Vivir es un tránsito, un camino en donde todos somos nómadas. Que la travesía merezca la pena, depende de ti.

16 de agosto de 2013

La sorpresa

A veces la unión de la acción del hombre con la naturaleza te sorprende gratamente donde menos te lo esperas. Recorres paisajes homogéneos, monótonos y a veces casi monocromáticos, del color verde del bosque, o marrón del terruño seco y polvoriento, o amarillo de los tiesos rastrojos del agostadero, cuando te topas de frente con un estallido de color que te fuerza a detenerte. Inesperado. Detrás de una curva cualquiera. Una paleta de colores en el que un pintor ha esparcido el más llamativo de los tintes, el de mayor contraste con lo que le rodea o, simplemente, el color que menos te esperas.


14 de agosto de 2013

Planeo

Morí.

Me tumban sobre el hueco de la roca. Me entierran. Dejé de existir. Dejé de ser. Dejé mi cuerpo, mi vieja morada de carne y huesos, y me elevo. Me levanto sobre la atmósfera espesa del sufrimiento de los míos y planeo sobre todos ellos. Los veo debajo, abajo. Miran a la tumba, ahora llena de carne y huesos, rodeados de otras tumbas. Levito y los dejo. Todo es perfecto, todo está bien, todo correcto, todo es como debe ser: la vida continúa, aunque no para mí, pues morí.


7 de agosto de 2013

Espectros en la noche de los tiempos

¿En la noche de los tiempos, o por siempre? Guerras, muerte, dolor y sufrimiento en el nombre de un dios cualquiera. De cualquiera de los dioses, de los muchos que inventamos, del mío, del tuyo, del suyo. Ruido de espadas en alto y sangre derramada. El control de los hermanos por medio del miedo. Miedo hasta los tuétanos. Miedo a la muerte, miedo al castigo, miedo al infierno, miedo al otro lado. El miedo da poder, y el poder embriaga. Poder, miedo y sufrimiento, ¿cuántas veces van unidos en la triste historia de la humanidad? ¿y cuántas en el nombre de un dios cualquiera, de cualquiera de los dioses?





3 de agosto de 2013

Destilando la esencia de la Provenza

Como todo el mundo puede suponer, la Provenza es mucho más que sus campos de lavanda en flor. Es, al igual que el resto del país vecino, el resultado del afecto que por su tierra transpiran sus habitantes por cada poro de su piel, algo de lo que nosotros, gentes al sur de Los Pirineos, podemos apreciar en el cuidado y mimo que transmiten sus pueblos, y de lo que también, por qué no decirlo, deberíamos aprender un poco. El atractivo de la Provenza es, pues, el resultado de su saber vivir, de su educación y del cariño que sienten por lo suyo. De ello son fruto sus pequeños y pulcros pueblecitos provenzales, sus casas cuidadas al detalle, sus carreteras flanqueadas por hileras de enormes plataneros, sus entramados de enredaderas que tapizan paredes y medio ocultan ventanas y puertas, y el propio espíritu que fluye en cada uno de estos pueblos. En ellos el silencio lo invade todo, e incluso en el bullicio de las terrazas llenas de gente, se respira paz y tranquilidad, sin voces altisonantes ni papeles por el suelo. Un murmullo pausado invita al paseo, a la sombra de los árboles o de las estrechujas callejuelas empedradas. Así es la Provenza, un alambique de donde se destila amor por la tierra, tranquilidad y saber vivir. 
















31 de julio de 2013

Cuatro calles y una plaza

El motor de la furgo deja de ronronear ya bien entrada la noche, cuando la aparcamos por fin junto a un pequeño pueblecito en La Segarra leridana. Salgo y estiro las piernas dando un paseo por el amurallado Montfalcó Murallat. Accedo intramuros ya sorprendido: no se puede entrar en coche por la primera calleja estrecha y serpentiforme que da paso al recinto fortificado. Bien, esto promete. Me sumerjo en su ambiente medieval por la primera calle que inmediatamente reclama mi atención por la derecha y que en unos pocos metros más acaba junto a la puerta de la iglesia. Un callejón corto y vacío se ramifica por su izquierda. Retrocedo y llego en un momento -que no ha sumado más de unos segundos- a la plaza del pueblo. Los farolillos iluminan una multitud de gatos, que a estas horas de la noche parecen ser los únicos dueños del lugar. No se ve gente ya. Salgo de la plazuela por una calle aportalada, como un túnel bajo las casas. Gira a la izquierda por otra callejuela con un horno de pan comunitario, y que desemboca en otra igual de corta que me devuelve a la plaza. Ya está. Se acabó el pueblo. Lo he visto todo, enterito, pues no hay ni casas ni calles fuera de las murallas, y no me ha dado tiempo a estirar las piernas. Menos de doscientos metros de callejuelas no dan para caminar mucho rato.

Pulcro. Limpio. Coqueto. Mimado por los pocos moradores que lo ocupan. ¡Qué maravilla de descubrimiento! Montfalcó Murallat. Volveré.