La mañana vuelve a estar pletórica, con un cielo azul impoluto. Hoy vamos a tomárnoslo con calma, no hay prisa, no va a haber que cargar con pesadas mochilas y no hay que darse ninguna paliza. Vamos a aclimatar en las laderas del Nangkar Tshang, cumbre rocosa de cinco mil quinientos diez y seis metros (según nuestro mapa), que domina Dingboche a vista de pájaro y que representa un magnífico mirador sobre las montañas que nos rodean. El día está espléndido y estar rodeado de este ambiente rotundamente alpino nos embriaga. Eufóricos, partimos sin pisar el acelerador por una cuerda empinada sembrada de banderines. Sobrepasaremos por primera vez en el trekking los cinco mil metros, hasta una altura un tanto imprecisa, de aproximadamente cinco mil cien. La verdadera cumbre del Nangkar Tshang queda al final de una arista rocosa demasiado abrupta, por lo que nunca se sube a ella. Subiremos, pues, despacio, buscando mejorar nuestra adaptación a la altitud.
Abajo queda cada vez más pequeñito el grupo de casas, lodges y parcelas cultivadas del pueblo. Ganamos altura bajo la atenta mirada de un magnífico elenco de cumbres: el Kantenga, Lothse, Tanserkhu, la maciza mole del Makalu, el afilado Ama Dablam sobre su lago arriñonado, el Taboche, Cholatse, ... El día no puede ser más perfecto, estando los cuatro juntos en este maravilloso mirador. Nos hubiera gustado permanecer aquí todo el día viendo pasar el tiempo y las nubes.
Enamorados del lugar, descendemos muy a nuestro pesar de las laderas del Nangkar Tshang y continuamos -tras quedarnos a dormir en Dingboche una segunda noche- con nuestra aproximación a Gorakshep, a donde llegaremos en otras dos etapas más, haciendo una noche intermedia en Lobuche. Si Dingboche ha sido de los lugares que más nos han gustado de todo el recorrido, sin lugar a dudas, Lobuche se lleva el honor de ser el peor de todos; tal es así que unos días más tarde, durante nuestro descenso, preferiremos bajar a dormir a Dhugla y perder doscientos metros de desnivel en dirección al Cho La Pass, antes que quedarnos a hacerlo aquí. Sea como fuere, los paisajes hasta llegar al pie del Everest no pueden ser más espléndidos. Caminamos boquiabiertos, alucinando a cada paso. Se siguen sumando cumbres, como el increíble Arakam Tse o el mismo Lobuche que da nombre al pueblo homónimo. Estamos rodeados de seismiles por los cuatro costados, a cual más grandioso, vertical y afilado. ¡Qué lejos han quedado los días de lluvia atravesando bosques subtropicales, con cielos nublados, subiendo y bajando caminos de escalones interminables! Estamos en la alta montaña, con un paisaje alpino verdaderamente hermoso, inmersos en espacios inmensos; rodeados de glaciares y crestas, de montañas míticas, históricas. Se me acaban los adjetivos para describir lo que se siente cuando se está rodeado de estos paisajes.
Nos sentimos pequeños bajo estas moles de roca y hielo. Seres insignificantes, minúsculos, capaces de dar la vida por mirar el mundo desde sus alturas, lo que nos recuerda el lado doloroso de la pasión por las montañas. El Memorial así nos recuerda lo rigurosa que puede llegar a ser la montaña, con demasiados nombres grabados en las piedras, nombres de famosos, unos, y nombres de desconocidos, otros; todos ellos apasionados por el alpinismo que nunca regresaron con sus familias y amigos.
Alcanzar Gorakshep es aterrizar en un rincón inhóspito del Himalaya donde sólo un puñado de especies animales han hecho de él su hogar. Chovas, acentores alpinos, perdigallos tibetanos, pinzones montamos de brant, camachuelos estriados o picas son algunos de los pocos animales que se pueden observar en estos parajes. Allí no hay pueblo, ni familias, ni niños, sino simplemente un grupo de lodges abiertos en temporada de trekking. A más de cinco mil metros no puede haber pueblos, no hay nada de lo que vivir. El glaciar del Khumbu se desliza valle abajo durante más de diez y seis kilómetros desde el Valle del Silencio y el Collado Sur, a los que no vemos, pero sentimos muy cerca. Nos quedaremos absortos mirándolo durante mucho tiempo, intentando comprender su esencia desde nuestra insignificante perspectiva. Su kilómetro amplio de anchura se nos escapa. Los sonidos casi telúricos de sus hielos rompiéndose y las piedras que ruedan continuamente por sus llambrías de hielo nos recuerdan que, como un ser vivo, se desplaza valle abajo. Es como si respirara. Su observación nos servirá de distracción cuando la nevada no pare de caer suavemente durante casi todo el día siguiente y buena parte de la noche, lo que nos bloqueará aquí un día extra.
Si la climatología extrema de la alta montaña nos ha atrapado en Gorak Shep dos noches seguidas, nos a servido al menos para estar un día de asueto paseando por los alrededores del lodge recuperando fuerzas. Tras el impasse, el amanecer del tercer día nos encuentra ya a media ladera en la ascensión al Kala Patthar. Muy de noche aún nuestro albergue ha sido un hervidero de susurros, linternas, pasos por los pasillos de madera y movimiento. Todos hemos salido para arriba a la luz de las frontales, y como si de una gran ascensión se tratara, una hilera de lucecitas serpentea por la ladera, en medio de la más absoluta oscuridad de la noche. Muy abrigados y con el nerviosismo de si el Everest se dejará ver completamente despejado, ganamos altura metro a metro ensimismados en nuestros pensamientos. La suave nevada de ayer está congelada a ambos lados del sendero, la atmósfera no puede ser más alpina. Cuando clarea las cumbres del Kantenga, Tanserkhu, Tabuche, Cholatse y Lobuche se tiñen con la luz rosada del amanecer, todas a nuestra espalda.
Delante y alrededor nuestro un espléndido arco de cumbres nos dan los buenos días. De entre ellas, las cimas Sur y principal del Everest emergen sobre una banderola de nubes que flota ingrávida sobre el Cown Occidental y la cascada de hielo, junto al Nuptse, el Changtse, el Khumbutse, el Lingtren o el Pumori. Abajo el glaciar del Khumbu se desliza cubierto de escombros imprimiendo austeridad al lugar; no hay verde, no hay pastos alpinos, solo rocas y hielo. No parece un lugar apto para la vida, y sin embargo su belleza es sublime. El Kala Patthar no es en realidad una cumbre, sino un punto alto a partir del cual la pedregosa cuerda se transforma en la extremadamente afilada y vertical arista Sur del Pumori. Sin embargo, sus más de cinco mil metros de altura y la sencillez de su ascenso lo convierten en el lugar perfecto para contemplar la cumbre del Everest.
Paulatinamente la mañana se va caldeando gracias a los vivificantes rayos del sol. Nosotros emprendemos entonces el descenso, pues hemos de recoger nuestros bártulos y continuar el camino. Las nubes se van formando como cada mañana y se aferran ya a las laderas de los picos. Bajamos satisfechos por haber subido a este excelente mirador y de haber disfrutado de la visión apabullante de Sagarmatha, la diosa vestida de blanco por las nevadas recientes, objetivo principal de nuestro viaje. Bajamos contentos, optimistas, con la tranquilidad de haber cumplido un sueño después de ya trece días de caminata.
Una vez recuperadas las fuerzas con un buen desayuno en el lodge de Gorakshep, rehacemos las mochilas y retomamos el camino. Nuestro siguiente objetivo será cruzar el famoso collado de Cho La Pass, también de más de cinco mil metros de altura y a través del cual se accede al valle de Gokyo. Retrocedemos, pues, sobre nuestras propias huellas valle abajo, pasando de largo por el poco acogedor enclave de Lobuche. Esa misma noche nos alojaremos finalmente en un lodge de Dhugla -regentado por un matrimonio encantador- y que se encuentra prácticamente vacío de turistas en estas fechas, y en donde solo coincidiremos con un gallego que se recupera aquí de un episodio de mal de altura. Tras esta noche de mero trámite, la ruta nos llevará a continuación a Dzongla por un camino sencillamente fantástico, cómodo y casi vacío de gente, pues únicamente veremos a unos yakeros con sus animales y a un japonés con su guía (o más bien a un guía con su japonés). Caminamos siempre bajo las atentas miradas del Tabuche, del Cholatse y del formidable Arakam Tse, que imprimen a esta jornada un salvajismo colosal. Nosotros a ellos tampoco les quitamos la vista de encima; las miradas son, sin duda, recíprocas.
Nos seguimos sintiendo verdaderamente pequeños rodeados de estas paredes tan grandes, verticales e inhóspitas.
Al fondo vemos ya nuestro destino en la jornada de hoy, a la izquierda de la imagen se vislumbran los tejados verdes de Dzongla. Escogeremos intencionadamente un lodge situado en un alto, con buenas perspectivas de las cumbres que nos han acompañado en la jornada, y en donde de nuevo estaremos nosotros cuatro solos. El vuelo potente de un juvenil de quebrantahuesos nos va a entretener la tarde, sobrevolando los tejados y llegándose a posar en una ladera a muy poca distancia de las casas, no sabemos muy bien buscando el qué. El panorama sobre el Ama Dablam y la salida de la luna ese atardecer despejado no lo olvidaremos nunca y serán el colofón de una jornada fantástica.
La mañana siguiente vuelve a saludarnos limpia y generosa. A las 6:30 a.m. del décimo quinto día de marcha emprendemos el trayecto hacia el collado. Caminamos solos, lo que nos seduce muy especialmente. Bastante por delante va un grupo con guía y porteadores que nos llevan por lo menos media hora de ventaja (luego, al adelantarlos en la bajada a Dragnag, resultarán ser unos españoles que conocimos en Gorakshep), y bastante por detrás de nosotros saldrán aún un par de personas más, quizás también a media hora de distancia. Eso será todo el trasiego que hoy tendrá el valle en esta mañana del veinte cuatro de septiembre, junto con un tercer grupo con el que, procedente del lado contrario, coincidiremos en el mismo collado.
Subir el Cho La Pass en este sentido resulta muy probablemente más agradable y cómodo que en sentido contrario, primero por la espectacularidad del soberbio paisaje que ofrece este valle, segundo por la menor distancia y desnivel a superar, y en tercer lugar y sobre todo porque el sol te va calentando desde el comienzo de la ruta, al contrario que desde la vertiente opuesta, donde la sombra y el frío son inevitables hasta muy avanzada la jornada. Se sube primero por praderas alpinas y cómodos senderos de tierra, siempre bajo la presencia imponente de la cara Norte del Arakam Tse. Después de serpentear por una morrena glaciar, el camino jalonado de hitos se arrima bajo las enormes paredes rocosas que cierran la cabecera del valle. La hierba deja bruscamente paso a las morrenas y los roquedos.
La entrada al reducido glaciar que antecede al collado nos resultará la parte más enrevesada del camino, incómoda y algo expuesta a algún que otro resbalón. Llegar por fin al collado supone tener al alcance de la mano nuestro segundo objetivo del viaje, es decir: alcanzar Gokyo. La mañana está soleada y, aunque las nubes se empiezan a formar rápidamente en las laderas de las montañas, a nosotros ya nadie nos puede quitar el placer de haber disfrutado de las vistas desde él. Nos sentimos satisfechos y orgullosos de todas nuestras decisiones, pues ellas nos han traído hasta este lugar. El descenso lo iniciamos sin tener claro aún si nos quedaremos a pernoctar hoy en Dragnag o si continuaremos hasta Gokyo, la flexibilidad es un arma con la que contamos cuando viajamos por libre. Las nubes bajas se van adueñando del paisaje y la bajada la hacemos muy rápida, primero por el incómodo pedrero que baja del mismo Cho La Pass (pienso en lo penoso que tiene que ser subirlo) junto a su característico arco de piedras marrón -fácilmente visible en tres de las fotografías siguientes- y después por una vallejada estrecha y angosta hasta el mismo grupo de lodges de Dragnag (o Thagnak). ¡Qué diferente a las vistas amplias y los grandes espacios de la subida al collado desde el lado Este!.
Al llegar, y tras consultar tiempos y comer en un lodge, optamos por continuar hasta Gokyo. Ya solo nos resta dirigirnos al que pasa por ser considerado como el glaciar más grande del Himalaya, el de Ngozumpa, y atravesarlo hasta alcanzar nuestro destino final por hoy, tras una jornada larga e intensa. Las nubes bajas y las nieblas espesas durante la travesía por el glaciar otorgan al lugar una atmósfera misteriosa que representa la guinda del pastel, el regalo final de una jornada espectacular que se nos quedará grabada para siempre en nuestra memoria. Hemos llegado a Gokyo. Será un nuevo punto de inflexión en este treking, pues desde él mañana iniciaremos el regreso a Salleri tras quince días de marcha.
Aunque no adelantemos acontecimientos, primero debemos subir al Gokyio Ri.
23 de noviembre de 2018
Nuestro camino (III)
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13 de noviembre de 2018
Nuestro camino (II)
Resumir lo visto durante las siguientes tres etapas del trekking se me antoja imposible con unas pocas decenas de imágenes. Imposible hacerlo y transmitir además lo vivido y sentido en ese corto, pero intenso, espacio de tiempo.
En estas siguientes jornadas iremos desde Namche Bazaar, situado a tres mil cuatrocientos metros de altura, hasta una aldea emplazada en un ambiente espectacular, Dingboche, a mil metros por encima de aquel. Pero ese trayecto es mucho más que eso, vamos a pasar bruscamente de los espesos bosques que nos han venido acompañando desde el principio a los ecosistemas de alta montaña, de una atmósfera tropical y exuberante a otra alpina y austera, de los opresivos y angostos valles inferiores a los inmensos espacios abiertos de las cumbres, del verde intenso al hielo y la nieve, de las laderas fértiles y humanizadas a otro ambiente inhóspito y peligroso.
Pero vayamos por partes, nos habíamos quedado en la entrada del Parque Nacional de Sagarmatha, en su misma puerta, en la jornada quinta de nuestro camino. Una vez pagada allí mismo la entrada al parque continuamos peleándonos con los escalones, camino del centro neurálgico de la región del Khumbu: el ya citado Namche Bazaar. El permiso de trekking lo pagaremos poco antes de alcanzar esta población. Caminamos y seguimos absortos en lo que nos ofrecen no solo los paisajes boscosos, sino la propia cultura sherpa. Numerosas rocas pintadas jalonan nuestro caminar como las tres que muestran las siguientes imágenes tomadas en menos de siete minutos de marcha. Además, puentes colgantes, infinitos banderines de oración y las propias gentes con las que nos cruzamos hacen que la llegada a Namche sea motivo de satisfacción. El primer hito de la ruta lo hemos alcanzado, la capital del pueblo sherpa, mítica como lo es Skardú a las puertas del Karakorum o Lhasa a las del Tíbet.
Aunque el cielo a nuestra llegada a Namche Bazaar sigue estando nublado, la mañana del día siguiente amanece apoteósica y parece querer confirmarnos que el clima en las alturas nos dará una tregua y será compasivo con nosotros. Cielos casi completamente despejados nos permiten ver desde nuestras habitaciones las montañas que nos rodean por primera vez desde que hemos iniciado la marcha.
En Namche Bazaar generalmente todos los occidentales que pretenden llegar a los pies del Everest hacen un alto en la marcha de aproximación para dedicar aquí una jornada completa de aclimatación. A nosotros, aunque en realidad ya venimos aclimatando desde varios días antes que aquellos que vuelan directamente a Lukla y podríamos por lo tanto posponer ese día de aclimatación a cuando nos encontráramos a mayor altura, nos parece, sin embargo, interesante pasar aquí un par de noches porque ello nos permitirá, no solo afianzar nuestra aclimatación de cara a los cuatro mil metros que están por llegar, sino porque representa una buena disculpa para visitar algunas aldeas cercanas. Así pues, al igual que la mayoría de los trekineros, nosotros dedicaremos la sexta jornada a superar los tres mil ochocientos metros de altura en la que se sitúan las aldeas de Khunde y Khumjung. Estas dos aldeas se asientan en un gran rellano apto para el cultivo que quiebra las abruptas laderas que dominan el propio Namche Bazaar. Numerosos paisanos se afanan allí en recoger patatas y en segar el forraje o la cosecha de mijo. El trabajo en las pequeñas parcelas valladas parece incesante. Como no podía ser de otra manera, nosotros alcanzamos Khunde en medio de la niebla, y por momentos casi a tientas, aunque a estas alturas del viaje ya no nos contraría en absoluto. No hay prisa por recorrer el pueblecito y regresar, ya que cuanto más tiempo permanezcamos a mayor altura que el punto en el que luego vayamos a dormir, mejor para el proceso de aclimatación. Paseamos tranquilamente por sus callejas y entre las cortinas cultivadas, mientras nos dirigimos hacia el monasterio situado por encima del pueblo, dominándolo desde su ladera boscosa. Entrar en uno de estos santuarios budistas es algo que siempre sobrecoge, no solo por lo maravillosa y minuciosamente ornamentados que están, sino sobre todo por el ambiente de paz y espiritualidad que transmite y que te hace enmudecer. Un monje nos debe ver desde la ventana de alguna casita del pueblo porque, procedente de él, nos adelanta por el camino y nos pregunta si queremos visitar el monasterio, a lo que respondemos que sí, si es posible. Él saca un manojo de grandes llaves y nos lo abre. Espera con paciencia mientras contemplamos con asombro sus pinturas y cada rincón y cuando nos despedimos y lo abandonamos, cierra y se vuelve a bajar. Qué maravilla de lugar y de gente.
Desde el mismo monasterio podemos ver inmediatamente por debajo nuestro el pueblo de Khunde, y apenas unos metros más allá el de Khunjung, a donde nos dirigiremos a continuación.
Nuevamente nos acercaremos aquí hasta su monasterio después de una tranquila comida en uno de los modestos lodges-restaurantes que podemos encontrar en sus callejas. Tras la visita al mismo continuamos la ruta circular de la jornada, saboreando pausadamente el caminar junto a sus chortens, sus muros mani, los detalles de sus casas, de la atmósfera que imprime al lugar la pertinaz niebla, y de la tranquilidad que aún se respira en la aldea en estas fechas, sin las hordas de turistas que lo recorrerán dentro de tan solo unas semanas. Nosotros hoy, por el contrario no veremos a ningún otro forastero como nosotros. Seremos, quizás, los únicos que subamos hoy por aquí.
Hoy dejamos atrás la capital sherpa por las mismas empinadas calles por las que ayer bajábamos. De las distintas opciones que nos brindan estos valles para alcanzar el campo base del Everest, decidimos continuar por la más clásica de todas ellas en dirección a Tengboche, ya que cuenta con el monasterio más famoso de la región. Dado que nuestra ruta pretende ser circular y probablemente regresaremos por otro valle -el de Gokyo-, nos lo perderíamos si optamos por otro camino de subida. Alcanzaremos, pues, Temboche en una jornada preciosa y mucho más cómoda que las anteriores, donde las interminables escaleras de piedra han dado paso a senderos de tierra infinitamente más llevaderos. Los porteadores que vamos viendo por el camino van ahora cargados mayoritariamente con los grandes petates de los occidentales que realizan el trekking, generalmente en grupos dirigidos por agencias. Ya no se ven tantos cestos de fibras vegetales, y muchos porteadores llevan dos y hasta tres de estos petates. En el Lodge donde nos alojaremos ya no estaremos solos, varios grupitos de turistas compartiremos el amplio salón común y las dos estufas de leña que caldean malamente la estancia.
A la mañana siguiente, antes de que los rayos de sol incidan sobre las cumbres que nos asedian, estamos haciendo fotos de montañas increíblemente esbeltas. Ha amanecido despejado y todo alrededor se tiñe de tonos azulados. Algunas nubes se forman y crecen junto a las bestiales paredes de hielo y roca, pero todas las cumbres permanecen despejadas en lo que será la tónica general de las siguientes mañanas. Vamos algunos de un sitio a otro con nuestras cámaras inmortalizando el monasterio y todo lo que nos llama la atención. ¡Cómo son estos extranjeros, queriendo atrapar con sus cámaras lo que es imposible capturar: la belleza y la inmensidad de la cordillera, su esencia y su alma!, pensarán los paisanos que nos observan, sin duda ya acostumbrados a vernos testarudos con nuestras cámaras fotográficas.
Obstinados, inmortalizamos una y otra vez los picos que nos rodean. Todos. Repetidamente. Por fin tenemos frente a nosotros cimas relevantes en la historia del alpinismo, como las del Kantenga y el Thanserku, de las que ya hace décadas leía yo algunas crónicas de ascensiones, de montañeros desconocidos que en sus laderas se transformaban en alpinistas. Pero por encima de todas tenemos delante nuestro la cumbre que nos ha traído hasta aquí, el Everest, la montaña de las montañas, la más grande, la más mítica, la más añorada por los alpinistas. La que es única, en definitiva. Sagarmatha, la Diosa Madre de la Tierra, escondida ahí, asomando detrás de sus escoltas, de cimas ya de por sí descomunales como el propio Lhotse y el Nuptse; vigiladas todas ellas por el Ama Dablam. Increíble tener todo ese mundo de paredes, crestas y cimas alrededor nuestro.
Han sido tantas veces las que hemos leído historias sobre ellas, tantos libros en la estantería que narran sus épicas, tantas las ocasiones en las que las hemos observado en fotografías y documentales, tantas las veces en las que hemos deseado contemplarlas en persona, que se nos hace irreal ser nosotros los que ahora estemos bajo su presencia.
El camino continúa, sin embargo; se suman los kilómetros y cómodamente seguimos ganando altura por senderos panorámicos que en todo momento nos permiten contemplar las montañas de alrededor. La mirada se nos imanta a las cumbres del Ama Dablam y del Everest, y a la inigualable barrera rocosa del Nuptse-Lhotse. ¿Cómo se puede no quedar hechizado por ellas?
El límite superior del arbolado va siendo cada vez más evidente y observamos cómo termina por desaparecer; entramos en el mundo de la alta montaña, aún acompañados de fincas cultivadas. Detrás de nosotros quedan los bosques. No los volveremos a ver hasta dentro de diez largos días. Delante nuestro ya solo veremos una inhóspita alta montaña; una altísima montaña, salvaje y fría.
Tras pasar la aldea de Somare (en la foto superior) seguimos hacia Orsho (en la imagen siguiente), cuyo lodge a estas alturas de mediados de septiembre encontramos aún cerrado al público. Caminamos prácticamente solos. Nos cruzamos con algún que otro porteador y vemos algún occidental más, pero en general caminamos tranquilos, sin que el reducido trasiego de personas nos estropeé la sensación de libertad y soledad que tenemos, ni la percepción de estar donde y cuando queremos estar. Por senderos de tierra por los que disfrutamos transitar llegamos a la confluencia de dos tumultuosos ríos de montaña en las proximidades de unas praderas valladas y su humilde choza; nosotros dejaremos a la izquierda el valle que lleva al cercano Periche y ascenderemos por un evidente sendero que gana altura por la garganta de la derecha y que se adentra en el valle de Chukung, donde se ubica el conocido Island Peak. En la embocadura de este valle encontraremos la aldea de Dingboche, en donde nos hospedaremos otro par de días para continuar con la aclimatación. La elección no podrá ser más acertada. Dingboche, nuestro hogar durante las próximas dos noches, probablemente la aldea más acogedora de cuantas hemos utilizado para pernoctar. En este enclave todos los días tienen que ser, por fuerza, días maravillosos.
Mañana será, pues, un gran día.
En estas siguientes jornadas iremos desde Namche Bazaar, situado a tres mil cuatrocientos metros de altura, hasta una aldea emplazada en un ambiente espectacular, Dingboche, a mil metros por encima de aquel. Pero ese trayecto es mucho más que eso, vamos a pasar bruscamente de los espesos bosques que nos han venido acompañando desde el principio a los ecosistemas de alta montaña, de una atmósfera tropical y exuberante a otra alpina y austera, de los opresivos y angostos valles inferiores a los inmensos espacios abiertos de las cumbres, del verde intenso al hielo y la nieve, de las laderas fértiles y humanizadas a otro ambiente inhóspito y peligroso.
Pero vayamos por partes, nos habíamos quedado en la entrada del Parque Nacional de Sagarmatha, en su misma puerta, en la jornada quinta de nuestro camino. Una vez pagada allí mismo la entrada al parque continuamos peleándonos con los escalones, camino del centro neurálgico de la región del Khumbu: el ya citado Namche Bazaar. El permiso de trekking lo pagaremos poco antes de alcanzar esta población. Caminamos y seguimos absortos en lo que nos ofrecen no solo los paisajes boscosos, sino la propia cultura sherpa. Numerosas rocas pintadas jalonan nuestro caminar como las tres que muestran las siguientes imágenes tomadas en menos de siete minutos de marcha. Además, puentes colgantes, infinitos banderines de oración y las propias gentes con las que nos cruzamos hacen que la llegada a Namche sea motivo de satisfacción. El primer hito de la ruta lo hemos alcanzado, la capital del pueblo sherpa, mítica como lo es Skardú a las puertas del Karakorum o Lhasa a las del Tíbet.
Aunque el cielo a nuestra llegada a Namche Bazaar sigue estando nublado, la mañana del día siguiente amanece apoteósica y parece querer confirmarnos que el clima en las alturas nos dará una tregua y será compasivo con nosotros. Cielos casi completamente despejados nos permiten ver desde nuestras habitaciones las montañas que nos rodean por primera vez desde que hemos iniciado la marcha.
En Namche Bazaar generalmente todos los occidentales que pretenden llegar a los pies del Everest hacen un alto en la marcha de aproximación para dedicar aquí una jornada completa de aclimatación. A nosotros, aunque en realidad ya venimos aclimatando desde varios días antes que aquellos que vuelan directamente a Lukla y podríamos por lo tanto posponer ese día de aclimatación a cuando nos encontráramos a mayor altura, nos parece, sin embargo, interesante pasar aquí un par de noches porque ello nos permitirá, no solo afianzar nuestra aclimatación de cara a los cuatro mil metros que están por llegar, sino porque representa una buena disculpa para visitar algunas aldeas cercanas. Así pues, al igual que la mayoría de los trekineros, nosotros dedicaremos la sexta jornada a superar los tres mil ochocientos metros de altura en la que se sitúan las aldeas de Khunde y Khumjung. Estas dos aldeas se asientan en un gran rellano apto para el cultivo que quiebra las abruptas laderas que dominan el propio Namche Bazaar. Numerosos paisanos se afanan allí en recoger patatas y en segar el forraje o la cosecha de mijo. El trabajo en las pequeñas parcelas valladas parece incesante. Como no podía ser de otra manera, nosotros alcanzamos Khunde en medio de la niebla, y por momentos casi a tientas, aunque a estas alturas del viaje ya no nos contraría en absoluto. No hay prisa por recorrer el pueblecito y regresar, ya que cuanto más tiempo permanezcamos a mayor altura que el punto en el que luego vayamos a dormir, mejor para el proceso de aclimatación. Paseamos tranquilamente por sus callejas y entre las cortinas cultivadas, mientras nos dirigimos hacia el monasterio situado por encima del pueblo, dominándolo desde su ladera boscosa. Entrar en uno de estos santuarios budistas es algo que siempre sobrecoge, no solo por lo maravillosa y minuciosamente ornamentados que están, sino sobre todo por el ambiente de paz y espiritualidad que transmite y que te hace enmudecer. Un monje nos debe ver desde la ventana de alguna casita del pueblo porque, procedente de él, nos adelanta por el camino y nos pregunta si queremos visitar el monasterio, a lo que respondemos que sí, si es posible. Él saca un manojo de grandes llaves y nos lo abre. Espera con paciencia mientras contemplamos con asombro sus pinturas y cada rincón y cuando nos despedimos y lo abandonamos, cierra y se vuelve a bajar. Qué maravilla de lugar y de gente.
Desde el mismo monasterio podemos ver inmediatamente por debajo nuestro el pueblo de Khunde, y apenas unos metros más allá el de Khunjung, a donde nos dirigiremos a continuación.
Nuevamente nos acercaremos aquí hasta su monasterio después de una tranquila comida en uno de los modestos lodges-restaurantes que podemos encontrar en sus callejas. Tras la visita al mismo continuamos la ruta circular de la jornada, saboreando pausadamente el caminar junto a sus chortens, sus muros mani, los detalles de sus casas, de la atmósfera que imprime al lugar la pertinaz niebla, y de la tranquilidad que aún se respira en la aldea en estas fechas, sin las hordas de turistas que lo recorrerán dentro de tan solo unas semanas. Nosotros hoy, por el contrario no veremos a ningún otro forastero como nosotros. Seremos, quizás, los únicos que subamos hoy por aquí.
Imbuidos por todo lo que hemos visto y absorbido, impregnados por esa paz inmensa que transmiten estos espacios abiertos del Himalaya, descendemos por la tarde de nuevo a Namche Bazaar. Una vez en el alojamiento, preparamos lo necesario para la etapa de mañana, y barajamos las alternativas que tenemos para continuar, ya que hay varias rutas diferentes por las que se puede seguir.
Hoy dejamos atrás la capital sherpa por las mismas empinadas calles por las que ayer bajábamos. De las distintas opciones que nos brindan estos valles para alcanzar el campo base del Everest, decidimos continuar por la más clásica de todas ellas en dirección a Tengboche, ya que cuenta con el monasterio más famoso de la región. Dado que nuestra ruta pretende ser circular y probablemente regresaremos por otro valle -el de Gokyo-, nos lo perderíamos si optamos por otro camino de subida. Alcanzaremos, pues, Temboche en una jornada preciosa y mucho más cómoda que las anteriores, donde las interminables escaleras de piedra han dado paso a senderos de tierra infinitamente más llevaderos. Los porteadores que vamos viendo por el camino van ahora cargados mayoritariamente con los grandes petates de los occidentales que realizan el trekking, generalmente en grupos dirigidos por agencias. Ya no se ven tantos cestos de fibras vegetales, y muchos porteadores llevan dos y hasta tres de estos petates. En el Lodge donde nos alojaremos ya no estaremos solos, varios grupitos de turistas compartiremos el amplio salón común y las dos estufas de leña que caldean malamente la estancia.
A la mañana siguiente, antes de que los rayos de sol incidan sobre las cumbres que nos asedian, estamos haciendo fotos de montañas increíblemente esbeltas. Ha amanecido despejado y todo alrededor se tiñe de tonos azulados. Algunas nubes se forman y crecen junto a las bestiales paredes de hielo y roca, pero todas las cumbres permanecen despejadas en lo que será la tónica general de las siguientes mañanas. Vamos algunos de un sitio a otro con nuestras cámaras inmortalizando el monasterio y todo lo que nos llama la atención. ¡Cómo son estos extranjeros, queriendo atrapar con sus cámaras lo que es imposible capturar: la belleza y la inmensidad de la cordillera, su esencia y su alma!, pensarán los paisanos que nos observan, sin duda ya acostumbrados a vernos testarudos con nuestras cámaras fotográficas.
Obstinados, inmortalizamos una y otra vez los picos que nos rodean. Todos. Repetidamente. Por fin tenemos frente a nosotros cimas relevantes en la historia del alpinismo, como las del Kantenga y el Thanserku, de las que ya hace décadas leía yo algunas crónicas de ascensiones, de montañeros desconocidos que en sus laderas se transformaban en alpinistas. Pero por encima de todas tenemos delante nuestro la cumbre que nos ha traído hasta aquí, el Everest, la montaña de las montañas, la más grande, la más mítica, la más añorada por los alpinistas. La que es única, en definitiva. Sagarmatha, la Diosa Madre de la Tierra, escondida ahí, asomando detrás de sus escoltas, de cimas ya de por sí descomunales como el propio Lhotse y el Nuptse; vigiladas todas ellas por el Ama Dablam. Increíble tener todo ese mundo de paredes, crestas y cimas alrededor nuestro.
Han sido tantas veces las que hemos leído historias sobre ellas, tantos libros en la estantería que narran sus épicas, tantas las ocasiones en las que las hemos observado en fotografías y documentales, tantas las veces en las que hemos deseado contemplarlas en persona, que se nos hace irreal ser nosotros los que ahora estemos bajo su presencia.
El camino continúa, sin embargo; se suman los kilómetros y cómodamente seguimos ganando altura por senderos panorámicos que en todo momento nos permiten contemplar las montañas de alrededor. La mirada se nos imanta a las cumbres del Ama Dablam y del Everest, y a la inigualable barrera rocosa del Nuptse-Lhotse. ¿Cómo se puede no quedar hechizado por ellas?
El límite superior del arbolado va siendo cada vez más evidente y observamos cómo termina por desaparecer; entramos en el mundo de la alta montaña, aún acompañados de fincas cultivadas. Detrás de nosotros quedan los bosques. No los volveremos a ver hasta dentro de diez largos días. Delante nuestro ya solo veremos una inhóspita alta montaña; una altísima montaña, salvaje y fría.
Tras pasar la aldea de Somare (en la foto superior) seguimos hacia Orsho (en la imagen siguiente), cuyo lodge a estas alturas de mediados de septiembre encontramos aún cerrado al público. Caminamos prácticamente solos. Nos cruzamos con algún que otro porteador y vemos algún occidental más, pero en general caminamos tranquilos, sin que el reducido trasiego de personas nos estropeé la sensación de libertad y soledad que tenemos, ni la percepción de estar donde y cuando queremos estar. Por senderos de tierra por los que disfrutamos transitar llegamos a la confluencia de dos tumultuosos ríos de montaña en las proximidades de unas praderas valladas y su humilde choza; nosotros dejaremos a la izquierda el valle que lleva al cercano Periche y ascenderemos por un evidente sendero que gana altura por la garganta de la derecha y que se adentra en el valle de Chukung, donde se ubica el conocido Island Peak. En la embocadura de este valle encontraremos la aldea de Dingboche, en donde nos hospedaremos otro par de días para continuar con la aclimatación. La elección no podrá ser más acertada. Dingboche, nuestro hogar durante las próximas dos noches, probablemente la aldea más acogedora de cuantas hemos utilizado para pernoctar. En este enclave todos los días tienen que ser, por fuerza, días maravillosos.
Mañana será, pues, un gran día.
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