Vivir es un tránsito, un camino en donde todos somos nómadas. Que la travesía merezca la pena, depende de ti.

29 de diciembre de 2013

Nómadas del Gran Norte ...

... en las dehesas charras. Aunque no en el número en que se concentran en otros puntos de la geografía peninsular, en las dehesas de Salamanca también podemos disfrutar del encuentro anual con grandes bandos de grullas que vienen a pasar el invierno por nuestras latitudes. La algarabía inconfundible de su trompeteo anuncia anticipadamente al gran bando volando en formación, cambiando a un nuevo campo donde alimentarse de bellotas y brotes tiernos o, al caer la tarde, en dirección a sus dormideros en las orillas del embalse. El encuentro anual con estás incansables viajeras de tamaño ligeramente superior al de nuestras cigüeñas blancas, representa una cita ineludible durante los meses más fríos del año para cualquier amante de la naturaleza en los encinares peninsulares. Ya estamos deseando tener un hueco para intentar tenerlas un poco más cerca desde nuestro hide. Crucemos los dedos, pues, y si nuestros deseos se cumplen os mostraremos el resultado en estas páginas virtuales. Entre tanto, nos conformaremos con el sonido reciente de sus trompeteos en nuestras sienes -grabados de ayer mismo a estas mismas horas-, esas voces que llegan a nuestras latitudes con el frío y que nos traen cada invierno el sabor del Gran Norte.







25 de diciembre de 2013

Otros doce más ...

... y ya suman veinticuatro los meses de vida de este blog. Ya me parecían muchas casi diez mil visitas durante el primer año de recorrido, y en este segundo me habéis regalado más de quince mil. Gracias por todo ello. Si para celebrar aquellos primeros doce meses de vida os mostré doce hermosas montañas, ahora lo haré con doce momentos vividos a lo largo de este año dos mil trece que ya se nos marcha. Gracias por vuestra compañía, sin la cual este blog no tendría ninguna razón de ser.













21 de diciembre de 2013

20 de diciembre de 2013

Olor a carne quemada

El hierro al rojo vivo derrite los pelos antes incluso de tocarlos. El operario apoya sobre la gruesa piel del animal el metal incandescente y lo aprieta firme contra su carne blanda y palpitante, desprendiendo un denso humo blanquecino y un fuerte olor, acre y desagradable, que envuelve la escena. Los mugidos terribles de la res se mezclan con las palabras sosegadas y la conversación tranquila de los hombres. Mientras un veterinario anota metódico en un listado números de crotales, fechas y medicaciones, otro abre la portezuela trasera del cajón y se dispone a inmovilizar el cuerpo del animal con una gruesa cadena alrededor de su cintura y extrayendo su cola por un agujero. Otro trabajador más pinza su cabeza por el cuello, inmovilizándolo mediante una barra y acto seguido le da un corte en una de sus orejas con unas tijeras. Queda la res firmemente subyugada, amarrada, indefensa e inerme. Y entre la rutina tantas veces repetida de unos y otros, a mi me sigue mareando el olor a carne chamuscada, calcinada, abrasada. Números, letras y símbolos marcan el cuerpo del ternero atenazado por el pánico y el estrés. De su garganta salen mugidos pavorosos y de su boca babas y espuma caliente que lanza al aire con los violentos movimientos de su cabeza con los que desesperadamente trata de zafarse de los seres humanos. Miro muy de cerca sus ojos aterrados, que parece se fueran a salir de las órbitas, llenos de horror y miedo. La tensión de su cuerpo desborda todos sus músculos que luchan por liberarse del cajón y las cadenas. Huele a carne quemada, tostada, carbonizada. Carne abrasada.