Vivir es un tránsito, un camino en donde todos somos nómadas. Que la travesía merezca la pena, depende de ti.

21 de diciembre de 2013

20 de diciembre de 2013

Olor a carne quemada

El hierro al rojo vivo derrite los pelos antes incluso de tocarlos. El operario apoya sobre la gruesa piel del animal el metal incandescente y lo aprieta firme contra su carne blanda y palpitante, desprendiendo un denso humo blanquecino y un fuerte olor, acre y desagradable, que envuelve la escena. Los mugidos terribles de la res se mezclan con las palabras sosegadas y la conversación tranquila de los hombres. Mientras un veterinario anota metódico en un listado números de crotales, fechas y medicaciones, otro abre la portezuela trasera del cajón y se dispone a inmovilizar el cuerpo del animal con una gruesa cadena alrededor de su cintura y extrayendo su cola por un agujero. Otro trabajador más pinza su cabeza por el cuello, inmovilizándolo mediante una barra y acto seguido le da un corte en una de sus orejas con unas tijeras. Queda la res firmemente subyugada, amarrada, indefensa e inerme. Y entre la rutina tantas veces repetida de unos y otros, a mi me sigue mareando el olor a carne chamuscada, calcinada, abrasada. Números, letras y símbolos marcan el cuerpo del ternero atenazado por el pánico y el estrés. De su garganta salen mugidos pavorosos y de su boca babas y espuma caliente que lanza al aire con los violentos movimientos de su cabeza con los que desesperadamente trata de zafarse de los seres humanos. Miro muy de cerca sus ojos aterrados, que parece se fueran a salir de las órbitas, llenos de horror y miedo. La tensión de su cuerpo desborda todos sus músculos que luchan por liberarse del cajón y las cadenas. Huele a carne quemada, tostada, carbonizada. Carne abrasada.

















17 de diciembre de 2013

Desintoxicándome

Necesitaba desintoxicarme un poco del pesimismo de mis últimas entradas. Y trabajando con fotos de archivo de Los Arribes del Duero, he "encontrado" estas maravillosas flores que me han permitido liberarme y evadirme de la cruda realidad diaria. Observando en la pantalla del ordenador los detalles más desapercibidos de sus pétalos y estambres comprendo por qué merece la pena luchar por la conservación de la naturaleza. Desde el ser más minúsculo y modesto, al más grande y emblemático.






15 de diciembre de 2013

El poder verde

"Billetes, billetes verdes, pero qué bonitos son", decía la canción.

Ayer sábado tenía lugar una concentración no autorizada alrededor del Congreso de los Diputados. La sociedad está hastiada de que le roben derechos, trabajo, seguridad, tranquilidad, justicia, igualdad. De que le hurten el estado del bienestar y la vida. Mientras unos hacen huelga de hambre como protesta pacífica o participan en una manifestación luchando para que le quede algo de esperanza a ese hijo de pocos años que lleva sobre los hombros, otros se frotan las manos con lo que están "sacando" de la crisis. Los de siempre nunca pierden. Ni los que ostentan el poder, ni los allegados que los mantienen en el mismo. El dinero fluye, es cierto, corre a espuertas, pero solo entre unas pocas manos. Estamos en un momento dulce, de grandes negocios, de especulaciones, de conchabeos, favores, prebendas y amiguismos; de caciqueos, enchufismos, compadreos y puertas giratorias. Es el momento de los tiburones, los mismos que canibalizan a los que les rodean. También de la censura, de la opresión, de la manipulación y del rodillo. Del "aquí se hace porque lo digo yo", de la justificación, de la coartada, de la alegación, de la excusa mediocre. Es el tiempo de las mentiras, de los indultos para los ladrones de los escaños, de las llamadas telefónicas. Pasen y vean, señores, estamos en el gran circo del neoliberalismo despiadado y de la corrupción endémica, donde los más poderosos engordan sus barrigas y dónde los demás muestran sus costillas. Pasen y vean, señores, están ante el mayor espectáculo del mundo.





Entre tanto, ayer sábado morían en Alcalá de Guadaira los padres de una familia y una de las dos hijas menores por alimentarse con productos en mal estado recogidos de un contenedor. ¡Y a mí me parece tan cercano! Quizás porque todas las mañanas cuando regreso a casa veo a un hombre de mediana edad acercarse en coche al mismo contenedor de siempre. Lo abre y sitúa un objeto cualquiera -generalmente una caja de porexpán para el pescado- entre la tapadera y el mismo para que no se cierre, y se dedica durante un tiempo a buscar entre los desperdicios y las sobras del gran supermercado alemán. Lo veo cada mañana, mientras camino ensimismado en dirección a mi casa. Religiosamente, todas las mañanas. El año pasado, durante un tiempo, el mismo contenedor era visitado a la misma hora por una pareja más joven que llegaban en bicicleta. Pienso a menudo en ellos y en otros muchos como ellos. La exclusión social, el desamparo, la pobreza severa, los desahucios, los suicidios, el desempleo y la marginación se han incrementado en la misma medida en la que los ricos son más ricos, y los poderosos más intocables.


En estos mismos momentos alguien estará pensando en este país de equilibristas, como los llamaba Joan Manuel Serrat, si no sería mejor saltar por la ventana, o tirarse a las vías del metro. Alguien en silencio subirá las escaleras hacia la que, todavía en esos momentos, será su casa, sopesando si no compensará sacrificarse y ser un mártir más en esta batalla de Quijotes y gigantes. Ser un muerto más en esta masacre social.