Vivir es un tránsito, un camino en donde todos somos nómadas. Que la travesía merezca la pena, depende de ti.

15 de junio de 2014

Ingenuos adolescentes

El río, adornado todavía con las últimas flores blancas del ranúnculo acuático, serpentea por el campo charro entre viejas encinas y ganado bravo. El viejo talud fluvial que proporciona un toque de diversidad a la ondulada homogeneidad de la dehesa, esconde en su interior el descanso y la tranquilidad de tres cachorros de zorro (Vulpes vulpes) que estos días se despiertan a la vida y al mundo que les rodea. Observan con curiosidad a los pajarillos que se posan cerca de ellos, y a las vacas y terneros que abrevan a escasos metros de su hogar. Se quedan petrificados escuchando el reclamo insistente de un mochuelo, o intentan cazar al vuelo las moscas que les molestan. Juguetean con restos de un espinazo endurecido y se duermen plácidamente al sol de media tarde.





Nos acomodamos Pablo y yo en un rincón enfrente, soportando el calor de esta sofocante tarde de junio. Cubiertos sólo por las redes de camuflaje (para no delatar la ubicación de la madriguera con voluminosos hides, imposibles de recoger con premura si fuera necesario) y ocultos tras el vallado de piedras que cerca a las reses bravas, con las cantimploras entre las patas del trípode, nos disponemos a retratar a estos pequeños adolescentes curiosos. Como en días anteriores, a las cinco de la tarde ya están fuera de la madriguera dos de los cachorros, menos prudentes que su tercer hermano. Es más, después de las pocas observaciones realizadas, tenemos la sensación de poder diferenciar el carácter de los tres zorreznos. 


Uno de ellos siempre es el que sale primero tras algún susto. Se tumba tranquilo en la puerta del cubil y se solaza al sol, mordisqueándose las pulgas y cerrando los ojos somnoliento. Solo un tiempo después un segundo hermano asoma su hocico por la boca de la hura y emerge para hacerle compañía. Juegan, se tumban uno junto al otro, o quizás directamente encima el uno del otro, formando una amalgama de patas y orejas. Sin embargo, el tercer cachorro solo aparece muy de cuando en cuando, no permitiéndonos hacer muchas fotografías del grupo al completo. Sus pelajes nuevos y lustrosos, sus caras con trazos aún de la infancia que se les acaba y sus juegos nos alegran la tarde. ¡Qué felicidad! ¡Qué ingenuidad! 


Dentro de menos tiempo del que desearían -y del que nosotros desearíamos- se verán forzados a enfrentarse a la dureza de la supervivencia en un entorno especialmente cruel para con su especie. La esperanza de vida de la misma en algunos territorios españoles y según algunos estudios realizados, ronda los dos años. Y como si los hechos quisieran así demostrarlo, en el entorno en el que más me moví yo personalmente durante el año 2013, a lo largo de los meses posteriores al verano encontré dos ejemplares muertos, ya muy resecos por el paso del tiempo pero cuyas dentaduras impolutas hacían adivinar que bien pudiera tratarse de dos de los ejemplares inmaduros nacidos aquella primavera al abrigo de una encina y a no mucha distancia de ambos hallazgos, grupo familiar que yo había tenido la fortuna de observar batiendo los campos todos juntos, como si de una manada de lobos se tratara.

Ahora veo a estos tres mozalbetes jugar juntos, atentos en ocasiones a los clicks de mi cámara y siguiendo a lo suyo, y me invade un sentimiento agridulce, pues a la felicidad que supone poder ser testigo de su comportamiento sin interrumpir su tranquilidad, se contrapone el pesar de imaginar el futuro que les puede deparar el destino, más pronto que tarde. 

Espero no ver en las próximas semanas y meses por estos encinares del sur de la provincia los restos de algún zorro, y así tener la esperanza de que mis nuevos tres amigos habrán sabido sobrevivir a su primer año de vida.


11 de junio de 2014

Plumas arco iris

Como un ave del paraíso, se posa por fin en el posadero el primero de los abejarucos (Merops apiaster) de la tarde y de la temporada para nosotros. Han tardado casi tres horas en decidirse, pues se posaban en todas partes alrededor nuestro menos donde "debían hacerlo", pero finalmente nos regalan un final de tarde inolvidable con su espectacular presencia, precisamente cuando la luz se volvía más atractiva. Como si fueran un pantone o catálogo de colores, se posan frente a nosotros en varias ocasiones y nos permiten observar la fantástica policromía que convierte a esta especie en una de las aves más llamativas y "exóticas" de la península ibérica. Sus evoluciones nos distraen con vuelos rasantes y rápidos, en círculos, capturando todo tipo de insectos voladores, con entregas de alimento de machos a hembras y con sus familiares gorjeos, y consiguen que pasen los minutos inevitablemente rápidos en su compañía. Una vez más, cuando la tarde declina y recogemos todos nuestros bártulos, una amplia sonrisa se dibuja en nuestro semblante: ¡bien, buen comienzo!, ha sido solo una primera toma de contacto y ya estamos deseando volver a tenerlos frente a nuestros objetivos y a disfrutar de la compañía de estos llamativos vecinos vestidos de plumas arco iris.





1 de junio de 2014

El ruiseñor pechiazul

La mole de la gran peña nos vigila desde lo alto de su circo glaciar, negra como el tizón. El contraste lo ponen los piornos que comienzan tímidamente a pintar de amarillo las laderas cuando todavía quedan numerosos neveros en los rincones más protegidos. El viento lame sin excesiva fuerza la montaña, pero invita a los pajarillos a arrebujarse bajo los matorrales, en vez de parlotear sobre los mismos. ¿Cuántas veces habré caminado por estas mismas laderas durante las aproximaciones a los circos y paredes que en este punto nos rodean? Ahora me encuentro sentado cómodamente en el interior de un hide, acompañado de buenos amigos y disfrutando de una manera distinta de esta montaña que siento como mi casa.

Nuestro objetivo es el ruiseñor pechiazul (Luscinia svecica). Está en celo y se muestra sin pudor en lo alto del matorral, cantando sin cesar sus proclamas territoriales, estridentes y vigorosas. Va y viene. Se esconde para luego mostrarse. Se acerca y se aleja. Cada vez que se sitúa a la distancia adecuada y abre el pico para marcar su territorio con gorjeos y reclamos, nuestras cámaras disparan ráfagas que parecen ametralladoras. Los gigas se suman en las tarjetas de memoria, gigas que luego serán trabajo extra en casa, delante del ordenador, depurando las imágenes con las que nos vamos a quedar, cribando y eliminado. Él, mientras tanto, a lo suyo, cantando y posando. De frente, de un costado, del otro, de espaldas. Otra vez de frente. Aquí o allí. El interior de su extraña boca parece competir en intensidad con el amarillo de las flores. Entre ráfaga y ráfaga, va pasando la tarde y el sol va cayendo veloz sobre las cumbres de la sierra, alargando las sombras y descubriéndonos volúmenes y texturas, además de calidez. Con el descenso de la temperatura en las laderas de la sierra, el aire se ha vuelto ligeramente más molesto cuando por fin decidimos que ha sido suficiente y optamos por concluir la sesión. Recogemos todo el equipo y emprendemos el regreso al coche, satisfechos por la tarde pasada y conversando sobre los momentos vividos. Todo está tranquilo. No hay gente. Solo nosotros y los pájaros de la montaña. Y dentro de unos minutos ni siquiera estaremos nosotros, ya nos habremos ido. La montaña se quedará una vez más solitaria y vacía definitivamente, fría e inhóspita. Oscura, esperando que un nuevo amanecer llene de primavera los piornales, intensos y amarillos.