Nomadeo por carreteruchas del centro peninsular disfrutando de cañones, románico rural y pueblos monumentales cuando me sorprenden unas salinas de interior en medio de un amplio valle. Aquí no huele a mar, no hay gaviotas sobrevolando el paisaje ni yo serpenteo por la costa, pero la sal me rodea. Balsas de aguas someras se intercalan con otras petrificadas, y algunas superficies del suelo permanecen blancas, forradas de una capa de sal que las tapiza y camufla. Aquí, las huellas de un caminante quedaron como fosilizadas; allí, las piedras y cuantos objetos permanecen en el suelo se tapizaron por un caparazón como de hielo; más allá, los montones de sal se acumulan junto a la carretera y asemejan hielos de sucios glaciares agrietados, duros y crujientes bajo mis pies. Todo toma color de sal.
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