Vivir es un tránsito, un camino en donde todos somos nómadas. Que la travesía merezca la pena, depende de ti.

29 de noviembre de 2018

Nuestro camino (y IV)

Cuando salimos para el Gokyo Ri está clareando muy suavemente un nuevo día, un amanecer rosado inolvidable sobre la pared sur del Cho Oyu, que se torna rápidamente fría y azul. No amenaza ni la más pequeña nube en todo el horizonte; tenemos toda la ascensión para nosotros y el puñado de montañeros que nos hemos dado cita este veinticinco de septiembre en el increíble rincón en donde se asientan los lodges de Gokyo, junto a la morrena del que es considerado el mayor glaciar del Himalaya, el Ngozumpa. Antes de que el sol comience a calentar valles y montañas, la pared helada y vertical del flanco sur del Cho Oyu parece estar formada por merengues de nata. Por ella transcurre la bestial ruta de Denis Urubko, derecha hasta la misma cima; imposible pareciera para cualquier mortal, pero no para él que supo ver en aquella línea un camino hecho poesía hacia las alturas. ¿Qué mejor manera de completar sus catorce ochomiles?



Tal es la atracción que el Cho Oyu y su enorme glaciar de Ngozumpa ejercen en los turistas que subimos a lo alto del Gokyo Ri, que todos nos olvidamos de admirar la presencia inigualable de la que en realidad es la décimo quinta cumbre más alta del planeta; sí, aquella cima prácticamente desconocida que sigue a los catorce grandes y en la que nadie piensa. Los cuarenta y ocho ridículos metros que le faltan para alcanzar la mítica barrera de los ocho mil, han relegado a un injusto segundo plano al enorme Gyachung Kang, que nos otea desde la cabecera del glaciar en el extremo de una larga arista de diez kilómetros de longitud, que la une y la separa eternamente del propio Cho Oyu (arista que, dicho sea de paso, cuenta con otros sietemiles). La silueta del Gyachung Kang es completamente desconocida para el conjunto de montañeros de todo el mundo, pero solo porque cuarenta y ocho metros menos de altura la han relegado inmerecidamente al ostracismo y al olvido.


Y tras las crestas, a veintitrés kilómetros de distancia a vuelo de quebrantahuesos o chova piquigualda, la mole maciza y rotunda de Sagarmatha asoma por encima de todas las demás montañas como queriéndose despedir de nosotros, mostrándonos su inabarcable vertiente norte y la brutal pared oeste. ¡Tan lejos y tan cerca!


Bajo su atenta mirada iniciamos algo más que el descenso del Gokyo Ri, emprendemos aquí arriba el regreso definitivo hacia los bosques verdes y los valles humanizados, hacia los pueblos y aldeas inferiores y hacia el propio Kathmandu, aún tan, tan lejano. Una vez hemos descendido al lodge donde nos hemos hospedado anoche, y después de recoger nuestras mochilas, continuamos valle abajo rememorando todo lo visto hasta ahora. Por
delante tenemos cinco jornadas largas e intensas, hasta llegar a la aldea de Phaplu -a un kilómetro escaso de Salleri-, en donde buscaremos finalmente un jeep para regresar a la capital. Hoy dormiremos en la pequeña aldea de Dhole, y en las siguientes jornadas haremos lo propio en Monjo, Puiyan, Nunthala y el ya mencionado Phaplu.




En nuestra segunda jornada de descenso el paisaje ya ha cambiado radicalmente y pasamos de un ecosistema alpino a un denso bosque de coníferas. Bajamos descubriendo nuevos paisajes y nuevas perspectivas, por senderos cómodos y sencillos de caminar, pisando tierra en vez de piedras, disfrutando enormemente del hecho en sí de caminar, de dar un paso delante del otro mientras las miradas vagan por laderas y recodos, sin tener que estar pendientes de tropezar con piedras o escalones.

Como no podía ser de otra forma, notamos un considerable aumento de turistas, a los cuales vemos avanzar lentamente en sentido contrario al nuestro; ellos suben hacia la montaña mientras que nosotros vamos de vuelta a valles y llanuras, y lo hacemos, además, rápido, a un ritmo constante y veloz, intentando quemar alguna etapa, yendo siempre a dormir a "un pueblo más allá" si se puede.





El aumento de extranjeros se hace mucho más patente aún cuando alcanzamos Namche Bazaar, en donde paramos un rato a descansar y piratear el wifi de una bakery. Namche está ahora repleto de gente y no tiene mucho que ver con el Namche tranquilo y agradable que nosotros conocimos a la subida. Aún así, seguro que dentro de unas semanas -en octubre- lo estará más todavía, cuando comience de verdad la temporada alta para las agencias. Vemos grupos numerosos de porteadores descargar sus grandes petates delante de los hospedajes, mientras que las tropas de turistas cotillean en las tiendas de souvenirs y de venta o alquilar de material de montaña; una pobre señora con una importante obesidad mórbida avanza por la calle central montada sobre un caballo recibiendo todas las miradas de la gente; los tenderos esperan al turista a las puertas de sus negocios; ... El trasiego de personas de un lado a otro es inevitable. Notamos esta diferencia de ambiente especialmente en el barullo que rodea la caseta de policía donde, a la entrada, se paga el permiso de trekking, y donde a la salida el turista se inscribe para que quede así constancia de la conclusión del trek sin percances. Si cuando nosotros subimos no había nadie más, ahora, a la bajada, el jaleo aquí es enorme, con corrillos de turistas, con guías que intentan colarse con un fajo de pasaportes en la mano, unos porteadores esperando, otros pasando de largo sin detenerse, gente riendo, llegando, saliendo, descansando, ... Tras media hora esperando nuestro turno en el puesto de la policía, reanudamos por fin el descenso, proseguimos nuestro retorno con la mente puesta solo en avanzar.





Nos alejamos de Namche escopetados, agobiados de la muchedumbre; hordas que, sin embargo, reconocemos son el sostén económico de infinidad de familias nepalesas. Pero somos unos cicateros interesados y no nos gustan las aglomeraciones, queremos avariciosamente los paisajes para nosotros solos. Nos cruzamos con una retahíla inagotable de grupos de trekkineros que suben, muy ligeros, con pequeñas mochilas en sus espaldas, acompañados de porteadores aplastados bajo dos petates enormes; guiris a los que el guía les lleva hasta la cámara fotográfica; una chica asiática que viaja sola con su guía-porteador y que cuando necesita algo de la mochila se lo pide y es el guía-porteador el que lo busca dentro de ella; gente caminando con abrigos de ciudad de colores chillones, guantes, sombrero y mascarilla cuando todos vamos de manga corta; ... en fin, que cuando hay tanta gente, se acaba viendo de todo, y comprendemos que, no solo es inevitable, sino que además cada uno es muy libre de viajar como quiera. Pero como somos así de egoístas no vemos el momento de alcanzar el cruce del camino que se desvía para Jiri y Salleri, y dejar atrás por fin la ruta que viene de Lukla, atestada de gente de lo más variopinta. Cuando lo logramos, cuando dejamos por fin a nuestras espaldas el masificado camino que desciende de su aeropuerto, volvemos a concentrarnos en el camino y el paisaje, en sus piedras pintadas, en los muros mani, en los chortens, en sus gentes y sus aldeas. ¡Qué acierto esquivar Lukla! Volvemos a estar solos, nosotros y algunos otros mochileros que, como curiosidad, mayoritariamente viajan también por libre y cargan su propio equipo.



Reaparecen las aldeas donde sus pobladores viven de un modo tradicional, sin dependencia del extranjero. Cultivan, cosechan, crían ganado, ... vemos vendedores ambulantes pesando productos y negociando con paisanos del lugar. Vemos una vida cotidiana, rural, indiferente al turista extranjero. Sentimos que volvemos a un Nepal más auténtico, al que vive en gran medida ajeno a nosotros. Los pueblos vuelven a estar llenos de niños, de gallinas y pollitos, de gente a lo suyo. Incluso gran parte de los restaurantes y tiendas que encontramos a los lados del camino no tienen las comodidades que demandamos los turistas, son más humildes y austeros, a veces oscuros y minúsculos, porque no están pensados para nosotros, sino para porteadores, arrieros y viajeros nepalíes. Multitud de recuas de mulas suben cargadas en dirección Namche. Muchísimas más que las que viéramos cuando andábamos estos mismos caminos en sentido contrario. Suben con cargas para abastecer lodges, restaurantes y tiendas más allá de Lukla y Namche.







No se nos habían olvidado estas sendas y estos paisajes, los bosques tropicales, sus pájaros, sus sonidos, sus caminos con escalones interminables, sus laderas compartimentadas en bancales con pequeñas plantaciones de maíz, en estas fechas ya recogido. Nos reencontramos con ellos, con los senderos que a la subida estaban embarrados e infestados de sanguijuelas. Ahora, sin embargo, vemos más allá de las nieblas y las lluvias que nos acompañaron a la subida. Sobre las pendientes se deshilachan las brumas que antaño lo ocultaban todo, y vemos más montañas y más bosques, y muchas más aldeas, colgadas sobre los valles, estas sí que ajenas completamente al turista que por allí nunca pasará.



Las avionetas y los helicópteros retumban en medio de las nubes, aparecen de entre sus huecos y claros y se desvanecen de nuevo dentro de ellas. Pensamos en lo sencillo que resulta tener un accidente aéreo cuando continuamente se vuela en estas condiciones climatológicas. Parece una lotería, pero hay que quitarse el sombrero cuando se para uno a pensar en la habilidad y experiencia de esos pilotos que vuelan reiteradamente en estas circunstancias transportando a los turistas y a los nepaleses pudientes. Hasta veinticinco vuelos diarios aterrizan en el pequeño y peligroso aeropuerto de Lukla en temporada alta si las condiciones son favorables. El minúsculo avión en el centro de la foto así nos lo recuerda.

Mañana será nuestro último día de caminata, se convertirá en nuestra venteaba jornada descubriendo un rincón del Himalaya que los hombres lo hemos vuelto famoso porque en él respira la montaña más alta del planeta, la que es única. Dejaremos atrás los duros caminos que faldean por interminables terraplenes tapizados de espesuras impenetrables, subiendo y bajando centenares de metros de desnivel, a veces incluso muchos más de mil. Veremos las últimas sanguijuelas, las últimas recuas de acémilas, los últimos búfalos para el trabajo en el bancal, los últimos perros sin dueño que nos sigan por el camino. Veremos las últimas brumas.










Y como todo lo que tiene un principio, este viaje tiene también un final. Hemos empezado nuestro retorno a la gran urbe hace apenas cinco días con el magnífico panorama de la sexta montaña más alta del planeta y la cohorte de cimas que la acompañan -incluido el propio Everest-, y lo concluimos en medio de campos cultivados, miles de metros de desnivel por debajo. Lo iniciamos rodeados del blanco inmaculado de los glaciares perpetuos y lo rematamos envueltos por el verde intenso de la vegetación más frondosa. Y sin embargo, entre un sitio y otro no hay más que esos cinco días de caminata. Cinco días que parecen una eternidad entre dos mundos completamente diferentes, como en dos existencias distintas, como si hubiéramos vivido dos vidas opuestas. Termina así una parte importante de nuestro viaje al país del Himalaya, al país de las nieves eternas, un viaje que ha sido sobre todo interior, y que ya se ha convertido, sin duda, en el comienzo del siguiente.

23 de noviembre de 2018

Nuestro camino (III)

La mañana vuelve a estar pletórica, con un cielo azul impoluto. Hoy vamos a tomárnoslo con calma, no hay prisa, no va a haber que cargar con pesadas mochilas y no hay que darse ninguna paliza. Vamos a aclimatar en las laderas del Nangkar Tshang, cumbre rocosa de cinco mil quinientos diez y seis metros (según nuestro mapa), que domina Dingboche a vista de pájaro y que representa un magnífico mirador sobre las montañas que nos rodean. El día está espléndido y estar rodeado de este ambiente rotundamente alpino nos embriaga. Eufóricos, partimos sin pisar el acelerador por una cuerda empinada sembrada de banderines. Sobrepasaremos por primera vez en el trekking los cinco mil metros, hasta una altura un tanto imprecisa, de aproximadamente cinco mil cien. La verdadera cumbre del Nangkar Tshang queda al final de una arista rocosa demasiado abrupta, por lo que nunca se sube a ella. Subiremos, pues, despacio, buscando mejorar nuestra adaptación a la altitud.

Abajo queda cada vez más pequeñito el grupo de casas, lodges y parcelas cultivadas del pueblo. Ganamos altura bajo la atenta mirada de un magnífico elenco de cumbres: el Kantenga, Lothse, Tanserkhu, la maciza mole del Makalu, el afilado Ama Dablam sobre su lago arriñonado, el Taboche, Cholatse, ... El día no puede ser más perfecto, estando los cuatro juntos en este maravilloso mirador. Nos hubiera gustado permanecer aquí todo el día viendo pasar el tiempo y las nubes.









Enamorados del lugar, descendemos muy a nuestro pesar de las laderas del Nangkar Tshang y continuamos -tras quedarnos a dormir en Dingboche una segunda noche- con nuestra aproximación a Gorakshep, a donde llegaremos en otras dos etapas más, haciendo una noche intermedia en Lobuche. Si Dingboche ha sido de los lugares que más nos han gustado de todo el recorrido, sin lugar a dudas, Lobuche se lleva el honor de ser el peor de todos; tal es así que unos días más tarde, durante nuestro descenso, preferiremos bajar a dormir a Dhugla y perder doscientos metros de desnivel en dirección al Cho La Pass, antes que quedarnos a hacerlo aquí. Sea como fuere, los paisajes hasta llegar al pie del Everest no pueden ser más espléndidos. Caminamos boquiabiertos, alucinando a cada paso. Se siguen sumando cumbres, como el increíble Arakam Tse o el mismo Lobuche que da nombre al pueblo homónimo. Estamos rodeados de seismiles por los cuatro costados, a cual más grandioso, vertical y afilado. ¡Qué lejos han quedado los días de lluvia atravesando bosques subtropicales, con cielos nublados, subiendo y bajando caminos de escalones interminables! Estamos en la alta montaña, con un paisaje alpino verdaderamente hermoso, inmersos en espacios inmensos; rodeados de glaciares y crestas, de montañas míticas, históricas. Se me acaban los adjetivos para describir lo que se siente cuando se está rodeado de estos paisajes.






Nos sentimos pequeños bajo estas moles de roca y hielo. Seres insignificantes, minúsculos, capaces de dar la vida por mirar el mundo desde sus alturas, lo que nos recuerda el lado doloroso de la pasión por las montañas. El Memorial así nos recuerda lo rigurosa que puede llegar a ser la montaña, con demasiados nombres grabados en las piedras, nombres de famosos, unos, y nombres de desconocidos, otros; todos ellos apasionados por el alpinismo que nunca regresaron con sus familias y amigos.

Alcanzar Gorakshep es aterrizar en un rincón inhóspito del Himalaya donde sólo un puñado de especies animales han hecho de él su hogar. Chovas, acentores alpinos, perdigallos tibetanos, pinzones montamos de brant, camachuelos estriados o picas son algunos de los pocos animales que se pueden observar en estos parajes. Allí no hay pueblo, ni familias, ni niños, sino simplemente un grupo de lodges abiertos en temporada de trekking. A más de cinco mil metros no puede haber pueblos, no hay nada de lo que vivir. El glaciar del Khumbu se desliza valle abajo durante más de diez y seis kilómetros desde el Valle del Silencio y el Collado Sur, a los que no vemos, pero sentimos muy cerca. Nos quedaremos absortos mirándolo durante mucho tiempo, intentando comprender su esencia desde nuestra insignificante perspectiva. Su kilómetro amplio de anchura se nos escapa. Los sonidos casi telúricos de sus hielos rompiéndose y las piedras que ruedan continuamente por sus llambrías de hielo nos recuerdan que, como un ser vivo, se desplaza valle abajo. Es como si respirara. Su observación nos servirá de distracción cuando la nevada no pare de caer suavemente durante casi todo el día siguiente y buena parte de la noche, lo que nos bloqueará aquí un día extra.




Si la climatología extrema de la alta montaña nos ha atrapado en Gorak Shep dos noches seguidas, nos a servido al menos para estar un día de asueto paseando por los alrededores del lodge recuperando fuerzas. Tras el impasse, el amanecer del tercer día nos encuentra ya a media ladera en la ascensión al Kala Patthar. Muy de noche aún nuestro albergue ha sido un hervidero de susurros, linternas, pasos por los pasillos de madera y movimiento. Todos hemos salido para arriba a la luz de las frontales, y como si de una gran ascensión se tratara, una hilera de lucecitas serpentea por la ladera, en medio de la más absoluta oscuridad de la noche. Muy abrigados y con el nerviosismo de si el Everest se dejará ver completamente despejado, ganamos altura metro a metro ensimismados en nuestros pensamientos. La suave nevada de ayer está congelada a ambos lados del sendero, la atmósfera no puede ser más alpina. Cuando clarea las cumbres del Kantenga, Tanserkhu, Tabuche, Cholatse y Lobuche se tiñen con la luz rosada del amanecer, todas a nuestra espalda.


Delante y alrededor nuestro un espléndido arco de cumbres nos dan los buenos días. De entre ellas, las cimas Sur y principal del Everest emergen sobre una banderola de nubes que flota ingrávida sobre el Cown Occidental y la cascada de hielo, junto al Nuptse, el Changtse, el Khumbutse, el Lingtren o el Pumori. Abajo el glaciar del Khumbu se desliza cubierto de escombros imprimiendo austeridad al lugar; no hay verde, no hay pastos alpinos, solo rocas y hielo. No parece un lugar apto para la vida, y sin embargo su belleza es sublime. El Kala Patthar no es en realidad una cumbre, sino un punto alto a partir del cual la pedregosa cuerda se transforma en la extremadamente afilada y vertical arista Sur del Pumori. Sin embargo, sus más de cinco mil metros de altura y la sencillez de su ascenso lo convierten en el lugar perfecto para contemplar la cumbre del Everest.

Paulatinamente la mañana se va caldeando gracias a los vivificantes rayos del sol. Nosotros emprendemos entonces el descenso, pues hemos de recoger nuestros bártulos y continuar el camino. Las nubes se van formando como cada mañana y se aferran ya a las laderas de los picos. Bajamos satisfechos por haber subido a este excelente mirador y de haber disfrutado de la visión apabullante de Sagarmatha, la diosa vestida de blanco por las nevadas recientes, objetivo principal de nuestro viaje. Bajamos contentos, optimistas, con la tranquilidad de haber cumplido un sueño después de ya trece días de caminata.





Una vez recuperadas las fuerzas con un buen desayuno en el lodge de Gorakshep, rehacemos las mochilas y retomamos el camino. Nuestro siguiente objetivo será cruzar el famoso collado de Cho La Pass, también de más de cinco mil metros de altura y a través del cual se accede al valle de Gokyo. Retrocedemos, pues, sobre nuestras propias huellas valle abajo, pasando de largo por el poco acogedor enclave de Lobuche. Esa misma noche nos alojaremos finalmente en un lodge de Dhugla -regentado por un matrimonio encantador- y que se encuentra prácticamente vacío de turistas en estas fechas, y en donde solo coincidiremos con un gallego que se recupera aquí de un episodio de mal de altura. Tras esta noche de mero trámite, la ruta nos llevará a continuación a Dzongla por un camino sencillamente fantástico, cómodo y casi vacío de gente, pues únicamente veremos a unos yakeros con sus animales y a un japonés con su guía (o más bien a un guía con su japonés). Caminamos siempre bajo las atentas miradas del Tabuche, del Cholatse y del formidable Arakam Tse, que imprimen a esta jornada un salvajismo colosal. Nosotros a ellos tampoco les quitamos la vista de encima; las miradas son, sin duda, recíprocas.

Nos seguimos sintiendo verdaderamente pequeños rodeados de estas paredes tan grandes, verticales e inhóspitas.


Al fondo vemos ya nuestro destino en la jornada de hoy, a la izquierda de la imagen se vislumbran los tejados verdes de Dzongla. Escogeremos intencionadamente un lodge situado en un alto, con buenas perspectivas de las cumbres que nos han acompañado en la jornada, y en donde de nuevo estaremos nosotros cuatro solos. El vuelo potente de un juvenil de quebrantahuesos nos va a entretener la tarde, sobrevolando los tejados y llegándose a posar en una ladera a muy poca distancia de las casas, no sabemos muy bien buscando el qué. El panorama sobre el Ama Dablam y la salida de la luna ese atardecer despejado no lo olvidaremos nunca y serán el colofón de una jornada fantástica.






La mañana siguiente vuelve a saludarnos limpia y generosa. A las 6:30 a.m. del décimo quinto día de marcha emprendemos el trayecto hacia el collado. Caminamos solos, lo que nos seduce muy especialmente. Bastante por delante va un grupo con guía y porteadores que nos llevan por lo menos media hora de ventaja (luego, al adelantarlos en la bajada a Dragnag, resultarán ser unos españoles que conocimos en Gorakshep), y bastante por detrás de nosotros saldrán aún un par de personas más, quizás también a media hora de distancia. Eso será todo el trasiego que hoy tendrá el valle en esta mañana del veinte cuatro de septiembre, junto con un tercer grupo con el que, procedente del lado contrario, coincidiremos en el mismo collado.

Subir el Cho La Pass en este sentido resulta muy probablemente más agradable y cómodo que en sentido contrario, primero por la espectacularidad del soberbio paisaje que ofrece este valle, segundo por la menor distancia y desnivel a superar, y en tercer lugar y sobre todo porque el sol te va calentando desde el comienzo de la ruta, al contrario que desde la vertiente opuesta, donde la sombra y el frío son inevitables hasta muy avanzada la jornada. Se sube primero por praderas alpinas y cómodos senderos de tierra, siempre bajo la presencia imponente de la cara Norte del Arakam Tse. Después de serpentear por una morrena glaciar, el camino jalonado de hitos se arrima bajo las enormes paredes rocosas que cierran la cabecera del valle. La hierba deja bruscamente paso a las morrenas y los roquedos.



La entrada al reducido glaciar que antecede al collado nos resultará la parte más enrevesada del camino, incómoda y algo expuesta a algún que otro resbalón. Llegar por fin al collado supone tener al alcance de la mano nuestro segundo objetivo del viaje, es decir: alcanzar Gokyo. La mañana está soleada y, aunque las nubes se empiezan a formar rápidamente en las laderas de las montañas, a nosotros ya nadie nos puede quitar el placer de haber disfrutado de las vistas desde él. Nos sentimos satisfechos y orgullosos de todas nuestras decisiones, pues ellas nos han traído hasta este lugar. El descenso lo iniciamos sin tener claro aún si nos quedaremos a pernoctar hoy en Dragnag o si continuaremos hasta Gokyo, la flexibilidad es un arma con la que contamos cuando viajamos por libre. Las nubes bajas se van adueñando del paisaje y la bajada la hacemos muy rápida, primero por el incómodo pedrero que baja del mismo Cho La Pass (pienso en lo penoso que tiene que ser subirlo) junto a su característico arco de piedras marrón -fácilmente visible en tres de las fotografías siguientes- y después por una vallejada estrecha y angosta hasta el mismo grupo de lodges de Dragnag (o Thagnak). ¡Qué diferente a las vistas amplias y los grandes espacios de la subida al collado desde el lado Este!.

Al llegar, y tras consultar tiempos y comer en un lodge, optamos por continuar hasta Gokyo. Ya solo nos resta dirigirnos al que pasa por ser considerado como el glaciar más grande del Himalaya, el de Ngozumpa, y atravesarlo hasta alcanzar nuestro destino final por hoy, tras una jornada larga e intensa. Las nubes bajas y las nieblas espesas durante la travesía por el glaciar otorgan al lugar una atmósfera misteriosa que representa la guinda del pastel, el regalo final de una jornada espectacular que se nos quedará grabada para siempre en nuestra memoria. Hemos llegado a Gokyo. Será un nuevo punto de inflexión en este treking, pues desde él mañana iniciaremos el regreso a Salleri tras quince días de marcha.

Aunque no adelantemos acontecimientos, primero debemos subir al Gokyio Ri.