Vivir es un tránsito, un camino en donde todos somos nómadas. Que la travesía merezca la pena, depende de ti.

30 de octubre de 2018

Nuestro camino (I)

Nuestro caminar por los valles de Nepal comienza bastante antes de aterrizar en el país. Meses de preparación, de decisiones sobre numerosas cuestiones, de selección del equipo a llevar, de investigación incluso, de no olvidarnos ni de los más mínimos pormenores hacen que vivamos el viaje desde mucho tiempo antes de comenzarlo. Como siempre hemos hecho, toda la escapada, logística e infraestructura la organizaremos nosotros mismos. No va a ver agencias intermediarias, no va a haber un guía de por medio que nos condicione decisiones, ni porteadores que carguen nuestro equipo, ni nadie que nos ayude en el país y en el que descargar alguna responsabilidad, por pequeña que sea. Esto supone un peso extra sobre nuestras espaldas, que deberán cargar no solo con el peso real de las mochilas, sino con el de un mayor compromiso personal; será, como siempre, un trabajo extra que nos exigirá tener suficiente información precisa y actualizada de cualquier aspecto relevante, y flexibilidad para adaptarnos a las circunstancias y situaciones que se nos presenten. Tendremos que tirar de nuestra experiencia para tomar cualquier decisión; si acertamos o nos equivocamos será nuestra entera responsabilidad. Será todo más complicado, sí, pero también más auténtico. Siempre hemos pensado que un país se conoce hablando con los paisanos, viajando como ellos viajan y yendo sin guías que te lleven y te traigan (y si algo te pueden contar -que sin duda será mucho, por supuesto-, seguro que está escrito en algún lugar, y también forma parte del placer de organizar el periplo el buscar esa información). Un viaje se vive avanzando por tu propio pie y desenredando sobre la marcha los problemas y los inconvenientes que surjan. Currándotelo tú, en definitiva. Porque en un verdadero Viaje, con mayúsculas, hay dos aspectos que para nosotros son fundamentales: por un lado, lo que ves o lo que haces en el lugar al que vas, y por el otro, el hecho en sí de viajar. Ambas cuestiones son para nosotros igual de fundamentales, y muchas veces pienso incluso que lo es más el propio viaje que lo que en él vemos o hacemos. De hecho a menudo he dicho que la montaña o la fauna, el lugar que vayamos a ver, o la actividad que vayamos a realizar no son en realidad sino la disculpa para salir de casa, pues el verdadero objetivo es peregrinar por la faz de la Tierra, nomadear por nuestro planeta.

Con este planteamiento aterrizamos el siete de septiembre en Kathmandú, semanas antes de que la temporada alta dé su pistoletazo de salida. Si nosotros hemos encontramos el barrio de Thamel aún con una relativa tranquilidad a primeros de este mes, los caminos hacia el Campo Base del Everest los vamos a ver prácticamente vacíos en las siguientes semanas, pues tradicionalmente en esas fechas aún colean los flecos del monzón -la temporada otoñal de trekkings en el Himalaya de Nepal no comienza hasta octubre, e incluye el mes de noviembre-. Por el contrario, en septiembre la cordillera se viste a diario de espesas nieblas y aún drena numerosas lluvias, a menudo suaves y en ocasiones intensas.

Pero además, a diferencia del grueso de montañeros y turistas (que no son lo mismo) que se dirigen al Everest, nosotros tenemos muy claro que no vamos a volar a Lukla. Nuestro objetivo es caminar desde Salleri, una población varios días a pie por debajo del conocido aeropuerto. Esta decisión, que a priori puede parecer secundaria, es crucial en el viaje y su planteamiento, pues condiciona diversos aspectos del mismo. Primero, porque alarga el número total de días necesarios para el conjunto del viaje, y no todo el mundo dispone de esos días extras. En segundo lugar, implica un mayor esfuerzo físico al sumar varios días de caminata con fuertes desniveles a un trekking ya de por sí bastante exigente. Por otro lado, mejora sustancialmente el proceso de adaptación a la altitud y a obtener una buena aclimatación a ella al salvar esos importantes desniveles durante un período de tiempo algo mayor, antes de dormir sobre los tres mil cuatrocientos de Namche Bazaar. En cuarto lugar, porque te olvidas de la climatología que pueda reinar en la cordillera y que imposibilita a menudo volar a -y sobre todo desde- Lukla. Esto representa un grave problema en numerosas ocasiones cuando el pequeño aeródromo deja de está operativo por las pertinaces nieblas que lo envuelven durante días y que lo vuelven extremadamente peligroso. En esos casos cunde primero el nerviosismo entre los occidentales que han concluido el trekking, y después la histeria cuando ven peligrar a su vez el vuelo de regreso a sus países de origen. Nosotros este problema no lo sufriremos yendo en jeep, y representa una ventaja y una tranquilidad que no tiene precio. En quinto y último lugar -y no por ello menos relevante cuando vamos los cuatro miembros de la familia- el viajar por tierra hasta Salleri implica un gran ahorro de dinero; no olvidemos que los treinta y cinco minutos de vuelo que hay entre Kathmandú y Lukla cuestan más o menos la mitad que el vuelo entre Madrid y Kathmandu. Si lo multiplicamos por cuatro pasajes de ida y vuelta ... ufff!!... da cosa pagarlo.

Aclaradas estas cuestiones, tomadas todas las decisiones definitivas con conocimiento de las implicaciones que acarrearán y con las mochilas preparadas, salimos de Kathmandu al amanecer de un 9 de septiembre de 2018 en un jeep rumbo a Salleri, por un itinerario que actualmente ya está asfaltado en casi su totalidad (¡¡¡menos mal!!!), y que aún así durará aproximadamente entre diez y doce agotadoras horas que nos dejarán molidos: ocho personas ocupando dos asientos pensados para seis no es el medio más confortable de recorrer estas carreteras llenas de curvas.


Tras dormir en el primer lodge de la ruta en el mismo Salleri, al día siguiente fotografiamos los primeros de los cientos de miles de pasos que daremos en los próximos veinte días, cargados por fin con nuestras mochilas y bajo un cielo desapacible.




Como ya esperábamos a comienzos de septiembre, estas primeras jornadas las disfrutaremos pasadas por agua. Ponchos y pantalones de agua serán dos elementos fundamentales del equipo en estas fechas. Pero no nos va a importar demasiado, estamos en Nepal, estamos en el Himalaya, caminando por sus inmensos valles, atravesando sus frondosos bosques y hemos iniciado por fin nuestra larga aproximación a las faldas de varias de las montañas más altas del planeta. Comenzaremos por los bosques tropicales y acabaremos pisando glaciares. Estamos simplemente felices. Y la lluvia forma parte de este paisaje.

En esta primera jornada de la ruta se recorren antiguos senderos que cruzan y cortan en varios puntos el trazado de la que será la futura carretera asfaltada a Lukla. De hecho, hasta Rigmo se sube cómodamente y durante gran parte del tiempo por la pista, ahora embarrada y enfangada tras el paso reciente del monzón, que parece haber paralizado por completo los trabajos de las retroescavadoras.



Pero no importa, el lugar y el ambiente nos asombran igual. Vamos viendo poblados, monasterios, casitas humildes, muros mani, banderas de oración y unos bosques y unos valles simplemente impresionantes, verdes, húmedos, cargados de helechos hepífitos, de grandes árboles y numerosos pájaros.









Durante las primeras jornadas recorremos una región que no hace demasiados años estuvo controlada por la guerrilla maoísta, y de cuyo recuerdo aún vemos algunas pintadas. Llegó a contar con varias decenas de miles de guerrilleros, de los cuales casi la mitad eran mujeres, y durante diez años -de 1996 a 2006 - controlaron gran parte de las zonas rurales del país, especialmente en el Sur. Se calcula que murieron en aquel conflicto armado unas 15.000 personas, la mayor parte de ellas a manos del ejército gubernamental, que como sucede a menudo, reprimió a la población con extrema dureza. En estas montañas la guerrilla nunca fue violenta con los turistas, a los que simplemente cobraban un impuesto revolucionario que les ayudaba a financiarse. El pago del mismo permitía al extranjero seguir con el trekking o la expedición. Si no se pagaba dicho impuesto se le impedía el paso y se le obligaba a dar media vuelta y regresar por donde había venido. Este impuesto al principio era de unas mil rupias (menos de ocho euros al cambio actual) para después subir a cinco mil (unos treinta y ocho euros). No eran más que campesinos organizados militarmente para echar del poder a una oligarquía autoritaria, corrupta y feudal, para acabar con el sistema de castas sociales y las desigualdades económicas, armados en sus comienzos con viejas y obsoletas armas de fuego. Entregaban al turista incluso un recibo por el pago del impuesto revolucionario, y que servía a su vez de salvoconducto para el resto del trekking, puesto que si era necesario se mostraba a otros guerrilleros que ya no le reclamaban pagarlo de nuevo. En fin, se me hace difícil imaginarme una situación de revolución armada en un país en donde la bondad de sus gentes es proverbial. Pienso en todo esto cada vez que pasamos junto la hoz y el martillo pintados en alguna de sus casuchas de madera o adobe.



Las jornadas se suceden y las aldeas van pasando. Nos vamos adaptando al peso de las mochilas, a los escalones de piedra de los caminos y a nuestros ritmos. Subimos a lo alto de los valles para bajar después a lo más profundo de sus gargantas y se van sumando los primeros miles de metros de desnivel positivo y negativo. Cruzamos los primeros puentes. Cuando no llueve y se deshilachan las nubes disfrutamos de los colores saturados por la humedad, de algo de paisaje y del propio placer de caminar. Las sanguijuelas son aquí una constante. Caen de las ramas de los árboles cuando llueve o se te suben encima cuando caminas o te paras, cuando apoyas la mochila sobre una piedra para descansar, o cuando rozas la vegetación con el cuerpo. Estamos atentos a ellas y nos quitamos varias cuando las descubrimos sobre la ropa, reptando por ella en busca de un trocito de piel; o cuando ya lo han encontrado y nos dejan un minúsculo circulito sangrante.












Las tres primeras jornadas nos llevan primero a Rigmo (lugar en el que nos juntamos con la histórica ruta procedente de Jiri, que usaron durante décadas todas las expedientes al Everest), de aquí a Jubhing y luego a Puiyan. Hasta ahora no nos hemos encontrado más que con un pequeño puñado de extranjeros; apenas una familia alemana, un chaval que viaja solo y dos chicos que van ya de bajada. Nada más. Eso es todo. No vemos turistas como nosotros, solo paisanos de la región. Hay niños en las puertas de las casas o en algunas escuelas. Los porteadores aún no los vemos cargando con petates occidentales correspondientes a las innumerables agencias de trekking, sino con sus cestos tradicionales acarreando productos locales. Los lodges que encontramos y que utilizamos para comer o dormir están vacíos y menos acondicionados que los que encontraremos más arriba. A uno de sus propietarios incluso le tenemos que hacer nosotros mismos la cuenta antes de marcharnos porque no sabe ni leer, ni escribir, ni usar la calculadora. En definitiva, caminamos por un Nepal más auténtico, menos transformado por el turismo, más real, donde aún la mayor parte de la población sigue viviendo de lo que le da la tierra.






Todo esto cambiará cuando en la jornada del cuarto día alcancemos el cruce de caminos entre Lukla-Namche Bazaar-Salleri/Jiri, y entremos de lleno en la ruta que utilizan los que han volado en avioneta. Nos alegramos enormemente de haber iniciado nuestro trekking varias semanas antes de que comience la temporada oficial, pues aunque notamos un aumento sustancial en el número de occidentales que vemos, aún seguirán siendo muy pocos y no tendrá nada que ver con la masificación que se sufre en plena temporada.


Y nos alegramos mucho más aún de haber optado por la opción del jeep a Salleri en vez del vuelo en avioneta cuando nos vamos cruzando con los primeros occidentales que regresan hacia Lukla tras su trekking y todos, sistemáticamente, nos van preguntando con caras serias si nosotros hemos volado al pequeño aeródromo. Cuando les decimos que no, que venimos andando desde Salleri, pierden interés en la conversación y se despiden. Nosotros los vemos marchar con la inquietud y la preocupación dibujadas en sus caras y nos reafirma en la idea de haber acertado plenamente al escoger la opción de una aproximación por carretera.

Continuamos subiendo escalones hacia el cielo, cruzando puentes sobre aguas blancas y rugientes, dejando atras pequeñas aldeas y sobrepasando sus piedras y muros mani. En esta cuarta jornada nosotros alcanzaremos Phakding, ya en el camino habitual para quienes han volado a Lukla, y desde donde se afronta la subida final a Namche Bazaar, primer objetivo en todo trekking al Everest, capital del pueblo sherpa.
















Entramos por fin en el Parque Nacional de Sagarmatha, empezamos a ver otros grupos de montañeros y ahora sí, sentimos que sí somos nosotros los que damos pasos hacia el Everest, presentimos que ya nada nos puede detener, y menos aún la lluvia o las sanguijuelas. A partir de ahora percibimos que se acerca la alta montaña con sus cielos más despejados. Atrás han quedado ya algo más de medio centenar de kilómetros atravesando bosques y terrazas cultivadas, de toboganes ladera arriba y abajo, de escalones infinitos que nunca acaban; cuatro mil metros de subidas acumuladas y otros tantos de descensos. Todo se va sumando en nuestras piernas y en nuestros recuerdos.

A estas alturas del camino ya conocemos nuestro ritmo.



24 de octubre de 2018

La vida real

Caminamos por los senderos del Himalaya y paseamos por sus aldeas bajo la apabullante presencia de sus montañas, afiladas como cuchillos, inmensas y vertiginosas. Pero a su sombra la vida cotidiana discurre sin descanso, dura y frágil al mismo tiempo, rigurosa y hermosa por igual. Las gentes que nos cruzamos luchan cada día por "ganarse la vida", expresión muy occidental pero que aquí cobra verdadero sentido.

Dejamos paso a un grupo de ocho o diez hombres jóvenes seguidos de otros más mayores y algunas mujeres. Suben por las curvas cerradas del camino en medio del bosque húmedo, envuelto en nieblas, lleno de sanguijuelas que te caen de las ramas de los árboles con la lluvia fina. Los primeros transportan a hombros el cadáver de algún familiar o de un vecino, sobre una camilla improvisada con palos largos; se turnarán sin duda. Todo el cortejo sube por el tremendamente empinado vericueto en el más profundo de los silencios. El fallecido va amortajado y atado para no caer en algún traspié; y cubierto por un plástico transparente para que la lluvia no lo acabe empapando. Escalón a escalón ganan altura en la ladera, a base de fuerza y esfuerzos, intentando no tropezar y caer. Suben y se pierden de vista en el interior del bosque, que lo engulle todo: aldeas, montañas, voces,... Nosotros seguimos descendiendo enmudecidos por la escena. Comprendemos de un plumazo lo que significa verdaderamente vivir aislados, lejos de cualquier medio de comunicación motorizado.

Nosotros buscamos esto conscientemente cuando viajamos a un país como Nepal, alejarnos de nuestra vida cómoda y sencilla, en donde todo lo tenemos al alcance de la mano. Como buenos turistas, llegamos a estos valles con nuestras cámaras colgadas del cuello, con nuestro dinero y nuestros equipos de montaña en busca de la autenticidad de la cordillera más grande del planeta, de su esencia, de su vida, de su alma. De su aliento. Y cuando lo encontramos nos volvemos conscientes de la superficialidad de nuestras existencias, de nuestros egoísmos y ... de la suerte que tenemos por haber nacido donde lo hemos hecho. Porque aquí convives con la crudeza de sus vidas cotidianas cuando ves a los porteadores reventados por el peso que cargan en sus espaldas, doblados a veces en ángulo recto mientras caminan aplastados. Cuando vez a las mujeres horas eternas preparando con sus manos "tortas" redondas con los excrementos de los yaks para usar después como combustible, una vez secos. Cuando ves a los críos caminando bajo la lluvia durante ni se sabe cuánto tiempo para ir a la escuela. Cuando ves que algunos de estos mocosos ni siquiera van a ella porque tienen que cuidar de sus hermanos, aún más chicos todavía. Cuando ves que a pesar de no tener nada su devoción les incita a mantener pulcros chortens, stupas, templos y muros mani. Cuando los ves recogiendo sus exiguas cosechas de maíz o patatas, o peleándose con sus recuas de mulas o yaks para transportar los productos que nosotros, los turistas, vamos a necesitar en los lodges. Nos damos cuenta de su crudeza y de su aislamiento cuando vemos los enormes puentes colgantes que posibilitan las comunicaciones entre valles y aldeas, siempre andando, solo caminando. Aquí no hay carreteras, no hay ambulancias, no hay evacuación rápida posible. Ante una enfermedad o un accidente ... solo tienen el camino, porque el helicóptero será para muchos una opción fuera de su alcance, inimaginable. Y el camino pueden llegar a ser de varios días hasta alcanzar el jeep más cercano.

Así es la vida diaria que observas alrededor tuyo cuando recorres los caminos del Himalaya. Aunque no quieras verla, aunque solo desees contemplar montañas y paisajes, la ves, la tienes delante; ves la vida real, la de verdad, a veces cruel y siempre dura, porque es la que flota en estos valles alrededor nuestro, occidentales afortunados, siempre envueltos en nuestras burbujas de turistas de paso.

Verás esa vida dura más allá, incluso, de sus eternas sonrisas.





















16 de octubre de 2018

La montaña y el hombre

O el hombre y la montaña, porque no sé cual de los dos está más presente en la esencia del Himalaya, si las propias montañas y sus nieves perpetuas, sus alturas y sus rincones inhóspitos e inexplorados, o si sus gentes, con sus creencias y sus dioses, sus quehaceres y su presencia constante. Y es que caminas por valles de dimensiones salvajes y encuentras trazas humanas allí donde mires. Un yakero que evoluciona por lo alto de una ladera imposible tras un yak rebelde que ha decidido asilvestrarse. Los ojos de Buda en un chorten, que observan desde un altozano hacia los cuatro puntos cardinales. Los muros mani que nos anuncian que entramos en una aldea o salimos de otra. Una choza junto a una pradera alpina y sus corrales de piedras mal colocadas que nos recuerdan que alguien pace su ganado en estas minúsculas llanuras alpinas. Los banderines de oración que ondean a los cuatro vientos en hileras de colores escrupulosamente colocados, azul, blanco, rojo, verde y amarillo, proclamando sus mantras tibetanos o sánscritos. Un camino empedrado con infinitos peldaños que suben sin clemencia hasta el cielo o más allá, o que bajan con la misma falta de misericordia a lo más profundo de una garganta cortada de un hachazo en las más grandes de las montañas del planeta, junto a un rugiente río, donde un puente suspendido en el vacío nos permite cruzar a salvo sus aguas blancas y salvajes ... O las voces que resuenan en lo más profundo de un bosque tropical envuelto en nieblas y lluvias suaves, silencioso y misterioso, y que delatan la presencia de algún arriero azuzando a sus acémilas para que, en hileras eternas, no paren de caminar con sus cargas a cuestas.

Puentes, banderines de oración, estupas, chortens, muros o piedras mani, aldeas,... los caminos de Himalaya nos acogen con la hospitalidad que ofrece su humanización, muy a pesar de sus dimensiones descomunales y aparentemente implacables, y nos abrazan con el calor de la gente y de su presencia. No se puede realizar un viaje por estas montañas y obviar que en parte han sido transformadas por la acción del hombre, y que allí donde nosotros, pobres occidentales, vemos unos collados inhóspitos e infranqueables, ellos ven su tierra cotidiana; que donde nosotros vemos una hora de ruta, ellos ven el camino al cole; que donde nosotros vemos una naturaleza salvaje e inalterada, ellos ven sus recursos vitales; que donde nosotros vemos simple belleza, ellos ven mucho más allá de ella, ven espiritualidad; que donde nosotros vemos, en definitiva, regiones exóticas ellos ven lo que en realidad es su hogar.