas las plumas de la cola y de las alas.
Allí a donde el ave sí llega, distribuye los aceites restregando directamente el plumaje de su cabeza contra el del resto del cuerpo, tras haberla previamente frotado contra la glándula.
Esta labor, repetida en diversas ocasiones a lo largo de la jornada, permite mantener un nivel óptimo de limpieza e impermeabilización del plumaje, y su trascendencia es mayor de la que pudiera parecer en un principio. De hecho, de ello depende su supervivencia, y no solo por el elevado grado de aislamiento que proporciona una pluma bien cuidada frente a las inclemencias climatológicas adversas, sino además porque ello les permite realizar los largos trayectos migratorios que muchas de estas aves realizan cada año, incluida nuestra pareja de abubillas.
Poder fotografiar algo tan minúsculo y hasta íntimo (aunque de nombre tan poco glamouroso) como la citada glándula uropígia durante su aseo diario, ha sido el postre perfecto para las jornadas de trabajo realizadas con estas abubillas, que, dicho sea de paso, a estas alturas ya está concluyendo con éxito la primera de las nidadas de la temporada. A la satisfacción de tener de cerca a estas bellas aves mostrando su comportamiento más natural, se une la de haber fotografiado algo tan inusual, por pequeño y escondido.
La primavera con su climatología enrevesada y cambiante no se detiene y los días de campo se suceden. Bosques, estepas, humedales y montañas se llenan de cantos y amoríos. Las nuevas generaciones de los seres que los habitan obligan a sus progenitores a trabajar duramente para perpetuar las especies, lo que a nosotros nos brinda la oportunidad de disfrutar de sus idas y venidas, de sus comportamientos y de sus quehaceres cotidianos, aprendiendo un poquito más sobre ellos, y disfrutando "un mucho más" de su presencia. De esa presencia que desde el interior del hide resulta mucho más cercana y natural.
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