Como en otras muchas casas del
barrio donde yo me crié, en la nuestra también había una jaula, aunque a diferencia de otras jaulas que se podían ver en balcones y terrazas, en la nuestra no trinaba un canario, o al menos no en aquellos lejanos días de
finales de los setenta que me vienen ahora a la memoria. En aquellas fechas una gorriona hembra rabona, a la que le faltaban las plumas de la cola, se movía con la misma soltura tras los barrotes de alambre como por fuera de los mismos. Yo le abría la puertecita sin miedo y ella salía a la habitación y revoloteaba contenta, posándose sobre los muebles, las mesas o el respaldo de las sillas. Con la palma extendida de la mano le ofrecía alpiste y ella lo agradecía con su piar alegre. Se me posaba en el hombro cual loro de pirata cuando iba de una habitación a otra. En ocasiones habría la puerta que daba paso del salón al balcón y nos asomábamos curiosos los dos al bullicio exterior desde nuestro tercer piso de aquella calle humilde, de barrio obrero. Ella realizaba vuelos hasta el medio de la calle para regresar a posarse sobre la barandilla de nuestro balcón o directamente sobre mis hombros o cabeza, donde se arrebujaba comodona entre mi pelo rizado. A veces ella misma se metía sola de nuevo en casa. Parecía libre.
Un día de primavera no regresó de uno de aquellos vuelos. Desapareció.
Decidió volver a ser verdaderamente libre, libre de verdad, como debió nacer, como nunca debía haber dejado de serlo. Lo cierto es que no recuerdo a estas alturas (¡vaya cabeza mía!) cómo llegó a ser un animal enjaulado, pues a mí me lo regaló un compañero del instituto siendo ya adulta. Durante las semanas siguientes la busqué infructuosamente desde el mismo balcón desde el que recuperó su libertad, la esencia misma de su ser, del de todos los seres que nacen salvajes. Aún tenía la vana esperanza de que regresara, pero no fue así.
Algún tiempo después caminaba por mi calle abajo cuando me llamó la atención un pardalillo volantón pidiendo comida a sus padres con ese aleteó rápido tan carácterístico, tiritón y tierno. Cuando vi que la madre que se acercó a introducirle comida en su pico abierto de par en par era una hembra rabona me quedé de piedra, y aunque la observé durante un rato largo hasta que polluelo y madre desaparecieron volando, nunca sabré si fue realmente mi amiga o no. Sin embargo, aquel encuentro me dejó un poso de tranquilidad al imaginar que así seguramente era, que la joven hembra de gorrión que se arrebujaba en el pelo de mi cabeza como si fuera un nido había encontrado el camino a la vida en libertad que nunca debió perder. Si realmente era así, todo había vuelto a su cauce normal, a pesar de mi pesar.
Pienso muchas veces en esta historia cuando veo a las hembras de gorrión común (
Passer domesticus), no lo puedo evitar, y tampoco quiero.
Si hay un ave que vive ligada al hombre ese es el gorrión común, sin duda, nuestro "pardal", como se le conoce en numerosas regiones españolas. Común donde los haya, no por ello deja de ser un ave bonita si la observamos con detenimiento, en especial durante el período reproductor cuando los machos presentan el pico negro y el plumaje más llamativo y contrastado, más lustroso, incluyendo un babero mucho más marcado y desarrollado. Por común y cotidiana en nuestras vidas, naturalistas y fotógrafos generalmente no dedicamos mucho tiempo ni esfuerzo en esta especie, pero tenerlos delante del objetivo, a cinco metros de distancia, y entretenerse con una detenida observación de su comportamiento es todo un placer, y si además los enfilamos con nuestro teleobjetivo ...
Común sí, en absoluto vulgar. De colores modestos puede que también, pero no feo. Abundante sin duda, aunque por desgracia cada vez menos. Carismático, curioso, adaptable, vivaracho, simpático, incluso inteligente. Así es el gorrión. Hasta su nombre es bonito de pronunciar, o al menos a mí me me lo parece: "gorrión", la belleza de lo normal, de lo cotidiano, de lo cercano. Gorrión, ¡qué palabra más bonita!