Vivir es un tránsito, un camino en donde todos somos nómadas. Que la travesía merezca la pena, depende de ti.

7 de agosto de 2014

Oraciones

El intolerable asesinato de cientos de niños palestinos recorre como un reguero de pólvora los noticiarios del mundo entero al mismo tiempo que oraciones budistas ondean en el viento en lugares sin importancia, de los que nadie se acuerda. El premio nobel de la paz vende armas a los asesinos, pero clama desde su tarima justicia para los inocentes. Mientras, los banderines oran por nosotros desde el recogimiento de un templo budista, a un mundo de las masacres que se suceden en barrios, hospitales y escuelas de Gaza. Unos asesinan, con la condescendencia de la geoestrategia política que exige un aliado fuerte en Oriente Medio; otros mueren bajo las bombas, o desean hacerlo para liberarse por fin de la tiranía de un plan meticulosamente trazado, donde la ocupación, el aislamiento, la opresión y la ausencia de Derechos Humanos se hace insoportable desde hace ya demasiado tiempo. Los dirigentes políticos occidentales se llevan las manos a la cabeza mientras calculan con los dedos cruzados en la espalda, a hurtadillas, las "ventajas" globales de un gobierno israelí fuerte en la región. El tiempo pasa, los días se suceden y las oraciones siguen fluyendo y se diluyen en el viento, mientras la mano de hierro cae sobre los inocentes, como siempre. Lo que en otros conflictos hubiera sido denominado como genocidio o crímenes de guerra, ahora es considerado simplemente una "respuesta desproporcionada" judía frente a los ataques de las milicias palestinas. Se le cambia el nombre para que no se nos caiga la cara de verguenza mientras la volvemos para otro lado. Y entre tanto, las oraciones se siguen perdiendo para siempre en el bochorno etéreo de esta calurosa mañana de verano. Nunca llegarán a ningún Dios.

Pienso en esos niños al pasear por entre las estupas del templo budista, críos a los que se les ha robado la infancia, rehenes de unas estrategias políticas meticulosamente trazadas por unas mentes dementes, por unos genocidas a los que la comunidad internacional no llama por su nombre.

Yo, circunvalo el templo mientras mi mano hace girar los molinillos de oración situados en su perímetro. Dan vueltas y vueltas antes de parar y dejar de hacer ese sonido chirriante que se escucha claramente desde el interior del edificio, en donde algunos practicantes se encuentran meditando en el más completo de los silencios, rodeados de pinturas de Buda, rojas, azules, blancas.

Observo cómo el aire reclama los textos sánscritos de esas telas maltrechas por la fuerza del viento. Oraciones y plegarias que vuelan hasta los dioses. Me gusta este lugar. Sosiego, tranquilidad, bondad y paz interior. Una paz que lo invade todo. Dos monjes tibetanos me sonríen sorprendidos cuando me ven fotografiar insistentemente esos banderines raídos y deshilachados, llenos de flecos, mientras juegan con el viento, ondulándose, meciéndose. He regresado una vez más a este santuario espiritual, situado tan, tan lejos de las barriadas reducidas a escombros de Gaza. Respiro despacio, hondo, profundamente, entre renovado por el lugar y abatido por mis pensamientos, y no puedo dejar de pensar en esos niños palestinos sin infancia que esperan una muerte inminente o, lo que es peor aún, una muerte lenta asediados por la indiferencia israelí, creciendo en el odio; esos niños y niñas que sobreviven a una distancia infinita de esta paz y de este lugar.














12 de julio de 2014

Rajah bazar

Veo partir el microbús con mis compañeros camino del aeropuerto y siento bruscamente el peso de la soledad sobre mí, de pie en la puerta del hotel. Por delante diez días absorto en mis pensamientos mientras respiro el ambiente de una ciudad que para mí es poco menos que un mito, una de las Mecas del montañismo: Rawalpindi, antigua capital de Pakistán, la vieja Pindi, la puerta hacia el legendario Karakorum.

Desayuno como cada mañana y tomo la cámara y mi mochila y me encamino al Rajah bazar, el verdadero corazón de la vida real de esta metrópoli de cerca de tres millones de almas. Me sumerjo entre sus gentes amables y curiosas, que entablan rápidamente conversación con ese occidental extraño que deambula por entre sus puestos sin rumbo fijo, congelando con su cámara fotográfica instantes que para ellos son vulgares y cotidianos y que a él le deben parecer exóticos. Les llama la atención mi barba larga de varios meses sin ver la tijera, similar a la que algunos de ellos estilan, incluso más larga que la de muchos de ellos, y les incita a preguntarme en varias ocasiones "Are you muslim?" Las calles sucias son un enjambre de personas, mayoritariamente hombres, con la excepción de algunas mujeres que caminan por detrás de algún varón de la familia. Las arterias del bazar son un hervidero de gente que negocia su supervivencia. Los cables se arremolinan de fachada a fachada como si de un embrollo de lianas se tratara. Vacas sueltas por la calle se alimentan de la basura, los claxon no paran de avisar y las bicicletas cargan fardos de volúmenes imposibles. En las avenidas amplias algunos camiones engalanados con colores y adornos parecen competir entre sí en un concurso al más vistoso. Perros pulgosos y escuálidos, a los que parecen querer escaparse del pellejo los costillares, se enzarzan en escaramuzas y trifulcas. Los olores dulzones a especias pugnan con los olores malolientes de deshechos en descomposición por impregnar el aire.

Los ojos negros de unos niños brillan vivos y sus dientes blancos me regalan unas sonrisas que no tienen precio. Me hacen recordar a mi gente y me siento tan lejos que ahora sé que no existe esa Europa moderna, limpia y ordenada a la que pertenecía. Ahora tengo la certeza de que nunca existió, que mi hogar fue simplemente un sueño, pues la única realidad cierta es esta que me envuelve ahora. Con las manos en los bolsos del pantalón vagabundeo por los mercados, observando sus trueques y regateos; merodeo entre el trajín de los paisanos, despacio, sin prisas. Nadie me espera. Del altavoz de un alminar que se escapa al cielo de entre la locura del cableado eléctrico y telefónico, emerge el canto a la oración del muecín, cinco veces al día. Y me embriaga. Solo por oírlo mientras inspiro a bocanadas la vida de esta ciudad ha merecido la pena estos días de soledad. No lo puedo evitar, me subyuga el sentimiento que desprende. Me despierto al amanecer con su musicalidad y me hace comprender que en este mundo hay otros muchos mundos, distintos al nuestro, y hoy estoy aquí, viviendo intensamente la única realidad que ahora existe para mí, la de la vida en esta vieja e histórica Rawalpindi, fervientemente musulmana, intensa, extrema, única. Cautivadora.















9 de julio de 2014

La tímida

Si hay un ave de nuestras estepas y campos cerealistas discreta y tímida, esa es la codorniz (Coturnix coturnix). Bastante menos común en la actualidad de lo que fue antaño, es simplemente otra víctima más de la acción directa o indirecta del hombre, como consecuencia de los cambios de usos agrícolas que imponen las políticas agrarias en un mundo globalizado, por la intensificación y mecanización de los cultivos, la ingente cantidad de productos químicos que se esparcen por el medio rural, el uso de variedades agrícolas de ciclo corto o el propio cambio del tipo de cultivos, problemas que se vienen a sumar a la desorbitada presión cinegética que se cobra anualmente más de un millón de ejemplares en la península, con una controvertida media veda con cupos ilimitados de esta especie por cazador y día, y como consecuencia de la contaminación genética e hibridación con la codorniz japonesa que durante décadas se gestionó con fines cinegéticos. Recelosa y extremadamente prudente ante sus muchos depredadores, no resulta nada sencillo ver a una de estas pequeñas gallináceas en el suelo, a pesar de que su característico reclamo ponga una nota común y de cotidianidad en nuestros campos. Sin embargo, lo que más sorprende del comportamiento de este escurridizo personaje es que cada año recorre varios miles de kilómetros en sus migraciones anuales entre Europa y el norte de África, y es sorprendente porque su fisonomía y vuelo no parecen estar pensados para grandes migraciones. Sea como fuere, cada primavera su canto nos advierte que ha regresado a nuestros ondulantes mares de cereal, aunque con toda probabilidad sea eso lo máximo que conseguiremos localizar de su presencia: el canto.



6 de julio de 2014

3 de julio de 2014

Piratas negros

¡Cómo me han gustado siempre los córvidos! Desde que tengo recuerdos bicheros, siempre he tenido una cierta debilidad por todos y cada uno de los miembros de la familia Corvidae. Su inteligencia y flexibilidad ecológica les ha permitido prosperar con igual éxito en ambientes tanto silvestres como humanizados. De unas especies siempre fue su belleza lo que llamaba mi atención (y sigue haciéndolo), como en los casos del arrendajo y el rabilargo. En otras era y es el poderío incontestable que enseñorean en ambientes agrestes de nuestras cordilleras montañosas, como sucede con el cuervo (Corvus Corax). En otras ha sido su gracilidad y acrobacias aéreas, como en el caso de ambas especies de chovas (Pyrrhocorax sp), allí en los ambientes más alpinos de nuestras montañas.

En el caso de la grajilla (Corvus monedula) lo que siempre imantó mi curiosidad fueron esos ojos casi blancos que resaltan sobre su monótono plumaje negro. Residentes habituales en monumentos y farallones rocosos generalmente ligados a ambientes agrícolas y urbanos, sus animados reclamos anticipan la presencia de este oportunista gregario y sedentario. Inteligentes como el resto de los córvidos, me puedo pasar largos ratos observando sus idas y venidas, bulliciosas e inquietas.