Vivir es un tránsito, un camino en donde todos somos nómadas. Que la travesía merezca la pena, depende de ti.

4 de noviembre de 2015

No me saques la lengua ... todavía

Si hay algo interesante en la fotografía de fauna es que, en general, el largo tiempo que se suele estar con algunas especies permite observar de cerca diversos aspectos de su comportamiento, algo que para mi resulta fundamental. Cuando llega el otoño varios son los eventos faunísticos que podríamos calificar como de llamativos para un fotógrafo: la llegada de las aves migratorias, entre las que destacan sin ningún género de dudas los siempre melancólicos bandos de grullas, la espectacular berrea del ciervo cargada de testosterona y el cortesano celo de las cabras monteses, siempre ritualizado y protocolario. A los que vivimos en el centro nos merece la pena, pues, acercarnos a la sierra de Gredos y pasar al lado de alguno de los rebaños de esta especie tan gregaria largas horas observando y fotografiando los siempre imponentes machos.






Tras velar las armas durante el mes de octubre, podemos comprobar como poco a poco los grupos de machos y los de hembras se van acercando y "conectando" con el cambio de mes y su progresiva disminución de horas de luz y el aumento del frío. Se barrunta ya el período de celo.

Las hembras aún van acompañadas de las crías nacidas esa temporada, y podemos apreciar incluso la diferencia de edad que hay entre ellas, algunas de las cuales parecen haber nacido quizás demasiado tarde para soportar el duro invierno que atenazará la sierra más pronto que tarde. En la cabra montés -Capra pyrenaica victoriae en el caso de la subespecie que habita el Sistema Central- el índice de mortalidad en el primer año de vida es muy alto, disminuyendo en las edades intermedias y volviendo a aumentar notablemente en los últimos estadios de su vida.



En estos primeros momentos del celo comprobaremos cómo los grandes machos aún se mantienen a una relativa distancia de las hembras (a menudo en la periferia de los rebaños), mostrando una experimentada indiferencia hacia aquellas, ya que aún no están receptivas. Sin embargo, los impetuosos jóvenes, muy inexpertos y ya excitados, van detrás de las mismas persiguiéndolas y atosigándolas incansablemente, insistiendo de una a otra cabra cansinamente. Comenzamos así a observar los primeros cortejos, principalmente de los adolescentes. Levantan la cola diluyendo en la atmósfera el olor de sus glándulas anales, husmean el aire y olfatean la receptividad de las hembras, voltean la cabeza hacia atrás, girándola a veces lateralmente, sacan la lengua en un gesto inconfundible, adelantan alguna pata delantera,...






... y se orinan así mismos cabeza y patas delanteras para marcarse y desprender su propio olor.







Tímidamente algún gran macho realiza todo el ceremonial gestual del cortejo cuando alguna hembra pasa cerca, para seguir posteriormente pastando indolentes y frotándose la testuz contra los matorrales. Las hembras sestean sobre las piedras acompañadas de sus chivos sin mayor interés y, con movimientos defensivos de sus cabezas coronadas de pequeños cuernos, hacen ver a los machos que molestan y que aún no ha llegado el momento. Parecen decirles: no me saques la lengua, tío.






Con estos primeros escarceos amorosos arranca así una nueva temporada reproductora que se prolongará a lo largo de noviembre y principios de diciembre, dando paso al duro invierno. Un año más comienza el espectáculo más representativo de la vida y del comportamiento animal en la alta montaña gredense; el celo de su habitante más emblemático, el de los grandes machos monteses, dueños y señores de riscos y pedrizas alpinas. Poder un año más estar allí observando el comportamiento de esta especie endémica de la Península Ibérica es, sin duda, una suerte, además de una gran oportunidad para disfrutar de la fotografía de estos grandes colosos negros.





1 de noviembre de 2015

La vértebra

Siempre he recogido huesos en mis paseos por el campo, viejos, nuevos, grandes, chicos, impecablemente blancos o grises. Agrietados, cubiertos de líquenes y musgos, muchos de ellos acaban en mi casa, en lo alto de alguna estantería, sobre los libros o dentro de alguna caja de plástico. Esta vértebra reposa desde hace unos meses junto a la pantalla del ordenador, sobre un frío disco duro externo. Ahora que la miro, pienso en lo efímero de la vida, de esta existencia precaria, frágil y breve. Recogidos entre la hojarasca de cualquier encinar castellano, estropeados por el sol y las inclemencias, yo veo en ellos la hermosura de su propia vejez y de su historia desconocida o, como en esta vieja y ajada vértebra, de su simple simetría. Por ello, como en otoños anteriores, los huesos son de nuevo los protagonistas de estos días oscuros.



23 de octubre de 2015

Amanecer

Observo el amanecer desde detrás de las ventanas tintadas de mi casita con ruedas. Está muy nublado, así que me quedo un rato más al abrigo cálido del edredón de pluma.

Repito la maniobra cada pocos minutos, decepcionado por el cielo encapotado que nos recibe al alba, hasta que repentinamente intuyo en las nubes plomizas un cambio de luz. Miro por enésima vez a través de las ventanas y salto disparado del mullido abrazo de mi plumón nórdico, me visto y abrigo en menos tiempo del que dura un bostezo, y salto al exterior con el equipo fotográfico que dejara preparado la noche anterior. Corro de un lado a otro aprovechando los escasos minutos de la mejor luz del día y esquivando los apestosos objetos artificiales que algunas mentes brillantes encargadas de habilitar el lugar han puesto alrededor de la preciosa ermita románica: carteles, palos de metal, vallas de cerramientos y cables de acero para evitar el paso de vehículos. Todo bien arrimado a la misma y fabricados con materiales que nada tienen que ver con los usados tradicionalmente en la zona, y pareciera, incluso, que con el objeto directo de impedir hacer una sola foto en condiciones.


En fin, no puedo abstraerme de semejante despropósito mientras encuentro la única perspectiva en la que puedo esquivar todo aquello. Hago esa y otras pocas fotos más mientras despotrico contra los lumbreras que deciden dónde instalar todos esos objetos tan feos y tan fuera de lugar (aún comprendiendo la bondad del fin de los mismos), al tiempo que la luz desaparece tan rápido como vino.

Respiro aliviado por haber podido hacer al menos esa única foto con aquella magnífica luz, sin el estorbo de todo aquello y con una perspectiva en la que se puede ver con claridad la entrada porticada que caracteriza el románico soriano. Recojo los bártulos y unos minutos después estoy nuevamente dentro del edredón de pluma recuperando temperatura y pensando en la ingente cantidad de monumentos, cascos históricos, plazas principales, monasterios, iglesias y catedrales que quedan afeados y estropeados por la desidia y la total falta de sensibilidad de muchas autoridades locales, que permiten el aparcamiento de vehículos, la instalación de carteles de grandes dimensiones -a veces indicando la inversión realizada en una restauración y que permanecerán incluso años después de terminada la misma-, etc.

No les pido a todos ellos ni siquiera sensibilidad para comprender hasta qué punto afean lo bello, simplemente que sean pragmáticos y comprendan que si quieren que los turistas visitemos sus pueblos, plazas, iglesias, monasterios y cascos históricos es necesario que estos se mantengan simplemente bien atendidos, acondicionados y "visibles".

¿Es tan difícil de comprender? Parece que sí a tenor de lo que nos encontramos por ahí.

20 de octubre de 2015

Color de sal

Nomadeo por carreteruchas del centro peninsular disfrutando de cañones, románico rural y pueblos monumentales cuando me sorprenden unas salinas de interior en medio de un amplio valle. Aquí no huele a mar, no hay gaviotas sobrevolando el paisaje ni yo serpenteo por la costa, pero la sal me rodea. Balsas de aguas someras se intercalan con otras petrificadas, y algunas superficies del suelo permanecen blancas, forradas de una capa de sal que las tapiza y camufla. Aquí, las huellas de un caminante quedaron como fosilizadas; allí, las piedras y cuantos objetos permanecen en el suelo se tapizaron por un caparazón como de hielo; más allá, los montones de sal se acumulan junto a la carretera y asemejan hielos de sucios glaciares agrietados, duros y crujientes bajo mis pies. Todo toma color de sal.












15 de octubre de 2015

Apocalipsis

Separo el ojo del ocular un momento, levanto la cabeza y veo repentinamente el mundo del revés. Es como si estuviera sumergido muchos metros en el mar mirando hacia arriba. Flotando, miro desde las profundidades cómo la superficie del agua se balancea amablemente, dibujando líneas alargadas, suaves y ondulantes.

Sujeto el trípode fuertemente por debajo de la rótula con la cámara montada y salgo disparado como por efecto de un resorte. Paso corriendo al lado de la furgoneta -donde mi familia espera paciente al abrigo del aire- y desaparezco tras una vieja construcción. Se me quedan mirando sorprendidos, preguntándose qué mosca me ha picado, y acto seguido Pablo arranca su cámara del asiento y abandona a toda prisa el vehículo protector sin saber aún qué me ha llamado tan poderosamente la atención, pero intuyendo que merecerá la pena al verme correr y cruzar la carretera como alma que lleva el diablo. Tras la vieja casa me ve corriendo de un lugar a otro buscando un ángulo mejor, una composición o un motivo que situar en primer plano; algo con lo que componer esa extraña superficie del mar vista desde las profundidades. Nos da tiempo a hacer apenas seis o siete fotografías antes de que las fluidas superficies desaparecen de la misma forma que llegaron.

¡Lástima de sitio! ¡Si lo llegamos a pillar con un buen primer plano con el que componer la escena...!