La mole de la gran peña nos vigila desde lo alto de su circo glaciar, negra como el tizón. El contraste lo ponen los piornos que comienzan tímidamente a pintar de amarillo las laderas cuando todavía quedan numerosos neveros en los rincones más protegidos. El viento lame sin excesiva fuerza la montaña, pero invita a los pajarillos a arrebujarse bajo los matorrales, en vez de parlotear sobre los mismos. ¿Cuántas veces habré caminado por estas mismas laderas durante las aproximaciones a los circos y paredes que en este punto nos rodean? Ahora me encuentro sentado cómodamente en el interior de un hide, acompañado de buenos amigos y disfrutando de una manera distinta de esta montaña que siento como mi casa.
Nuestro objetivo es el ruiseñor pechiazul (Luscinia svecica). Está en celo y se muestra sin pudor en lo alto del matorral, cantando sin cesar sus proclamas territoriales, estridentes y vigorosas. Va y viene. Se esconde para luego mostrarse. Se acerca y se aleja. Cada vez que se sitúa a la distancia adecuada y abre el pico para marcar su territorio con gorjeos y reclamos, nuestras cámaras disparan ráfagas que parecen ametralladoras. Los gigas se suman en las tarjetas de memoria, gigas que luego serán trabajo extra en casa, delante del ordenador, depurando las imágenes con las que nos vamos a quedar, cribando y eliminado. Él, mientras tanto, a lo suyo, cantando y posando. De frente, de un costado, del otro, de espaldas. Otra vez de frente. Aquí o allí. El interior de su extraña boca parece competir en intensidad con el amarillo de las flores. Entre ráfaga y ráfaga, va pasando la tarde y el sol va cayendo veloz sobre las cumbres de la sierra, alargando las sombras y descubriéndonos volúmenes y texturas, además de calidez. Con el descenso de la temperatura en las laderas de la sierra, el aire se ha vuelto ligeramente más molesto cuando por fin decidimos que ha sido suficiente y optamos por concluir la sesión. Recogemos todo el equipo y emprendemos el regreso al coche, satisfechos por la tarde pasada y conversando sobre los momentos vividos. Todo está tranquilo. No hay gente. Solo nosotros y los pájaros de la montaña. Y dentro de unos minutos ni siquiera estaremos nosotros, ya nos habremos ido. La montaña se quedará una vez más solitaria y vacía definitivamente, fría e inhóspita. Oscura, esperando que un nuevo amanecer llene de primavera los piornales, intensos y amarillos.
Es precioso y entre los piornos amarillos más precioso todavía. Besitos.
ResponderEliminarGracias, Teresa, sí que lo es el ave. ¿Cuál no lo es, realmente? Esta especie tiene el atractivo de poderlo intentar en un ambiente muy espectacular con los piornales amarillos.
EliminarUn beso.
Bellísimas imágenes. Enhorabuena..
ResponderEliminarEl mérito es de los amigos, sin duda.
EliminarUn saludo desde estas tierras charras.