Vivir es un tránsito, un camino en donde todos somos nómadas. Que la travesía merezca la pena, depende de ti.

9 de agosto de 2017

Calor sofocante y moscas

Del precioso verde intenso de abril y marzo hace ya mucho tiempo que no queda ni rastro. El sofocante calor de finales de primavera y buena parte de lo que llevamos de verano, ha agostado la hierba de las pocas praderas castellanas que aguantan sitiadas por los infinitos campos de cereal, ya cosechados a estas alturas del verano. Es un buen momento para pensar en los carroñeros planeadores, que con las potentes térmicas que nacen de tan altas temperaturas se desplazan con facilidad sobre nuestros campos, a veces hasta enclaves muy alejados de sus lugares de nidificación, en el caso de los buitres y alimoches.

Como en otras ocasiones, el primero en llegar es un milano real (Milvus milvus), un ejemplar de plumaje clarito que, como siempre, se posa a prudencial distancia de la carroña, una joven cordera muerta el día anterior. Vigila los alrededores y, caminando, se deja caer hasta lo que queda de la res, pues durante la noche algún animal ha dado buena cuenta de parte del animal muerto (con seguridad algún perro o zorro). Nada más posarse sobre el cadáver una nube de moscas levanta el vuelo y revolotea alrededor del carroñero, posándose sobre su propio plumaje, lo que unido al extremo calor y a los tonos pardos y resecos del paisaje aportan una sensación de hastío y sofoco que reseca la boca.




Poco tiempo después veo a través de mi objetivo cómo la preciosa rapaz mira con insistencia hacia arriba, señal inequívoca de que otras aves sobrevuelan a poca altura la escena. Adopta una postura de defensa de lo que considera suyo, agachando la cabeza y desplegando su larga cola en abanico, mirando fija y amenazadoramente a otros milanos negros (Milvus migrans) que se posan en las cercanías. Más tarde, a la pandilla de matones se une un segundo milano real mucho más oscuro, pero que tampoco se atreve a disputarle la pitanza. La situación queda en tablas durante no muchos minutos: yo como, vosotros miráis cómo lo hago. Finalmente, todos los molestos agregados terminan por levantar el vuelo de nuevo y dejan tranquilo al primer valiente que se decidió a posarse sobre el suelo en busca del sustento. La recompensa es alta: hoy también comerá.

Durante casi una hora el comensal dará buena cuenta de tan sabroso almuerzo, sin que parezca distraerse en absoluto por la miríada de moscas que zumban a su alrededor, ya libre además del hostigamiento de otros milanos. Por mi parte, me satisfago de que el aire no sople en la dirección de mi hide y, envidioso, pico también de mi propia comida, alegrándome profundamente de estar menos "acompañado" que el milano. Durante el almuerzo del pirata disparo intermitentemente cortas ráfagas de tres o cuatro disparos, a las que no hace ni el más mínimo caso, mientras cruzo los dedos para que al fin baje a comer y tenga la decencia de posar para mí como es debido algún milano negro, especie que tengo mucho menos retratada que el real. Pero no es así. Y no lo hacen ni siquiera cuando el milano real, con el buche ya lleno de la mezcolanza de tejidos blandos y larvas de mosca que ha engullido, levanta el vuelo definitivamente para perderse sobre la llanura.








Han pasado varias horas desde que la carroña quedó olvidada en el prado mustio y amarillo, y cuando faltan tan solo quince minutos para la hora en la que he decidido que, como muy tarde, voy a levantarme del hide -pues me esperan obligaciones en no mucho rato- un desconfiado, y probablemente también lleno, buitre leonado (Gyps fulvus) se posa a más de sesenta metros de distancia de la carroña. ¡Será capu...! Como poniéndome a prueba, no se mueve del lugar durante un buen rato; tal es así, que media hora después -ya estoy fuera de plazo- tan solo habrá avanzado cuatro o cinco pasos hacia mi posición. Parece no tener hambre este elemento, y que no haya ningún congénere comiendo, o milanos sobre la oveja, hace que se torne realmente desconfiado. No tiene ninguna prisa. Estoy seguro de que se trata de uno de los buitres que ha estado rebañando durante tres días todo lo rebañable de una oveja muerta en un rebaño situado a unos tres o cuatro kilómetros de distancia de donde yo me encuentro. Cuarenta y cinco minutos después se anima por fin e inicia un lento pero decidido avance hacia donde yo me escondo. Aguanto sin disparar, mirando mi reloj a cada minuto, como si eso fuera a hacer que el tiempo dejara de correr en mi contra. Y no, no deja de correr. Y sí, confirmo que corre que se mata, ya lo creo que lo hace. Espero a poder encuadrar al desconfiado animal en formato vertical y, con el tiempo martilleándome en la cabeza, quito la ráfaga para no asustarlo según se acerca, disparando la cámara foto a foto. Se detiene a poco más de diez y seis o diez y siete metros y lo inmortalizo en un puñado de retratos de cuerpo entero. Mira los alrededores y espera un poco. Escucha los clics que salen de ese arbusto adosado a la encina y sigue esperando. No parece prestar atención a la apetitosa oveja tapizada de larvas y moscas y al cabo de unos minutos levanta el vuelo y se va. Así, sin más. Tan rápido como vino, desapareció.

Ahora sí, definitivamente se acabó la sesión. Me ha faltado un poquiiiiito para poder hacer un retrato sólo de medio cuerpo (las dos últimas imágenes son un recorte), pero de esta forma la próxima vez volverá a haber emoción. Al fin y al cabo, acaba de comenzar la mejor época para esperar a buitres y alimoches en las llanuras castellanas. Salud y "bon apetit".




28 de junio de 2017

Caza y biodiversidad

Con el transcurrir de la primavera y los primeros días del verano nuevas generaciones de seres vivos se lanzan al mundo con la más firme intención de sobrevivir en él. Parece fácil pero muchos no lo conseguirán. Garras, picos afilados y mandíbulas con muchos dientes harán presa en bastantes de ellos, también con el firme propósito de llenar sus estómagos para ver amanecer de nuevo. Pero además no solo deberán lidiar con implacables depredadores que estarán deseando alimentarse con su carne tierna en el peligroso periplo que les espera de ahora en adelante. Enfermedades, hambre o frío harán también de las suyas y, para colmo de males, no les quedará otra que cruzarse en más de una ocasión con nosotros, los hombres. Y viendo a este jovencito zorzal charlo (Turdus viscivorus) que con toda seguridad había abandonado el nido recientemente cuando tuvo la cortesía de posar para mí a mediados de mayo delante de un fondo de piornos en flor, no puedo por menos recordar alguno de los textos leídos en una web cinegética hablando de su caza. Se me ponen los pelos de punta. Uno de sus párrafos más significativos dice así respecto de los zorzales en general, puesto que meten a las diferentes especies en el mismo saco: "En sus desplazamientos diarios desde el dormidero al comedero y viceversa, han de atravesar dos o tres líneas de escopetas, lo que ha originado, a pesar de las dificultades que presenta su abate, un descenso en la densidad de tan preciados pájaros".

Si los propios cazadores reconocen ser la causa directa de la reducción de su población, da pavor pensar en las consecuencias directas que la caza -en general- tiene en materia de conservación de la biodiversidad debido a la inabarcable cantidad de animales silvestres de multitud de especies que deben morir cada año para diversión de una parte de la población. Así, se me viene a la mente el ejemplo de las 760.000 tórtolas europeas que el Ministerio de Agricultura, Alimentación y Medio Ambiente (MAGRAMA) estimó que se mataron legalmente en 2013, caso sangrante como pocos debido a la bestial reducción poblacional que sufre esta especie en los últimos tiempos y que la harían merecedora, muy por el contrario, de una férrea protección y su inclusión en el Catálogo de Especies Amenazadas como "vulnerable". Según también los datos oficiales que publica el Ministerio el balance global de los animales muertos de modo legal por causa directa de este "seudodeporte" durante el citado período de 2013 rondó los 21.600.000, aunque según otras fuentes extraoficiales esta cifra se queda realmente corta y podría alcanzar los 50.000.000 de animales, incluyendo los exterminados de manera ilegal y furtiva. Y esto sucede cada año en nuestro país; ¿os imagináis la cifra que resultaría si sumáramos los animales que son abatidos anualmente por divertimento en todo el planeta?, con seguridad nuestro cerebro no tendría capacidad para procesar su volumen.

Pero quedémonos en el Estado español. ¿Alguien puede entender semejante masacre de fauna silvestre teniendo en cuenta que es llevada a cabo por menos del 1,8 % de la población española?, en 2013 las licencias de caza en nuestro país no llegaron a las 850.000, ¿cómo se puede justificar éticamente algo así en pleno siglo XXI?, ¿por diversión? Difícil de explicar o defender, ¿no? Asociada a la caza legal nos encontramos en todo el territorio español con el oscuro mundo del furtivismo, muchísimo más extendido de lo que pudiera parecer y sobre todo en regiones montañosas, casi profesionalizado en ellas, donde llega a mover grandes recursos en pos de trofeos de lobo y grandes ungulados, y donde se cobra la vida de más de un oso. Para los cazadores legales el furtivo no es un cazador realmente, aunque cace y tenga la licencia; sin embargo, para el resto de la sociedad sí que lo es y, además, claramente. También nos encontramos con los miles de animales de taxones protegidos o no cinegéticos que mueren cada año, por error a veces, es cierto, pero también premeditadamente en demasiadas ocasiones por ser considerados dañinos para las especies cinegéticas (perdices y conejos, principalmente). Se calcula en base a datos oficiales de solicitudes de uso de métodos de trampeo que, por poner un ejemplo, solo en la provincia de Toledo se colocaron a lo largo de 2011 cerca de 15.000 lazos autorizados. ¿Extrapolamos esto al resto de España y añadimos los que se instalan de manera furtiva y sumamos, además, otros métodos de control de predadores como las cajas trampa? ¡Menos mal que son medidas de gestión "excepcionales", que si fueran habituales...!

¿Y qué podemos decir respecto del veneno, ligado también en demasiadas ocasiones a los cotos de caza?. Pues que se calcula que solo un porcentaje próximo al 10% de los casos es localizado por las autoridades competentes (en el mejor de los casos), lo que significa que si entre 1992 y 2013 se contabilizaron oficialmente 18.503 animales envenenados, la cifra en realidad se acercará o superará los 200.000 en ese mismo período de tiempo, muchos de ellos de especies protegidas por la Ley. Este envenenamiento, por mucho que una parte importante de los cazadores lo rechacen vehementemente y lo achaquen a furtivos u otras causas, está mayoritariamente ligado al sector cinegético -y, en menor medida al ganadero en su lucha ilegal contra el lobo-. Así parece demostrarlo el que casi el 80% de las sentencias condenatorias por este delito en nuestros tribunales hayan tenido lugar en casos vinculados con la gestión de los cotos, especialmente de caza menor.

Más cifras que nos ayuden a desenmascarar la falsa imagen "conservacionista" que el mundo de la caza en España pretende transmitir a la sociedad: en 2014 ingresaron heridos por disparos de cazadores más de 300 animales de especies no cinegéticas -o cinegéticas fuera de la época de caza- en centros de recuperación de fauna silvestre. De ellos, la friolera de 2/3 partes eran rapaces. Pero asusta, y mucho, pensar que esta cifra es solo la correspondiente a los animales que algunos ciudadanos responsables encuentran por pura casualidad heridos en el campo y los trasladan a un centro de recuperación. ¿Cuál será entonces el número real de animales tiroteados ilegalmente que siembran nuestros campos? Nuevamente la cifra se disparará exponencialmente a varios miles cada año. Pero por poner un ejemplo de especial gravedad ya que acarrea pena de cárcel, en las tres últimas décadas, 27 osos han sido encontrados muertos por disparos de cazadores. Casi a uno por año de media. Pero... ¿se habrán encontrado todos los que hayan quedado entre el matorral de nuestras montañas? Todos sabemos que no.

El número de animales muertos es, sin embargo, solo parte de la problemática que esta violenta actividad conlleva aparejada. Podríamos hablar largo y tendido, además, de los miles de toneladas de plomo altamente contaminante que se esparcen por nuestros montes y humedales anualmente, y que año tras año se siguen sumando a un total absolutamente ya incuantificable. También podríamos mencionar los propios peligros que para cualquier persona implica que miles de armas potencialmente mortales se paseen por nuestros campos en manos de gente a la que no se les exige una rigurosa cualificación para portarlas. Así lo demuestra la media de fallecidos por arma de fuego durante la práctica de la caza que nos ofrecen las estadísticas en España, y que es superior a los 20 muertos anuales, a los que habrá que sumar los centenares de heridos que se producen cada temporada. Se vuelve incuestionable la peligrosidad de esta actividad que afecta no solo a los propios cazadores sino, en muchos de los casos, al resto de usuarios de la naturaleza. Somos mayoría los que también nos preguntamos por qué no se aprueba por Ley la prohibición de ingerir alcohol para todo aquel que vaya a empuñar un arma de caza y por qué no se generalizan de una vez por todas rigurosos controles de alcoholemia a los practicantes de esta actividad de riesgo, para preservar así la integridad física de todos los usuarios del medio natural, incluida la de los propios cazadores -recordemos que varios miles de ellos, además, son menores de edad de entre 14 y 18 años (en España algo más de 13.000 niños tienen licencia de armas). Si a la sociedad le parece lógico hacerlo para alguien que tiene un volante entre las manos, ¿qué problema habría para quien sujeta un arma cargada?

E hilvanando con todo ello, también se podría plantear la sociedad española por qué casi el 80 % del territorio nacional es cinegético para disfrute de una minoría y no al revés. O por qué ese casi 1,8 % de cazadores condiciona el disfrute del medio natural al aproximadamente más del 60% de la población española que practica en él una actividad deportiva (según datos del Anuario de Estadísticas Deportivas del año 2015), o más si añadimos los usuarios no deportistas (trabajadores del campo, buscadores de setas, observadores de fauna, fotógrafos, ...). O nos podemos preguntar por qué frente a ese 80% de territorio cinegético solo contamos con un 30% de áreas con algún tipo de protección, en las que, además, por regla general también se puede cazar. O si vamos más allá aún, por qué no se limita por Ley el derecho a cazar exclusivamente en terrenos particulares, dejando excluido de aprovechamiento cinegético todo el suelo público nacional, lo que implicaría una sustancial mejora de las poblaciones silvestres como reservorio de ejemplares, y estaría mucho más acorde a los porcentajes de la población que desean usar el territorio para una u otra actividad, minimizando así la restricción que de facto se nos hace al 98,2 % de los españoles del derecho de libre tránsito por los terrenos públicos donde el 1,8 % restante está practicando la caza. Sumando aspectos negativos, también podríamos hablar de los aproximadamente 13.000 perros de caza (excluidas otras razas) que se calcula son abandonados cada año en España al concluir la temporada venatoria; o de las condiciones precarias en las que viven muchos de ellos, en especial las rehalas utilizadas en las monterías. Tampoco me olvidaré de la asombrosa cifra de cerca de 3.000 millones de € (sí, 3.000.000.000 €, no me he equivocado, no se me ha escapado un cero de más) que un expresidente de la Real Federación Española de Caza calculaba que movía el sector anualmente en dinero negro.

Más cosas. Compartimentación del territorio como consecuencia de la proliferación de vallados cinegéticos -vallados que en multitud de ocasiones están implicados en la afección directa al derecho de servidumbre de paso en vías pecuarias, caminos de dominio público y cauces fluviales de los ciudadanos, con la connivencia de las autoridades competentes que lo permiten-; sobrecarga ganadera en muchas fincas dedicadas a la caza mayor; introducción de animales exóticos como el faisán, el arruí, etc. y la hibridación en algunos casos con animales alóctonos como el ciervo centroeuropeo, la codorniz japonesa o la perdiz chukar y la subsiguiente transformación genética de las especies o variedades autóctonas, y de nuevo con la permisividad de las Administraciones que no hacen mucho por evitarlo; trastornos también en el ámbito genético debido a una selección negativa (desde el punto de vista de la evolución) en algunas especies en las que son abatidos los ejemplares más poderosos y capaces; la proliferación de epizootías como consecuencia de las densidades extremas en las que a menudo se gestionan las poblaciones de ungulados destinados a la caza intensiva; pérdida de diversidad biológica derivada de la presión que esas excesivas densidades de ungulados ejercen sobre la cubierta vegetal, por sobrecarga alimenticia, por compactación del suelo o por la propia competencia positiva que mantienen por el alimento con poblaciones de otras especies de menor tamaño y menores densidades, que se ven así desplazadas. Todas estas son solo algunas de las otras consecuencias indeseables que acompañan la actividad venatoria en nuestro país gestionada de modo intensivo. Pero aún hay más, no hemos acabado. ¿Qué podemos decir de los períodos hábiles de caza? pues que se alargan en la mayoría de las Comunidades Autónomas de manera aleatoria durante todo o casi todo el año, en especial en las fincas intensivas de caza menor y en las órdenes de media veda, con la presión que ello supone para todas las especies animales que comparten territorio, sean cazables o no. Mención aparte habría que acordarse de las autorizaciones de monterías y ganchos en período reproductor en masas forestales con colonias de buitre negro o nidos de otras grandes rapaces en peligro de extinción, o con presencia de osos, e incluso de osas con crías. O los kms de pistas forestales que se han abierto en nuestros montes para facilitar el movimiento de sus todoterreno. En fin, que se hacen las cosas muy mal y con conocimiento de causa.

Intentar convencer a una sociedad moderna de que la práctica cinegética es una herramienta de conservación de la biodiversidad o de gestión de las poblaciones silvestres en España ... ya no cuela a la vista de estos datos objetivos, reales y en muchos casos cuantificables, a lo que habría que añadir obviamente las graves repercusiones que su práctica provoca en el resto de la población, a nivel de tránsito, uso y disfrute del medio ambiente, así como de la propia seguridad de la integridad física de las personas. Y no lo hace desde hace ya mucho tiempo. Ni tampoco se sustenta la hipotética repercusión económica, habida cuenta del dinero negro que defrauda a las arcas del Estado y del enorme impacto negativo que tiene en otros sectores económicos mucho más relevantes vinculados al turismo y el ocio. Esos, en conjunto, representan los pilares fundamentales en los que el sector cinegético intenta basar su argumentario para contrarrestar el más que lógico alejamiento de la sociedad actual respecto de esta práctica recreativa. Pero no cuela, repito, y la sociedad es cada vez más consciente de que esta actividad cruel es la responsable directa de una descomunal pérdida de diversidad biológica, consentida además por la más que evidente dejación de la Administración, cuando no por su conchabeo con un lobby que se presenta poderoso, profundamente imbricado en la sociedad política y económica del país. Una prueba más que representativa de ello fue el lamentable proyecto presentado por la Federación de Caza Castellano-Leonesa y vergonzosamente subvencionado por la Junta de Castilla y León con dinero público para "enseñar" a niños de entre 7 y 12 años de edad en nuestros colegios públicos las bondades de la práctica cinegética, luchando, como los promotores decían, contra "la cultura del Bambi". Los calificativos más suaves que se me ocurren son los de patético, miserable y despreciable para describir el hecho de intentar manipular de este modo a nuestros niños. Un suceso que demuestra, en definitiva, la permeabilidad existente entre política y caza, por un lado, así como la consciencia que tiene el sector cinegético de la brutal desafección que siente una gran parte de la sociedad actual por su actividad, una sociedad que mayoritariamente sintoniza con un modelo conservacionista. Antes o después esta minoría debe afrontar la realidad de que una inmensa parte de la sociedad ya no admite matar seres vivos por negocio, y mucho menos aún por diversión. El sector cinegético debe asumir que la caza es simplemente una actividad económica más, además de lúdica en la que aquel que la practica se satisface y recrea en la acción de disparar y matar a otros seres vivos, se divierte con ello y disfruta, a pesar de todas las afecciones que supone para el medio ambiente y para el resto de los ciudadanos. Que argumenten sobre ello me parece correcto, son libres de hacerlo, pero que no nos la intenten vender como necesaria, y menos aún como "verde y conservacionista" porque eso es simplemente mentira. Si son necesarios los controles poblacionales de algunas especies silvestres, deberían ser específicamente los técnicos medioambientales de las distintas Administraciones los responsables de su ejecución. Eso es lo que una sociedad moderna demanda.

Este zorzal charlo quizás un día no pueda sortear las líneas de escopetas que le esperan agazapadas traicioneramente y caiga bajo una lluvia de postas en cualquier campiña española, las probabilidades son altas. Yo solo espero que no, que la vida le conceda el tiempo suficiente para aprender a sobrevivir en medio de tanto depredador humano y que si tiene que caer más pronto que tarde, lo haga bajo las garras de un halcón peregrino mejor que con una perdigonada en el cuerpo. Se cumplirá así el ciclo de la vida, y su muerte servirá para que otro ser llene su estómago y vea amanecer un día más, cumpliendo con las más básicas leyes de la naturaleza. Que así sea.


15 de junio de 2017

La montaraza

A veces me pregunto, en estos tiempos en los que la inmediatez de las redes sociales arrasan literalmente con la información pausada y reflexiva, qué futuro tienen los blogs como Cuaderno de un Nómada donde los visitantes se tienen que tomar su tiempo para leer párrafos de más de ciento cuarenta caracteres y ver imágenes que, ¡oh, horror!, no cambian a cada instante, ni quedan anticuadas a los cinco minutos. Son diarios personales que están ahí para ser leídos y vistos durante una eternidad, pudiendo siempre volver a ser releídos y vistos de nuevo como si de un milagro se tratara. ¿A quién le puede interesar eso ya?.  En ellos la información no se volatiliza a los pocos días, horas o minutos, engullidos por la avalancha de comunicaciones, irrelevantes en muchos de los casos, de las redes sociales. En estas, lo que ayer se dijo, hoy se ha olvidado; de lo que ahora es trendtopic, mañana nadie se acuerda. Y en medio de ese mundo absorbido por las redes sociales, los likes, los seguidores y los amigos desconocidos, donde la realidad es que no se existe si no estás en ellas, los blogs parecen subsistir a duras penas, alejados de los millones de selfies que cuentan a esos cientos o miles de amigos -sí, a esos mismos desconocidos- lo bien que lo pasas y lo bonita y perfecta que es tu vida, como en una descomunal feria de vanidades. Quiero pensar que será por algo, que será porque en medio de todo ese batiburrillo de redes (¡qué sustantivo más bien escogido, le va que ni al pelo!) que han atrapado a una sociedad que parece adorar la "memoria fugaz", el recuerdo de lo inmediato, o lo que es lo mismo la "desmemoria", el olvido instantáneo, la amnesia, siempre habrá algún nostálgico de aquellos tiempos lejanos de internet en los que un blog era el lugar de referencia en el que encontrar información, reflexiones, pensamientos o ideas, experiencias compartidas por alguien al que realmente ni conocías, ni era tu amigo, pero que esperaba altruístamente que te sirvieran para algo. Sin esperar likes ni solicitudes de amistad a cambio. Vivencias vividas, compartidas y además útiles.

¡Qué alejadas están estas reflexiones de los cantos y trinos que la primavera más efervescente nos regala en la sierras!, pensaréis. Sin embargo, en el interior del hide, entre la visita de una tarabilla y la de un escribano, tengo tiempo para pensar en cómo cambian los tiempos, en cómo lo que ayer era "tendencia" (¡qué moderno era, fue bloguero!) hoy es un viejo recuerdo del pasado. Yo sigo con mis elucubraciones -alguno dirá que !anda que no se aburre ese!- en los ratos muertos, porque durante el resto ... ¡uff, no hay tiempo ni para pensar!

Las tarabillas (Saxicola rubicola) me dan juego en la alta montaña y me salvan alguna que otra sesión fotográfica, quizás para compensar que los pechiazules este año nos han dado calabazas. Y es que estamos acostumbrados a ver a este familiar pajarillo cerca de nuestras ciudades y pueblos, en cunetas, eriales y lindes, subidos sobre la ramita ligera de un rosal silvestre, una zarzamora, un carrasco o cualquier otro arbusto de no mucha altura, vigilando y cazando a los insectos que se le pongan a tiro por los alrededores. Sin embargo, se trata de una especie muy adaptable y con una amplia distribución, lo que nos permite observarla ocupando un amplio espectro de ecosistemas desde el nivel del mar a la alta montaña. Junto a acentores, pechis, currucas o escribanos, en las laderas del Sistema Central no nos costará localizar y observar a este pequeñajo encaramado en la punta de un piorno o de una prominente piedra, a menudo cerca de arroyuelos y prados alpinos. Así, por mi parte, tras varias jornadas por las laderas medio amarillas de estas sierras abulenses voy ampliando mi archivo fotográfico sobre este pequeño miembro de la familia turdidae. Veo a los machos siempre vigilantes, peleándose entre ellos ocasionalmente. Me observan aproximándome sin prisas a sus posiciones, sin forzar la situación, mostrándose, en cualquier caso, mucho más conspicuos que las hembras, recatadas y tímidas. Los busco a ellos por sus contrastes y su llamativo pecho naranja, y ellos se dejan encontrar, lo que les agradezco sinceramente. Los fotografío una y otra vez sin descanso. Con mi trípode acuestas en aproximaciones necesariamente lentas a pecho descubierto, o desde el interior del hide, voy retratando a este duende que tanta simpatía recoge entre los naturalistas.

Son mis tarabillas de montaña, las que me acompañan allí arriba, las que me engatusan para que les dispare mis inofensivas ráfagas repetidamente, las que me seducen, las montaraces que ahora se vienen a mostrar en este anticuado diario lleno de nostalgia y naftalina, donde no se puede dejar un triste like, aunque sí una reflexión tranquila y pausada, y amplia si se quiere, tomándose su tiempo, incluso de más de ciento cuarenta caracteres.
















7 de junio de 2017

El montesino

A este escribano sí se le conoce por un nombre que hace honor a sus hábitos de vida, al revés de lo que sucedía con el hortelano, como vimos un par de entradas atrás. El escribano montesino (Emberiza cia) vive efectivamente, como su nombre refleja, en laderas montañosas de muchas cordilleras o áreas accidentadas de la Europa mediterránea y buena parte de Asia hasta el Himalaya, con vegetación arbustiva y zonas pedregosas o rocosas. Al menos es así durante el período reproductor, porque durante los fríos inviernos de nuestras montañas se suelen agrupar en bandos y descender a regiones inferiores de clima más suave, realizando en la Península Ibérica pequeños movimientos estacionales, por lo menos de tipo altitudinal.

Es para mi un ave familiar, que nos ha acompañado en multitud de ocasiones en nuestras correrías montañeras. Ahora lo espío, sin embargo, desde un escondite que me permite permanecer a escasos seis o siete metros de distancia sin que él varíe un ápice su comportamiento natural. Se posa generalmente unos instantes, inquieto y zascandil, yendo de un lado a otro, entre las rocas y los piornos, a menudo por el suelo o muy cerca de él, buscando comida. De vez en cuando se posa sobre alguna de mis piedras y se dedica a entonar sus cantos y reclamos, que si del hortelano decíamos que resultaba monótono pero agradable, del montesino tengo que reconocer que es por lo menos igual de monótono, si no más, pero bastante más insulso y foto de atractivo, repetitivo hasta el aburrimiento, con perdón para el pobre animal, que simplemente hace lo que puede. En cualquier caso, a las hembras les debe gustar lo suficiente como para que la especie tenga una tendencia poblacional estable, o incluso positiva. En fin, que aparte de bonito, este precioso bandido de antifaz negro, no podría competir con otras aves de cantos mucho más variados y melodiosos (desde nuestra perspectiva humana). Suelto mis ráfagas cuando el macho se sube a una de las perchas que le he preparado y se decide a cantar insistentemente. Yo disfruto con su cercanía y su presencia, al tiempo que la única jornada que le dedico va avanzando, como avanzan las nubes de tormenta que con el paso de las horas y el bochorno se van formando. Tal es así que la soleada mañana la arranqué con 200 ISO en la cámara y a última hora me veo obligado a subir a 400 y 640.

Intento disimular mi presencia mirando para otro lado cuando los primeros avisos de mi estómago me insisten de que hace ya muchas horas que desayuné, como si la cosa no fuera conmigo. Pero ante la perseverancia del molesto hueco que siento dentro de la barriga, decido recoger tranquilamente y plegar los bártulos, para ir a picar algo. La mañana ha estado bien, los kilómetros realizados antes del amanecer de este miércoles primaveral han sido provechosos, aunque solo haya podido retratar a una de las especies que viven por la zona. No importa, el resumen es mi propia satisfacción.








29 de mayo de 2017

La corta vida del cordero

Se posa nervioso el milano real (Milvus milvus) en el prado, aún verde a finales de marzo porque el rebaño todavía no ha entrado en él. Desconfiado, no sabe muy bien qué hacer. Duda de si acercarse al pequeño cordero que yace delante de él, o volver a levantar el vuelo. Se siente vulnerable aquí abajo, en tierra firme, mientras que volando la sensación de seguridad que siente debe ser total. Mira al cielo y observa a las siempre molestas e incordiantes cornejas negras que pasan por encima. Avanza unos pasos, pero no de forma directa; se me acerca primero al hide y espera. Yo, nervioso como él, disparo la cámara con mucha precaución y aseguro al menos algún retrato, disparo a disparo. No he puesto todavía la ráfaga, no quiero asustar a esta hermosura de rapaz que en estos momentos, quizás, esté necesitada más que nunca de alimentarse sin molestias, pues el grueso de sus efectivos se encuentran en estas fechas - a comienzos de primavera- inmersos en la migración a sus áreas de reproducción en el Centro y Norte de Europa. Espero a que se relaje, y yo también lo hago cuando compruebo que por fin posa sus afiladas garras sobre el cuerpo inerte y aún blando del escuálido cordero de apenas unos días. Desde mi posición puedo verle todavía el cordón umbilical, ahora reseco, teñido de verde por el spray que le aplica el pastor al poco de nacer, para evitar infecciones. El pobre cordero no tuvo suerte y solo va a servir para alimentar a este desconfiado animal. No echará nunca carreras, ni dará saltos y brincos con sus compañeros de rebaño.

Cuando finalmente clava el pico sobre la carne tierna del pequeño recental, el milano parece despreocuparse definitivamente de lo que le rodea y engulle con rapidez la carne y las vísceras del cadáver. Mira todavía hacia todas partes, sí, pero ahora  lo hace sin nerviosismo, solo como medida preventiva; la vida en la naturaleza es así, se puede perder en cualquier momento. Mira, arranca, engulle; vuelve a mirar, sigue rasgando carne y traga. Tira con fuerza, desgarrando pequeños trozos de un rojo intenso que ingiere ávidamente. No hay tiempo que perder, parece pensar.

Yo ahora también estoy tranquilo y sosegado. Me he programado en modo "has tenido suerte, tío, ahora ... a disfrutar", y meto la ráfaga a la cámara. Los disparos se suceden, las nubes van y vienen, y las últimas horas de la tarde ya están amortizadas. Doy rienda suelta a mi dedo (se me va a gastar la huella dactilar) sobre el botón disparador, procurando estar atento a no cortar las largas plumas de la cola y las alas de esta rapaz, que parecen no acabar nunca. El animal no parece inmutarse por el sonido que proviene de la encina donde yo me encuentro apretujado, y dedica más de una hora y media a saciarse. Tras ello, se aleja pausadamente unos metros de los restos, con el buche y el estómago llenos, se limpia el pico con las uñas de una de las garras, levanta el vuelo y se vuelve un ser etéreo y liviano, regresa a su elemento, el cielo, y lo pierdo.